Malena |
Dicen que Malena cantaba bien. No sé. Cuando yo la conocí ya no cantaba. Más bien decía, con su voz ronca, las letras amargas y tristes de viejos tangos de un repertorio, que ella misma había elegido: Cruz de palo, La cieguita, Silencio. Con ellos recorría en las madrugadas los boliches del Centro. Cantaba a capela con las manos hundidas en los bolsillos de aquel tapado gris, viejo y gastado, que no alcanzó nunca a proteger su cuerpo del frío que los inclementes inviernos fueron cargando sobre su espalda. Alguien una noche la bautizó: Malena. Y le gustó el nombre. Así la conoció la grey noctámbula que, por los setenta, a duras penas sobrevivía el oscurantismo acodada en los boliches montevideanos. No fumaba. No aceptaba copas. Tal vez, sí, un café, un cortado largo, en alguna madrugada lluviosa en que venía de vuelta de sus conciertos “a voluntad”. Entonces, por filantropía, aceptaba el convite acompañando al último parroquiano- bohemio que, como ella, andaba demorado. Una noche coincidimos en The Manchester. Yo había quedado solo en el mostrador. Afuera llovía con esa lluvia monótona que no se decide a seguir o a parar. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y Ceferino a contar la plata. Entonces entró Malena. Ensopada. La vi venir por 18, protegiéndose de la lluvia bajo las marquesinas, y cruzar Convención esquivando los charcos. Sacó un pañuelo y se secó la cara y las manos. Debió haber sido una linda mujer. Tenía una edad indefinida. El cabello gris y los ojos oscuros e insondables como la vida, como la muerte. Le mandé una copa y prefirió un cortado, se lo dieron con una medialuna. No se sentó. Lo tomó, a mi lado, en el mostrador. Yo, que andaba en la mala, esa noche sentí su presencia como el cofrade de fierro que llega, antes de que amanezca, a compartir el último café. Me calentó el alma. Nunca le había dirigido la palabra. Ni ella a mí. Sin embargo esa noche, al verla allí compartiendo conmigo el silencio, le dije algo que siempre había pensado al oírla cantar. Frente a mi copa le hablé sin mirarla. Ella era como los gorriones que bajan de los árboles a picotear por las veredas entre la gente que pasa: si siguen de largo continúan en lo suyo, si se detienen a mirarlos levantan vuelo y se van. ¿Por qué cantás temas tan tristes? le dije. Ella me miró y me contestó: ¿Tristes? La miré un segundo – Tu repertorio es amargo ¿no te das cuenta? ¿Por qué no cantás tangos del cuarenta? Demoró un poco en contestarme. – No tengo voz, me dijo. Su contestación me dio entrada y seguimos conversando mirándonos a la cara. - ¡Cómo no vas a tener voz! Cantá algún tema de De Angelis, de D’Agostino, de Darienzo. – Los tangos son todos tristes, afirmó, traeme mañana la letra de un tango que no sea triste y te lo canto. Acepté. Ella sonrió apenas, dejándome entrever su conmiseración. Se fue bajo la lluvia que no aflojaba. No le importó, dijo que vivía cerca. Nunca
encontré la letra de un tango que no fuera triste. Tal vez no puse
demasiado empeño. O tal vez tenía razón. Se la quedé debiendo. Ceferino
terminó de hacer la caja. ¿Quién es esta mujer? ¿Qué historia hay
detrás de ella? le pregunté. – Una
historia común, me dijo. De todos los días. ¿Tenés
tiempo? – Todo el tiempo. Era más de media noche. Paró un
“ropero” y entraron dos soldados pidiendo documentos. Se demoraron
mirando mi foto en la Cédula. – Es amigo, les dijo Ceferino. Me la
devolvieron y se fueron. Uno de ellos volvió con un termo y pidió agua
caliente. Me miró de reojo con ganas de joderme la noche y llevarme
igual, pero se contuvo. Los mozos empezaron a lavar el piso. Yo
conozco la vida de Malena, comenzó a contar Ceferino,
porque una noche, hace un
par de años, se encontró aquí con un asturiano amigo mío que vivió en
su barrio. Se saludaron con mucho afecto y cuando ella se fue mi amigo me
dijo que habían sido vecinos y compañeros de escuela. Malena se llama
María Isabel. Su familia pertenecía a la clase media. Se
casó, a los veinte años, con un abogado, un primo segundo de
quien estuvo siempre muy enamorada. Con él tuvo un hijo. Un varón. La
vida para María Isabel transcurría
sin ningún tipo de contratiempos. Un
verano al edificio donde vivía se mudó Ariel, un muchacho joven y
soltero que había alquilado uno de los apartamentos del último
piso. El joven no trató, en ningún momento, de disimular el impacto que
la belleza de María Isabel le
había causado. Según parece el impacto fue mutuo. Comenzaron una relación
como un juego inocente y el
amor, viejo artero, surgió como el simple resultado de una ecuación. Al
poco tiempo se convirtieron en amantes y
como tales se vieron casi tres años. El muchacho,
que estaba realmente enamorado de ella, le insistía para que se
separara del esposo a fin de formalizar la relación entre los dos.
Extrañamente ella nunca llegó a plantearle a su esposo, el tema
del divorcio. Después se supo el porqué: no deseaba la separación pues
ella amaba a su marido. Sí, y también lo amaba a él, y no estaba
dispuesta a perder a ninguno de los dos. Esta postura nunca la
llegó a comprender Ariel que
sufría, sin encontrar solución, el amor compartido de la
muchacha. Un día el esposo se
enteró del doble juego. María Isabel, aunque reconoció el hecho,
le juró que a él lo seguía amando. Que amaba a los dos.
Eso dijo. El hombre creyó que estaba loca y negándose a escuchar una
explicación que entendió innecesaria, abandonó el apartamento
llevándose a su hijo. María
Isabel estuvo un tiempo viviendo con Ariel, aunque peleando siempre por
recobrar a su marido y su hijo. Nunca lo consiguió. Y un día Ariel,
harto de la insostenible peripecia en que se había convertido su vida, la
abandonó. Me
contó mi amigo, continuó diciendo Ceferino, que por esa época la dejó
de ver. Cuando se encontraron aquella noche aquí, estuvieron conversando.
Ella le contó que estaba sola. Al hijo a veces lo veía,
de su ex marido supo
que se había vuelto a casar y de
Ariel que continuó su vida solo. De todos modos, seguía convencida
que de lo ocurrido, la
culpa había sido de sus dos
hombres que se negaron rotundamente a aceptar que ella los amaba a ambos
y no quería renunciar a ninguno. Tendríamos que haber seguido
como estábamos, le dijo, yo en
mi casa con mi marido criando a mi hijo y viéndome con Ariel de vez en
cuando en su departamento. Pero no aceptaron. Ni uno ni otro.
Esa noche se despidieron y cuando Malena se fue
mi amigo, el asturiano, me
dijo convencido: Pobre muchacha,
¡está loca! Ya
te lo dije: la historia de Malena es una historia común. Más común de
lo que la gente piensa. Aunque yo no creo, como afirma mi amigo, que esté
loca. Creo, más bien, que es una mujer que está muy
sola y se rebusca cantando por los boliches. Pero loca,
loca no está. Todo esto me contó Ceferino, aquella
madrugada lluviosa
de invierno,
en The Manchester. Malena siguió
cantando mucho tiempo por los boliches. La última vez que la vi fue una madrugada,
estaba cantando en El Pobre
Marino. Yo estaba con un grupo de amigos, en un apartado que tenía el
boliche, festejando la
despedida de un compañero que se jubilaba. La saludé de lejos, no sé si
me reconoció. Cantó a pedido: Gólgota, Infamia y Secreto. No la vi
cuando se fue. Ceferino estaba equivocado. No quise discutir con él
aquella noche: Malena estaba loca. No
se puede andar por la vida desnudando los sentimientos. Ni con los más íntimos.
Podemos, alguna vez, enfrentarnos
a situaciones antagónicas que al prójimo le costaría aceptar. Además,
lo que es moneda
corriente para el hombre, se sabe, que a
la mujer le está vedado.
Hace mucho tiempo que abandoné los mostradores. Los boliches
montevideanos, de los
rezagados después de la medianoche, ya fueron para mí. A
Malena no la volví a ver. De todos modos, no me olvidé de su voz ronquita diciendo tangos. Cada tanto siento venir desde el fondo de mis recuerdos, aquella Malena que una noche de malaria me calentó el alma. Y quisiera darle el abrazo de hermano que no le di nunca. Decirle que yo conocí su historia y admiré el coraje que tuvo de jugarse por ella. Aquella Malena de los tangos tristes. Aquella, de los ojos pardos y el tapado gris, que cantaba el tango con voz de sombra y tenía penas de bandoneón. |
Ada Vega
"Malena"
Ediciones Orbe
Montevideo, noviembre 2008
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