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Lucía |
Anuncios
de periódicos de dudosa credibilidad, innumerables llamadas telefónicas,
minuciosos currículos enviados con algo de esperanza, muchas entrevistas:
serias, ridículas, de trámite, surrealistas. Lucía,
a sus 24 años, ha pasado por todo y está harta, decepcionada, pesimista.
Con su título, sus cursos, sus prácticas, nuevos cursos y más prácticas.
Todo con el fin de mejorar su formación. Pero parece que su perfil no es
el adecuado. ¡Ah! Inglés. ¿Pero sabe alemán? ¡Ah! Excel, hoja de cálculo,
Messenger. ¿Pero domina el Power Point y el Photoshop? ¿24 años?
Necesitamos gente más joven. ¿24 años? Buscamos a alguien mayor y con
experiencia. Realmente decepcionante. Ni el Inem, ni los anuncios, ni las
agencias, ni las personas conocidas. ¡No consigue trabajo! Una
mañana recibe una llamada salvadora;
un ex compañero de cursos le avisa que en su empresa buscan a una
persona de sus características para sustituir a una empleada que se
marcha. Entrevista, pruebas y contrato por 3 meses. ¡Casi no lo puede
creer! Hoy
es su primer día de trabajo y las emociones se suceden y se mezclan:
alegría, nerviosismo, excitación, ansiedad, satisfacción.
Mientras se arregla, su cabeza no para. Piensa que al fin no será
la única de la escalera en quedarse en casa (junto con el abuelo del
primero), ya que todos se van a trabajar, incluidos sus padres y su
hermano. Hasta el abuelo tiene sus actividades diarias porque, aunque está
un poco sordo, goza de buena salud y tiene su grupo de caminatas, de
aguagim y de partidas de cartas. Así
que ahora ya no quedará nadie en la escalera en horas de trabajo. Aunque
ella saldrá más tarde porque su horario es de 11 a 20 horas. Le gusta
porque así no tiene que madrugar. Termina de arreglarse y se inspecciona
frente al espejo. Está impecablemente vestida y peinada. No le falta
nada. El brillo de sus ojos le ilumina la cara y la excitación le colorea
las mejillas. Coge su bolso y sale de su casa con la cabeza muy erguida y
paso decidido. ¡Va a su trabajo! Es
un poco temprano aún, pero quiere llegar antes de las once. Le han
recalcado que valoran mucho la puntualidad, entre otras cosas. Aunque
vive en un quinto piso baja por la escalera porque necesita ese ejercicio.
Cuando está llegando al tercero se da cuenta de que no lleva el móvil.
Sube corriendo a buscarlo y no sabe dónde está. Revuelve su habitación,
el baño, y lo localiza, al fin, en la cocina. Sale apresurada y ahora
decide coger el ascensor porque ha perdido unos minutos. Ya un poco
nerviosa pulsa el sexto en lugar del bajo. Cuando nota que sube en lugar
de bajar, le da al stop, el ascensor se para, pulsa el bajo y comienza el
descenso, pero va lento y se para otra vez. Una vez le pasó lo mismo que
hoy. Pulsa el botón del cuarto porque está entre dos plantas. La otra
vez funcionó. Pero no se mueve. Insiste. Sigue sin moverse. Pulsa el
quinto y tampoco se mueve. Respira hondo. ¡Tranquila! Se dice. Piensa,
mirando el tablero. Intentará con el stop y luego con el cuarto. Nada.
Stop y tercero. Stop y segundo. Bajo, primero, segundo, stop, bajo… ¡NO!
Grita desesperada. ¡No puede
ser! Golpea la puerta del ascensor, la sacude, para ver si reacciona. -
¡No puede ser! ¡Noooooo! Comienza
a tocar la alarma por si el abuelo del primero estuviese en casa y la
oyera. Comienza a gritar y a tocar la alarma, de forma alternativa. -
¿Hay alguien? ¡Oiga! ¿Hay alguien? ¡Eh, eh, eh! ¿Hay alguien? Toca
la alarma, grita, golpea la puerta con la mano cerrada, con la palma, con
el pie. Pero la respuesta es el silencio. -
¡Esto no me puede pasar hoy! ¡No es posible que esté ocurriendo
esto! Prueba
varias veces más los botones del tablero. Vuelve a repetir la misma
operación. Pero no ocurre nada con el maldito ascensor. Respira
profundamente e intenta relajarse para pensar. Tiene que haber una solución.
Suelta el bolso, cierra los ojos, intenta relajar los brazos y respirar
tranquilamente. -
¡El móvil! (Grita y se ríe.) ¿Cómo no lo pensé antes? Saca
el móvil apresuradamente, se le resbala, lo coge al fin. Suspira. No sabe
a quién llamar: si a su padre o a su madre. Los descarta porque están
muy lejos y tardarán en llegar. Necesita a alguien que esté cerca y
venga pronto. De
pronto ve la pegatina con el teléfono de emergencia de la empresa de los
ascensores. ¿Cómo no lo pensó antes?, se pregunta. Respira
tranquila, pero no tanto, porque aunque vengan en seguida, llegará tarde
a su primer día de trabajo. Pero, tal vez, el técnico pueda acercarla.
Enciende el móvil e intenta marcar pero no puede. -
¡No! No puede ser que sea falta de cobertura, que no funciones
dentro del ascensor. ¡¡¡No puede ser mierda!!!
¡¡¡NO!!! Grita,
llora, golpea las paredes del ascensor, le da patadas. Lo insulta. Vuelve
a intentar varias veces, llamando a números diferentes. Llora a gritos.
Agotada, se sienta en el suelo, se coge la cabeza entre las manos y apoya
los codos en las rodillas. Así permanece mucho rato. Poco a poco se va
calmando y piensa que debe estar serena y atenta
por si oye entrar a alguien. Por suerte el portal hace mucho ruido
al cerrarse y lo oirá. Recuerda que el portero entra siempre entre las
doce y la una a repartir la correspondencia en los buzones. A veces lo ha
oído más temprano cuando viene a casa de algún vecino para abrir la
puerta al repartidor de la tienda o a un técnico. Se planifica: cada
quince minutos hará sonar la alarma o golpeará la puerta, por si acaso. -
¡Adiós trabajo! ¿Qué
pensarán de mí? No sé… No es un buen comienzo. Se
pregunta cómo les convencerá de que esto que le está pasando es verdad.
¡Y
ella que ya estaba haciendo planes! Independencia
económica que la llevaría a la otra, a la que disfrutan algunos de sus
amigos, a los que admira con cierta envidia. -
¡Tendrán que creerme, puedo justificarlo! Lucía
habla en voz alta, necesita hablar para no volverse loca. Observa esas
cuatro paredes grises del ascensor y recuerda las clases de psicología,
impartida por un psicólogo de prestigio. En las situaciones límite, decía,
es importante no inmovilizarse. Mover el cuerpo o la mente, según la
situación, o ambos. Daba como ejemplo, para mover la mente, recordar un
cuento, una novela o un momento de nuestra vida pasada que rememoremos con
alegría, y reconstruirlos con todos los detalles posibles y escribirlos.
Si esto no es posible, decirlos en
voz alta. Lucía piensa que es la ocasión de hacerlo. Hurga en su bolso y
coge el libro que siempre lleva consigo. Usará las hojas en blanco.
Cuando se enfrenta a la primera página recuerda a su querido profesor de
literatura que decía “hay que calentar la mano”, como consejo a los
que pretendían escribir algo
con valor literario. “Comenzad a escribir sin pensar y a ver qué
sale”. Su instinto de conservación es más fuerte que nada, así que se
pone a escribir. Comienza lentamente, escogiendo las palabras, pero poco a
poco la escritura es casi frenética y le salen las palabras a borbotones.
No
sabe el tiempo que ha transcurrido, absorta, ausente de ese cubil
claustrofóbico. La trae a la realidad el golpe fuerte de la puerta de
entrada. Da un salto y toca la alarma de forma insistente y golpea la
puerta con las palmas de las manos, gritando. Efectivamente,
es el portero, que sube con rapidez. Hablan a través de la pared de acero
y corre a buscar auxilio. Cuando
sale, al cabo de tres horas y media, despeinada, ojerosa, con la ropa
ajada y la mirada febril, no es la misma Lucía ilusionada que salía de
su casa esa misma mañana. La esperan, ahí afuera, con ansiedad, su madre
y su tío médico, además del portero y el experto en ascensores. La
emoción que siente al salir (¡al fin!) del encierro, y verlos allí,
expectantes, hace que rompa a
llorar, mientras la abrazan, la acarician y le dicen palabras de consuelo. De
pronto recuerda (¡¿Cómo pudo olvidarlo?!) que iba camino de su primer
empleo cuando pasó lo que pasó. -
Tengo que llamar rápidamente al trabajo para explicar lo que me ha
pasado. No sé como… -
Ya llamé yo hija -interrumpe su madre- y dicen que te lo tomes con
tranquilidad. Tantos estudios, cursos, prácticas, entrevistas, y tanta injusticia, piensa la madre. No quiere decirle, en ese momento, lo que le contestaron cuando llamó para avisarles la causa de su demora: “Que no se moleste en venir. Rescindimos el contrato; queremos personas formales”. ¡No se lo habían creído! |
Elsa Velasco Delgado
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