Los niveles de significación en La cara de la desgracia de Juan Carlos Onetti Ensayo de Hugo J. Verani
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Estaba también la tramposa, tal vez deliberada, deformación de los recuerdos. La cara de la desgracia[1] Uno de los aspectos distintivos de la literatura hispanoamericana de las últimas décadas, al margen de otros rasgos específicos y singulares, deriva de la creciente condensación lírica de la prosa narrativa, de la tendencia a considerar que una obra de ficción puede tener la intensidad y la tensión expresiva de un poema. Baste recordar, por sólo citar algunos ejemplos, La última niebla (María L. Bombal), Pedro Páramo (Rulfo), Los ríos profundos (José M. Arguedas) y El coronel no tiene quien le escriba (García Márquez). Desde sus primeros cuentos y con mayor insistencia a partir de La vida breve, la visión lírica se impone como una de las dimensiones fundamentales de la prosa narrativa de Juan Carlos Onetti. Es lo que acontece en La cara de la desgracia, una de las obras más importantes del novelista uruguayo, donde se establece una simbiosis entre el carácter dinámico de la situación representada, que requiere que se le lleve a un fin, y el modo de narrar marcadamente lírico que torna polivalente la función referencial del signo literario. En este breve relato, desde el instante en que el narrador asume el acto de escritura, se despliegan connotaciones complejas que involucran diversos niveles de significación más allá del sentido literal explícito. De esta interacción entre la interioridad anímica del narrador y la historia referida —aspecto clave pero hasta ahora no mencionado por la crítica— emana la riqueza sugestivo-simbólica de la obra y sobre esa fusión de lo narrativo y lo lírico se articula la disposición artística de la fábula. Partiendo de estos supuestos, procuraremos establecer una interpretación semánticamente válida, sin pretensiones de univocidad, por cuanto La cara de la desgracia recibe como toda obra de Onetti y toda creación literaria valiosa, gran parte de su eficacia estética de una ambigüedad estilístico-estructural capaz de sugerir relaciones internas inesperadas, que da lugar a múltiples posibilidades de interpretación enriqueciendo así su potencialidad significativa. La cara de la desgracia es una nouvelle[2] de engañosa sencillez. Un hombre angustiado por el suicidio de su hermano, del cual se siente responsable, revela su voluntad de vínculo y su intento de liberación de su culpa a través de un único acto: su amor por una adolescente. En un primer asedio es muy posible que no se vislumbre la sutil elaboración artística a que fuera sometida, en parte por la narración directa en primera persona, quizás por su brevedad, o más posiblemente porque incluye el relato entre sus rasgos más salientes, material temático asociado comúnmente con la narrativa onettiana: el sentimiento de culpa, el silencio de Dios, el amor entre un hombre maduro y una joven adolescente, el intento de liberación y la destrucción de toda esperanza. Toda la narrativa de Onetti se apoya en inquietudes humanas, pero la presencia de las ansiedades de la época que la nutre contribuye muy poco a la creación de la peculiar intensidad de este relato. El aporte distintivo de su novelística deberá buscarse en la rigurosa elaboración formal de esas inquietudes humanas, en el calculado empleo de recursos expresivos que intensifican el sentido esencial de lo narrado. Cabe, entonces, preguntarse qué elementos se destacan en la configuración artística de esta obra, y examinar la interdependencia de los componentes significativos que son responsables de que esta narración sea, haciendo eco de Rubén Cotelo, "de una intensidad sin igual en toda la historia de la narrativa uruguaya"[3]. Si se analiza detenidamente esta nouvelle se observará que la dimensión artística deriva de la actitud del narrador ante el mundo ficticio, de su deliberada ambigüedad en la presentación de conflictos internos. Tres aspectos sobresalen: la ambigüedad del narrador, la vibración anímica propia de la poesía lírica y la disposición de los motivos en torno a la alternancia de fuerzas opuestas, con base en una progresión formal de dualidades. La ambigüedad del narrador En la interpretación de toda novela contemporánea es imprescindible comprender la postura del narrador; la actitud que adopta ante la materia narrativa determina la configuración de la novela. Por ejemplo, el desdoblamiento del narrador es la característica esencial de la estructura de La vida breve y en Los adioses la imaginación de un narrador-testigo altera y deforma lo sucedido. Se verá ahora que la relación que guarda el narrador de La cara de la desgracia con su mundo es de una sutileza y ambigüedad insospechadas. La novela se estructura en torno a un recuerdo. La acción se sitúa en el pasado, pero visto desde el presente por un narrador sin nombre (otro protagonista anónimo como en Los adioses), que unifica la historia a través de su relato en primera persona. Nos guía desde el comienzo con frases narrativo-descriptivas, de aparente objetividad y validez unívoca, como si quisiera presentar el informe convencional de una esquemática y simple anécdota: un hombre en el hotel de una playa se encuentra con una muchacha. Gradualmente, no obstante, la tensión interna desborda el relato y se altera la distancia que separa al narrador de lo narrado; notamos una progresiva inmediatez de los estratos objetivos y subjetivos, los cuales llegan a superponerse y compenetrarse. Estamos ante otra manifestación de la actitud lírica del narrador. Como dijera Wolfgang Kayser en su estudio de la esencia de lo lírico: “En lo lírico se funden el mundo y el yo, se compenetran, y esto se lleva a cabo en la agitación de un estado de ánimo que es el que realmente se expresa a sí mismo. Lo anímico impregna la objetividad, y ésta se interioriza’’[4]. En más de un sentido esta compenetración lírica se manifiesta en La cara de la desgracia, donde hay un influjo reciproco entre la historia narrada y el estado de ánimo del narrador, quien expande el contenido del relato y proyecta la imaginación del lector hacia algo más profundo. Establece un contraste —nunca enunciado sino sugerido por la estructura verbal— entre un simple encuentro de dos seres y la compleja interioridad de un narrador que tiñe toda la acción con el sentimiento de culpa que arrastra, y la esperanza de liberación que domina sus actos. La particularidad distintiva de esta novela es la “deliberada deformación de los recuerdos” (p. 21), la creación de un mundo ambiguo, en el cual las contradicciones que surgen de las palabras del narrador quedan sin interpretación, y exigen, para su elucidación, la participación creadora del lector. En La cara de la desgracia tenemos, entonces, un ejemplo originalísimo de un narrador cuya personalidad se bifurca en el tiempo, en quien los episodios del fin deforman el recuerdo de su encuentro con la muchacha; un narrador que escinde su ser entre el acontecimiento vivido y la evocación posterior. Dicho de otra manera: el protagonista de las escenas desarrolladas en el ayer de la narración le deja sitio al narrador, que en el presente de la narración se encarga de estructurar estos recuerdos con frases que encierran detalles del encuentro, pero atribuyéndose un conocimiento falso de lo acontecido que altera tanto el significado del pasado como el del presente. No cabe duda de que la perspectiva seleccionada por Onetti enriquece el texto y agrega otra dimensión a la novela: un ensanchamiento de la visión del narrador, un juego ambiguo que eleva una simple anécdota al nivel de obra de arte. El narrador no da actualidad al desarrollo de la acción, no usa verbos en el presente, pero superpone los dos niveles de exposición, esto es, funde sutilmente en el relato dos órdenes temporales. Narra en pasado absoluto pero la perspectiva adoptada es la de un narrador influido por su conocimiento de la historia, quien, a pesar de su aparente objetividad, lleva consigo en su reflexión el recuerdo de otra realidad que quisiera escamotear. Fijémonos detenidamente en un ejemplo esclarecedor. Después de haber sido encontrada muerta la adolescente en la escena que cierra la novela, después de haber sido reconocido su cadáver por el "hombre”, en el momento de derrumbe de su esperanza, le pregunta un policía: “—¿Usted sabía que la muchacha era sorda? (...) —¿Sorda? —pregunté—. No, sólo estuve con ella anoche. Nunca me pareció sorda” (pp. 48-49). Fuera del obvio simbolismo de haber intentado una comunicación imposible, de haberle pedido respuesta a una sorda, estéticamente notamos algo más importante. El narrador niega saber que la muchacha fuera sorda, pero sus reacciones y recuerdos de aquel único encuentro indican lo opuesto. Se encuentran en la playa, sin saber nada el uno del otro, y desde el primer instante en que están juntos el narrador insinúa, sugiere indirectamente, que la muchacha era sorda. Se crea una atmósfera de desolación, invadida por el silencio, una fantasmagórica escena de incomunicación típicamente onettiana: —Noches —dije. Un rato después se volvió para mirarme la cara; se detuvo e hizo girar la bicicleta hacia el agua. Me miró un tiempo con atención y ya tenía algo solitario y desamparado cuando volví a saludarla. Ahora me contestó. En la playa desierta la voz le chillaba como un pájaro. Era una voz desapacible y ajena, tan separada de ella, de la hermosa cara triste y clara; era como si acabara de aprender un idioma, un tema de conversación en lengua extranjera (p. 31). El narrador no se detiene a precisar rasgos físicos, sólo destaca lo común en ella (la falda, el vestido, las piernas), pero recurre insistentemente sobre el extraño sonido de su voz y su dificultad en hablar: “Sonó trabajosa la voz extraña” (p p. 31-32), “la voz dura” (p. 32), “la voz rara”(p. 34), la “voz era más confusa, casi gutural” (p. 33), “la curiosa voz mal formada” (p. 35) de una joven que insiste en verle la cara al narrador cuando éste habla, y tampoco parecía notar el “ruido exagerado” (p. 34) de las piedras que tiraba y caían en el agua del río. Aún más significativa es una frase que denuncia claramente la sordera: “Me tomó la cara entre las manos ásperas y la fue moviendo hasta colocarla en la luz. —Qué—roncó—. Hablaste. Otra vez" (p. 33). El narrador desliza fugaces alusiones que sugieren una realidad extraña e inquietante y al final la niega, se sorprende de que la muchacha fuera sorda. Al alterar y modificar la situación original el narrador crea un mundo indeterminado, da a entender la confluencia de estados mentales contradictorios y, asimismo, la imposibilidad de determinar la verdadera motivación de todo acto humano. Onetti deja abierta la obra a varias lecturas posibles; no cae en la técnica tradicional de explicar el mundo que crea. La dualidad entre el narrador que escribe con plena conciencia de los acontecimientos y el narrador que escamotea la experiencia originaria y la recubre de connotaciones imprecisas, indefinidas, sólo es aparente después de terminada la lectura. “Es preciso evitar que un sentido único se imponga de golpe”[5], afirma Umberto Eco respecto a la poética de la obra abierta, y Onetti, consciente del poder evocador de la palabra, preserva hasta el fin la ambigüedad del mundo creado sin restringir el rol creador del lector, sin eliminar las diferencias entre el decir y el sugerir, entre la expresión directa y la alusión. A esta interacción estilística de subjetividad (recuerdo) y objetividad (representación) se debe la originalidad formal de La cara de la desgracia. Actitud lírica El modo narrativo de La cara de la desgracia responde a una actitud expresiva que se identifica con la lírica[6]. Al hablar de actitud lírica nos referimos a la modalidad estilística que para Martínez Bonati se proyecta como “el predominio de la dimensión expresiva, de lo puesto de manifiesto sin ser dicho, por sobre lo dicho y lo apelado”[7]. La lírica expresaría algo en esencia inasible, pondría de manifiesto un estado inexplicable directamente, otra dimensión más profunda y compleja del ser humano. En otra oportunidad, en la interpretación de sus primeros cuentos, hemos aludido a este rasgo distintivo de la narrativa onettiana[8]. Es necesario, sin embargo, observar con mayor detalle esta singularidad de su prosa. En La cara de la desgracia lo que el narrador busca comunicar no se revela directamente sino que se encuentra en la descarga de sugerencias que su lenguaje irradia, en la plurivalencia de sus palabras, en la recurrencia de imágenes y en los elocuentes silencios de los personajes. Puede afirmarse que el rigor formal de su prosa en esta obra se acerca a las exigencias de la lírica: la simetría y el contraste, la gradación de la intensidad por medio de reiteraciones y anáforas. En todos los casos, se vale de procedimientos líricos para comunicar, oblicuamente, un sentido; las connotaciones in quietantes de un mundo habitado por la desgracia. El mejor ejemplo de esta modalidad estilística se halla en el primero de los cinco capítulos en que se divide la nouvelle. En cuatro breves páginas Onetti crea una atmósfera intensa, de desamparo total. El narrador-protagonista se halla en un hotel en la playa, donde se ha venido a refugiar por sentirse responsable del suicidio de su hermano. Allí se encuentra fortuitamente con una adolescente en la escena que inicia la novela, relatada, en apariencia, con absoluta objetividad: “Frenó la bicicleta justamente al lado de la sombra de mi cabeza y su pie derecho, apartándose de la máquina, se apoyó para guardar equilibrio pisando en el corto pasto muerto, ya castaño, ahora en la sombra de mi cuerpo” (pp. 9-10). La muchacha entra simbólicamente en su zona de influencias (“en la sombra de mi cuerpo’’); se va a convertir en el objeto sobre el cual el “hombre” proyectará su interioridad. El lenguaje se carga de expresividad y sobre su valor representativo se impone el estado de ánimo del narrador, quien infunde en la muchacha una intuición de conocimiento previo mutuo, traslada a ella su anhelo de trascender su propia soledad: “Era como si nos hubiéramos visto antes ... (p. 11). Toda la escena es la autoexpresión del estado afectivo del narrador, quien transfiere caracteres subjetivos a acciones relatadas con aparente objetividad y distancia. Desde ese encuentro fortuito que inicia la relación entre ambos personajes hay un influjo recíproco, se sugiere “una atmósfera compartida entre ambos, intensa, dura, agresiva casi, hecha más de silencios y sobreentendidos, que de palabras”[9]. Todo el primer capítulo se impone como poesía y por medio del lenguaje y de la escenografía creada se intensifica la soledad del narrador y su deseo de comunicación. La acción de esta escena se desarrolla al morir el día, al fin de un verano, como si todo quisiera indicar una etapa más, el fin de otra “vida breve”; la falta de diálogo, la reiteración insistente del verbo mirar (doce veces en sólo dos páginas) con su sugerencia de acercamiento y de búsqueda, y el destacarse continuamente las manos de la muchacha (cuatro veces en las mismas dos páginas [ 10-11 ]),como si el narrador quisiera aferrarse a algo, intensifica el desamparo del hombre: “Repentinamente triste y enloquecido, miré la sonrisa que la muchacha ofrecía al cansancio . . (p. 10). En la filosofía sartreana la existencia se revela en relación con otros seres a través de la mirada. La mirada asume en La cara de la desgracia la función de agente portador del anhelo de comunicación; es el puente que une al narrador y a la muchacha de la bicicleta. Se incrementa aún más el desamparo por medio de la anáfora: Era como si nos hubiéramos visto antes, como si nos conociéramos, como si nos hubiéramos guardado recuerdos agradables. Me miró con expresión desafiante mientras su cara se iba perdiendo en la luz escasa; me miró con un desafío de todo su cuerpo desdeñoso, del brillo del níquel de la bicicleta, del paisaje con chalet de techo suizo y ligustros y eucaliptos jóvenes de tronco lechoso, (p. 11). La monotonía del instante queda detenida, perpetuada, por la inmovilidad estilística de la anáfora y las consecuentes frases subordinadas. La reiteración anafórica de un limitado número de palabras sugiere una agitación interna, obsesiva, que intensifica el desamparo de ambos seres y contribuye a conferirle doble carácter expresivo y apelativo al relato. Como contraste, y para ejemplificar la estricta interdependencia de la expresión con lo expresado, conviene recordar aquí el último encuentro del narrador-protagonista y la muchacha muerta, encuentro que cierra la nouvelle. El primer encuentro se completa con la posesión en la playa y el amor entre ambos se consolida con ese acto espontáneo, fugaz, único. El último encuentro aparece como testimonio de la frustración, de la imposibilidad de la comunicación humana, que lleva a pensar que los personajes de Onetti están predispuestos para el encuentro, pero no para el amor. Así como el contraste desempeña función esencial en la estructura, también en la expresión se establece un contraste entre ambas escenas: el lenguaje aparece en estrecha conexión con lo evocado. Acabamos de describir, en este apartado, durante la discusión del lenguaje lírico, las características lingüísticas que rodean el primer encuentro del hombre con la muchacha de la bicicleta. En la escena final el modo narrativo ya no es lírico, sino que, por el contrario, predomina la función representativa o enunciativa del signo verbal; el lenguaje es ahora lógico y aun grotesco, primordialmente intelectual. La progresión y el contraste de estilos puede quedar ejemplificado si se recuerda el primer encuentro, de gran intensidad expresiva, y si se le compara con el fragmento siguiente, la descripción del cadáver de la adolescente examinado con una minuciosidad casi naturalista: —La faz está manchada por un líquido azulado y sanguinolento, que ha fluido por la boca y la nariz. Después de haberla lavado cuidadosamente, reconocemos en torno de la boca extensa escoriación con equimosis, y la impresión de las unas hincadas en las carnes. Dos señales análogas existen debajo del ojo derecho, cuyo párpado inferior está fuertemente contuso. A más de las huellas de violencias que han sido ejecutadas manifiestamente durante la vida, rojez, sin equimosis, con simple desecamiento de la epidermis y producidos por el roce del cuerpo contra la arena. Vése una infiltración de sangre coagulada, a cada lado de la laringe. los tegumentos están invadidos por la putrefacción y pueden distinguirse en ellos vestigios de contusiones o equimosis. El interior de la traquea y de los bronquios contiene una pequeña cantidad de un líquido turbio, oscuro, no espumoso, mezclado con arena, (pp. 47-48).[10] La descripción final del cadáver de la adolescente asesinada le confiere al relato una fisonomía terriblemente grotesca. Es que no sólo la muchacha ha muerto, sino que su asesinato es otro agobiante testimonio del sinsentido universal. El narrador, frustrada nuevamente su esperanza de comunicación y amor, acepta la inevitabilidad de la desgracia, convencido ya de la futilidad de todo empeño por encontrarle una justificación a la existencia. En la creación de la atmósfera lírica, la naturaleza desempeña importante función. Es lugar común entre los comentaristas de la obra de Onetti generalizar sobre la ausencia de la naturaleza en sus novelas y afirmar que el ambiente general de sus narraciones es siempre el mismo: lugares cerrados en un medio urbano. Más acertado sería decir que no existe interés fotográfico o decorativo en el paisaje, pero la presencia de la naturaleza en su obra presenta siempre aspectos que es imprescindible destacar. La naturaleza no es en la obra de Onetti un pretexto a la manera romántica para armonizar con el estado de ánimo de los personajes, con la efusiva exaltación del hablante, ni tampoco cumple una función descriptiva, para documentar ambientes, como ocurría en la novela realista tradicional. En Onetti la relación hombre-naturaleza es más profunda y revela nuevas posibilidades de captación del yo. Se elude la mención directa de interioridad y mediante sugerencias metafóricas la naturaleza pone de manifiesto la disposición anímica del protagonista sin decirlo. Se establece una sugestiva correlación entre la naturaleza y los personajes, una misteriosa integración orgánica del ser con su espacio inmediato[11]. En La cara de la desgracia el escenario es una playa junto a un río. De la primera a la última palabra el relato está coloreado por las fuerzas poderosas de la naturaleza, por el viento, la tormenta, el mar, los truenos, árboles y flores. Las flores (madreselvas, hortensias) con su belleza transitoria y su implícita alusión a la vida breve, recurren cada vez que el narrador piensa en la joven adolescente. Gran parte de la tensión indeclinable de la narración se deriva de la descripción que el narrador hace de la naturaleza. José Pedro Díaz se refiere a este aspecto de la novela: “ ... se sobrecarga el valor de los gestos, de las briznas de paisaje que se describen, y crea una fuerte presencia del ambiente por el que ingresa a veces la mayor tensión. En estos momentos el escritor hace entrar en la narración de hechos el sentido más profundo”.[12] La cita que usamos como ejemplo es extensa, pero de gran valor sugerente, notable fragmento de la prosa de Onetti: Caminé hacia las dunas y luego, ya lejos, volví en dirección al monte de eucaliptos. Anduve lentamente entre los árboles, entre el viento retorcido y su lamento, bajo truenos que amenazaban elevarse del horizonte invisible, cerrando los ojos para defenderlos de los picotazos de la arena en la cara. (...) Estaba ahora al final de los árboles, a cien metros del mar y frente a las dunas. Sentía heridas las manos y me detuve para chuparlas. (...) Abandoné la orilla y empecé a subir y bajar las dunas, resbalando en la arena fría que me entraba chisporroteante en los zapatos, apartando con las piernas los arbustos, corriendo casi, rabioso y con una alegría que me había perseguido durante años y ahora me daba alcance, excitado como si no pudiera detenerme nunca, riendo en el interior de la noche ventosa, subiendo y bajando a la carrera las diminutas montanas, cayendo de rodillas y aflojando el cuerpo hasta poder respirar sin dolor, la cara doblada hacia la tormenta que venia del agua. Después fue como si también me dieran caza todos los desánimos y las renuncias; busqué durante horas, sin entusiasmo, el camino de regreso al hotel. (...) Volví a dormir medio vestido en la cama como en la arena, escuchando la tormenta que se había resuelto por fin, golpeado por los truenos, hundiéndome sediento en el ruido colérico de la lluvia, (pp. 35-36) En el mundo narrativo de Onetti la dicha es efímera y todo vínculo humano está condenado a la caída. Onetti establece una profunda correlación entre el estado anímico del hombre y el medio ambiente, sin valerse del encadenamiento lógico de ideas propio de la descripción sicológica tradicional; la asociación es lírica y no conceptual. La inminencia de la desgracia venía insinuándose desde el comienzo del relato y en la escena citada se sugiere simbólicamente, mediante la insistente furia hostil de lo inanimado (el viento y su lamento, la lluvia colérica, los picotazos de arena en la cara, los golpes de los truenos) que intensifica el desamparo del ser en el mundo. El estado anímico del hombre se impone así con fuerza irresistible. Poco después, la tragedia, la muerte de la muchacha, se ba consumado. Es indudable que la naturaleza no sirve de telón de fondo, de simple decorado estático. Su estrecha conexión con la historia narrada cumple una función unificadora de diversos niveles de significación. Más que del desarrollo temático de la novela (la culpa, la imposibilidad de la liberación, el silencio de Dios, el amor o el suicidio), la singularidad de La cara de la desgracia surge la de la liberación de las posibilidades expresivas del lenguaje. En esta nouvelle el modo lírico intensifica, por contraste, lo trágico, y emerge como el aspecto predominante del modu narrativo. Niveles de realidad Así como el narrador presenta una ambigüedad irresoluble con la ambivalencia de sus acciones y de sus palabras, esta ambigüedad se revela con mayor complejidad en la presencia constante de dualidades temáticas: todo el relato está configurado en tomo a la alternancia de fuerzas opuestas que se contraponen e iluminan recíprocamente. La preocupación síquica que obsesiona al narrador, el sentimiento de culpa y la necesidad de responsabilizarse por alguien, se manifiestan en contrastes de actitudes y acciones que dan la tonalidad a toda la nouvelle: la culpa y la liberación, la apariencia y la realidad, la nada y Dios. Culpa y liberación La culpabilidad es uno de los sentimientos dominantes de la obra de Onetti, de importancia capital en novelas como La vida breve. Tan triste como ella. Para una tumba sin nombre. La muerte y la niña y los cuentos “El infierno tan temido”, “La novia robada” y “Mascarada”. A propósito de “Mascarada”, Lucien Mercier sintetiza este aspecto, el infierno tan temido de la narrativa de Onetti: “Hay referencia a una <cosa negra>, hueco oscuro en la existencia del sujeto. Este elemento opaco, que el sujeto no puede integrar, elemento morboso que perturba su actuación —lo que se expresa en el aspecto absurdo, incomprensible, del relato-sugiere la existencia de una vaga y antigua culpa”.[13] Si observamos a los personajes mayores de Onetti se nota que a todos los abruma una crisis espiritual, anterior a la acción novelesca, que determina sus vidas para siempre y de la cual querrán liberarse: “Las novelas de Onetti adquieren así la apariencia de ser epílogos, finales de algo largamente decidido desde siempre; nunca conocimos el origen, las fuentes”[14]. La caída de los hombres de una situación anterior siempre ansiada e idealizada no se limita a los protagonistas, sino que también una situación anterior determina la vida de los personajes secundarios. Sirva de ejemplo el caso de Julita en Juntacadáveres, donde la muerte de su marido es anterior al texto y el clima de muerte y locura que la rodea está determinado por esa ausencia, por esa aflicción que lleva a cuestas y la predetermina en sus relaciones con Jorge Malabia y con las muchachas de la "Liga de la Decencia”. Si fijamos nuestra atención en el narrador-protagonista de La cara de la desgracia encontramos que, desde el comienzo del segundo capítulo, potencia la expectativa del lector con la presencia de un problema moral en é), que antes no se mencionara: —Tengo una culpa —murmuré con los ojos entornados, la cabeza apoyada en el sillón; pronuncié las palabras tardas y aisladas—. Tengo la culpa de mi entusiasmo, tal vez de mi mentira. Tengo la culpa de haberle hablado a Julián, por primera vez, de una cosa que no podemos definir y se llama el mundo. Tengo la culpa de haberle hecho sentir —no digo creer- que, si aceptaba los riesgos, eso que llamé el mundo seria de él. (p. 18). Se le confiere al relato una nueva dimensión: el interés por saber qué va a surgir de ese choque sin preámbulo entre la descripción de la muchacha de la playa hecha en el primer capítulo y el problema sicológico del protagonista que se introduce en el segundo. El “hombre”, como es constante en Onetti, aparece en otra situación límite, que él llama “mi culpa” y la cual es inevitable asumir. Esta culpa determina su vida futura y determina toda la acción narrativa. La fijación que sufre con la muerte de su hermano se expresa en ritos que se repiten, como el volver a mirar recortes de periódicos con titulares donde se anuncia su suicidio, o el ritual simbólico de lavarse las manos, como si quisiera borrar su mancha espiritual: “Estuve muchos minutos lavándome las manos, jugando con el jabón” (p. 13); y más adelante: “La costumbre de jugar con el jabón, descubrí, había nacido con la muerte de Julián” (pp. 13-14). El va a ser “Caín en el fondo de la cueva” (p. 17) y se encerrará en un círculo obsesionante del que no podrá liberarse; desde el segundo capítulo el narrador subraya la imposibilidad de reconstruir su vida con la muchacha de la playa, “la esterilidad de haber pensado en la muchacha” (p. 14). Con el amor de la muchacha de la playa el narrador busca una salida de su caos anímico. El recuerdo de su hermano y la presencia de la muchacha se funden en uno; se establece entre ambos un sistema de correspondencias: "Traté de medir mi pasado y mi culpa con la vara que acababa de descubrir: la muchacha delgada y de perfil hacia el horizonte, su edad corta e imposible ... (p. 13). Y más adelante: “Entonces, sin escuchar, me sorprendí vinculando a mi hermano muerto con la muchacha de la bicicleta” (p. 24). Pero cuando busca salir del pozo psíquico por medio de su amor por la muchacha de quince años, en otro intento de liberación del presente y el recuerdo de su hermano muerto, lo atrapa la desgracia total: el crimen y la consecuente aceptación de la culpa. El “hombre” acepta la culpabilidad, reconociendo la imposibilidad de liberarse, o quizás algo peor: liberarse, ¿para qué? El destino de los hombres es inexorable y todo intento de liberación de la culpa frustra más que la culpa misma; liberarse del mal psíquico es caer en otra situación peor. Esto es una ley en Onetti. Julita en Juntacadáveres puede servirnos una vez más de ejemplo. Ella no puede salir del recuerdo de su marido muerto y el suicidio es la caída peor de sus tentativas de liberación. Es un círculo vicioso. En resumen, puede afirmarse que los personajes de Onetti sufren de un trastorno psíquico anterior y liberarse de él o intentar hacerlo es caer en un embudo que los lleva a una situación aún más degradada. La ambigüedad conceptual de máximo impacto ocurre con la muerte violenta de la muchacha. Al admitir haber cometido el crimen, el "hombre”, en su respuesta, de posible significado ambivalente, proyecta un acto individual a nivel mítico y sintetiza en cuatro breves frases el motivo de la culpabilidad inherente de todos los hombres: “No se preocupen: firmaré lo que quieran, sin leerlo. Lo divertido es que están equivocados. Pero no tiene importancia. Nada, ni siquiera esto, tiene de veras importancia" (p. 48). El enigma de la muerte de la muchacha queda sin resolver. Tal vez el narrador haya sido el asesino, en un intento de fijar para siempre una imagen ideal, antes de que cumpla su inevitable destino —la caída. Así opina, por ejemplo, José Emilio Pacheco: "Mata a la muchacha para que no se deteriore el instante de amor".[15] Sin embargo, el haber aceptado la acusación sin resistencia alguna y hasta con alivio, como si se liverara de un enorme peso, parece apuntar en otra dirección. Ante la muerte incomprensible e inesperada de la muchacha, su nueva y última esperanza de comunión con la humanidad, debemos admitir como verdad su implícita y simultánea negación del asesinato (“Lo divertido es que están equivocados”). Si acepta la responsabilidad de la muerte de la muchacha lo hace para asumir la culpabilidad primigenia, una reafirmación más de la necesidad de responsabilizarse por las acciones de todos los hombres. O en el sentido bíblico, como ya observara sagazmente Rubén Cotelo: “El hombre ha de sentirse responsable. Es el guardián de su hermano, de todos los hermanos”.[16] El hombre se libera de su culpa cuando acepta libremente su responsabilidad humana sin cuestionar las motivaciones de sus acusadores, sin pensar que la culpa es algo personal sino universal. Clamence, en La caída de Camus, expresa de manera similar la culpabilidad inherente de todos los hombres: “Du reste, nous ne pouvons affirmer l’innocence de personne, tandis que nous pouvons affirmer á coup sür la culpabilité de tous. Chaqué homme témoigne du crime de tous les autres, voilá ma foi, et mon esperance”[17]. Testimoniar el crimen de todos los hombres es la única esperanza de salvación; por eso, y al igual que K. en El proceso de Kafka, el narrador de La cara de la desgracia acepta una culpabilidad que aparentemente no le corresponde. El crimen le libra del sentimiento de culpa y de la necesidad de castigo. Esta es la significación más atendible si nos adherimos al texto, pero el final abierto puede admitir múltiples y opuestas interpretaciones[18]. Esta ausencia de significación unívoca desemboca necesariamente en la ambigüedad, en una creación artística donde el contraste entre la indeterminación y la incertidumbre del mundo con la aparente objetividad del narrador sirve para realzar una realidad equívoca. La apariencia y la realidad Las formas de contraste analizadas (lingüísticas, estructurales, actitudes del narrador) se complementan y amplifican con la presencia continua de otras oposiciones que ejemplifican, una vez más, una característica distintiva de la narrativa onettiana: la ambivalencia del mundo narrativo y la imposibilidad de captar la siempre elusiva naturaleza humana. Todo intento de comunicación fracasa. Así como la incomunicación es la constante espiritual de las escenas importantes de La cara de la desgracia ya comentadas —el encuentro entre el narrador y la muchacha, el reconocimiento final del cadáver de la adolescente—, también en la última escena significativa que falta mencionar, el diálogo entre el narrador y su amigo Arturo, queda en evidencia la futilidad de todo intento de comunicación, de todo impulso por convivir con los hombres. Entre la algarabía del restaurante playero, mientras continúa la inocua conversación de Arturo, alterna con ella el monólogo del “hombre” en escena que enriquece la noción de aislamiento espiritual evidente en toda la nouvelle, el ensimismamiento del protagonista y el proceso interior que lo desgasta: Nada sabía yo de la muchacha de la bicicleta. Pero entonces, repentinamente, mientras Arturo hablaba de Ever Perdomo o de la mala explotación del turismo, sentí que me llegaba hasta la garganta una ola de la vieja, injusta, casi siempre equivocada piedad. Lo indudable era que yo la quería y deseaba protegerla. No podía adivinar de qué o contra qué. Buscaba, rabioso, cuidarla de ella misma y de cualquier peligro. La había visto insegura y en reto, la había mirado alzar una ensoberbecida cara de desgracia. Esto puede durar pero siempre se paga de modo prematuro, desproporcionado. Mi hermano había pagado su exceso de sencillez. En el caso de la muchacha —que tal vez no volviera nunca a ver— las deudas eran distintas. Pero ambos, por tan diversos caminos, coincidían en una deseada aproximación a la muerte, a la definitiva experiencia. Julián, no siendo; ella, la muchacha de la bicicleta, buscando serlo todo y con prisas. —Pero —dijo Arturo—, aunque te demuestren que todas las carreras están arregladas, vos seguís jugando igual. Mirá: ahora que me voy parece que va a llover. —Seguro —contesté, y pasamos al comedor. La vi en seguida. Estaba cerca de una ventana, respirando el aire tormentoso de la noche,... (p. 25). La imagen que el narrador se había formado del carácter de su hermano era falsa. Nos enteramos por labios de Betty, la amante de su hermano muerto, que Julián cínicamente entregaba una imagen falsa de su vida anterior. Es otro ejemplo del engaño de la comunicación humana. La distancia espiritual que separaba al narrador de Julián le impidió saber o intuir que éste hacía cinco años que robaba en la Cooperativa, mucho antes de lo que el narrador sospechara y sin que existiera culpabilidad suya por las acciones de su hermano. También la muchacha presenta una imagen falsa. Se tiene mal concepto de ella, aparece como poseedora de un ayer tormentoso y promiscuo ante los ojos de los empleados del hotel donde se hospeda el “hombre’’. Se la ve como castigada por la vida. Sin embargo, después del acto de amor en la playa, el narrador comenta: “Tuve de pronto dos cosas que no había merecido nunca: su cara doblegada por el llanto y la felicidad bajo la luna, la certeza desconcertante de que no habían entrado antes en ella" (p. 34) El contraste entre el narrador y la muchacha también se acentúa. El tiene más de cuarenta años, como casi todo héroe onettiano, y ella quince años escasos. Lo separan de ella todo un pasado y una culpa agobiante, mientras ella es una inocente adolescente sin pasado. Lo vinculan a ella la necesidad de protección, de buscar vínculo humano que lo reintegre a la vida. También ella, como Julián antes (p. 15), en quien el narrador deposita ahora su amor, le recuerda a su madre: “Entonces la muchacha murmuró <pobrecito> como si fuera mi madre, con su rara voz, ahora tierna y vindicativa, y empezamos a enfurecer y besarnos" (p. 34). El narrador había querido proteger a su hermano desde niño, pero fracasa. Ahora, muerto su hermano, va a querer proteger a la muchacha de la playa, a quien creyó haber visto desgraciada e insegura: “Lo indudable era que yo la quería y deseaba protegerla. No podía adivinar de qué o contra qué. Buscaba, rabioso, cuidarla de ella misma y de cualquier peligro. La había visto insegura y en reto, la había mirado alzar una ensoberbecida cara de desgracia” (p. 25). Y a continuación agrega: “Deseaba quedarme para siempre en paz junto a la muchacha y cuidar de su vida” (p. 26). Pero así como no pudo proteger a su hermano tampoco va a poder hacerlo con la muchacha de la playa. Los dos seres que quiso proteger llegaron a la muerte sin que él pudiera evitarlo, y queda como un sobreviviente castigado, frustrado en todo lo que quiso hacer y sin destino posible. El derrumbe: “¿Usted cree en Dios? ” La caída de todo lo que existe hacia una especie de "perfección” en el fracaso parecería ser el símbolo de la creación de Onetti, símbolo que ejemplifica con la mítica Santa María. Por eso en Juntacadáveres se dice: “Todo trasplante a Santa María se marchita y degenera”[19]. En La cara de la desgracia, Betty destruye el ideal de su hermano, el mito creado por el narrador. Este descubre la mentira y busca depositar su amor en alguien; una mujer -Betty- le libera de la culpa, y otra mujer —la muchacha de la playa— le reúne vitalmente con la vida. El narrador se aferra a la muchacha de la bicicleta, transfiere su amor o compasión a este nuevo amor que espera lo libere del viejo: “Era indudable que la muchacha me había liberado de Julián y de muchas otras ruinas y escorias que la muerte de Julián representaba y había traído a la superficie” (p. 35). Pero la posibilidad de amor queda destruida con la muerte violenta de la adolescente. Todo converge en el absurdo final, en la ilogicidad de la muerte de la muchacha, y el narrador ya no puede depositar su amor en nada. Desaparecen todos los ideales y sólo le queda al “hombre” el perenne misterio de la pregunta que le hace al policía, camino de la cárcel: “Antes de la luz violenta del sol me detuve y le pregunté con voz adecuada al hombre alto. —Seré curioso y pido perdón: ¿Usted cree en Dios? ” (p. 48). A pesar de la insistencia del narrador, el policía rehuye contestar: “Volvió a mirarme sin desprecio, con triste asombro, y se persignó” (p. 49). Aunque no haya Dios hay una trascendencia en el hombre, una búsqueda incesante, una pregunta que elude la comprensión humana y no puede contestarse. Imposible en el siglo veinte encontrar respuesta, pero el hombre continúa la perenne búsqueda. La ambivalencia sobrevive hasta la última palabra del relato. La obra termina, pues, con una alusión críptica —la pregunta sin contestación y la ambigua actitud final del policía, síntesis del polifacetismo ilustrado a lo largo de la nouvelle. Todo queda suspendido, a la espera de una revelación que no se produce. Al dejar la novela abierta a una serie de lecturas posibles, al sugerir dos desenlaces opuestos (como en El astillero), se entrecruzan dos niveles de realidad. Onetti establece así otro contacto con el lector: exige, nuevamente, su participación activa en la lectura. De haber continuado la narración, habría debilitado la unidad artística y la intensidad dramático-tonal de la obra, hubiera dado respuesta a un conflicto que debe quedar sin resolver. Si la interrogación hubiera sido contestada se habría destruido esa “suspensión de juicio" que Roland Barthes considera esencial en toda obra de arte: “Acabar una obra sólo puede querer decir detenerla en el momento en que va a significar algo, en el que, de pregunta va a convertirse en respuesta; hay que construir la obra como un sistema completo de significación, y sin embargo, que esta significación quede defraudada”[20]. Todo intento de comunicación es siempre ambiguo e inconcluso y la cara de la desgracia —deliberadamente ambigua e inconclusa—, como las mejores novelas de Onetti (La vida breve. El astillero), se acerca a la condición esencial de todo hecho estético, que para Borges, debe aspirar a decir algo, sin que la inminencia de una revelación se produzca[21]. Impotente ante el absurdo de la existencia, ante la contemplación de la arbitrariedad de la muerte, ante el profundo desamparo que tuvo el eclipse de Dios, el novelista contemporáneo busca superar la realidad caótica que lo envuelve, busca fundar un mundo, un nuevo orden, a través de la palabra. Por consecuencia, si todo orden espiritual, ético o social está intrínsecamente condenado a la derrota la responsabilidad del hombre debe reafirmarse de alguna manera. En Onetti siempre se alcanza por medio de la creación de un orden artístico que se distingue por la íntima interdependencia estética de la forma narrativa con el ambiguo y complejo mensaje humano. En otras palabras, una transformación en arte de ansiedades humana». Notas: [1] Juan Carlos Onetti, La cara de la desgracia (Montevideo: Alfa, 1960), p. 21 Todas las citas corresponden a la primera edición.
[2] Un cuento poco conocido,"La larga historia”, publicado en Alfar, Año XXII, No. 84 (1944) le sirve de bosquejo a Onetti para la elaboración de La cara de la desgracia. En la cubierta de la primera edición se la llama novela, pero más recientemente fue recogida indistintamente en recopilaciones de Cuentos completos (Buenos Aires: CEDAL, 1967 y Corregidor, 1974), Novelas cortas completas (Caracas: Monte Avila, 1968) y Tres novelas (Montevideo: Alfa, 1967). En su versión definitiva La cara de la desgracia ha dejado de ser un cuento, aunque mantenga la intensidad de ese género, sin tampoco llegar a convertirse en novela porque desarrolla una acción única y no aspira a abarcar un mundo.
[3] Rubén Cotelo, "El guardián de su hermano”, El País, 12 de diciembre de 1960. Véase ahora en: Jorge Ruffinelli, comp., Onetti (Montevideo: Biblioteca de Marcha, 1973), p. 55.
[4]
[5] Umberto Eco, Obra abierta (Barcelona: Seix Barrai, 1966), p. 36.
[6] No debe confundirse actitud lírica con la llamada "prosa poética", de gran riqueza pictórica o plástica pero incapaz de captar una subjetividad pues su función es embellecer y adornar la realidad —mera palabrería.
[7] Félix Martínez Bonati, La estructura de la obra literaria Santiago: Universidad de Chile, 1960), p. 129.
[8] Véase, Hugo J. Verani, “Los comienzos: tres cuentos de Onetti anteriores a El pozo”, Hispamérica, Vol. I, No. 2 (1972), pp 27-34.
[9] María Luisa Cresta de Leguizamón, “Una novela uruguaya”, Libros selectos. No. 24, 15 de enero de 1965, p. 17.
[10] Las palabras citadas no pertenecen al narrador-protagonista, sino a un personaje no identificado (posiblemente el forense), que colabora con la policía en el interroga torio del narrador. Son representativas, no obstante, del cambio del modo narrativo en las últimas páginas del libro, en consonancia con el mensaje que se transmite.
[11] Jaime Concha, "Conciencia y subjetividad en El pozo de Juan Carlos Onetti", Estudios Filológicos de la Universidad Austral de Chile (Valdivia), No. 5 (1969), p 221.
[12] José Pedro Díaz, "De su mejor narrativa". Marcha, 14 de octubre de 1960, p.
[13] Lucien Mercier, "Juan Carlos Onetti en busca del infierno”, Marcha, 29 de noviembre de 1962, p. 31.
[14]
[15] José Emilio Pacheco, “Presentación de Juan Carlos Onetti”, folleto incluido con el disco dedicado a Onetti, Universidad Nacional Autónoma de México, 1967, p. 2.
[16] Rubén Cotelo, “El guardián de su hermano” p. 58. Cotelo estudia La cara de la desgracia desde un punto de vista exclusivamente ético, evidente ya en el título de su importante reseña. Ve la obra como una “sutil metáfora de la responsabilidad moral y del cruel silencio de Dios".
[17] Albert Camua, La chute (París: Gallimard, 1956), pp 127-128.
[18] Luis Haría opina, precisamente, lo opuesto. Para él, el protagonista “rechaza toda responsabilidad en el drama". Los nuestros (Buenos Aires: Sudamericana, 1966),
[19] Onetti, Juntacadáveres (Montevideo: Alfa, 1966), p. 136.
[20] Roland Barthes, Ensayos críticos (Barcelona: Seix Barral, 1967), p. 194.
[21] Jorge Luís Borges, “La muralla y lo» libros", Otras inquisiciones (Buenos Aires Emecé, 1960), p. 12 |
Ensayo de Hugo J. Verani
Hugo J. Verani (Uruguay) fue profesor de literatura en Mount Holyoke College (Massachussetts, Estados Unidos) y actualmente lo es en la Universidad de California en Davis. Ha publicado ensayos en diversas revistas (Anales de la Universidad de Chile, Hispamérica, Cuadernos Hispanoamericanos, etc.). Ha terminado un libro «obre la obra de Juan Carlos Onetti.
Publicado, originalmente, en: Texto Critico, enero-junio 1975, no. 1, p. 107-121
Texto Crítico fue una publicación editada por el Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias. Universidad Veracruzana
Link del texto: https://cdigital.uv.mx/handle/123456789/7220
Ver, además:
Juan Carlos Onetti en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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