La muerte de Mariquena Vargas
Ada Vega

Murió Mariquena Vargas. Su muerte repentina nos ha dejado atónitos.  Estupefactos. No porque no tuviese edad para morir, que sus bien cumplidos ochenta años los tenía y muy bien llevados, por cierto. Sino por un pequeño detalle que ocultó durante toda su vida y que al morir, y enterarnos, nos dolió como un cachetazo en pleno rostro. No nos merecíamos esa burla de tu parte, Mariquena. Fuiste casi cruel. Casi. Cierro los ojos y creo oír tu risa burlona desde el infierno donde estarás. ¿ O te habrá perdonado Dios...?

Mariquena era una mujer de ley. Conservó hasta el final de sus días la fortaleza y la presencia de una verdadera matrona. Que eso fue, sin lugar a dudas. Y, al decir de quienes la conocimos de cerca: una gran mujer.

 Una mujer fantástica, si las hay. Diría yo. De fantasía. 

Cuando la conocí tendría algo más de cuarenta años. No muchos más. Conservaba una belleza poco común. Su cara y su pelo renegrido me recordaban  a Soraya.  Aquella princesa casada con el Sha de Persia que fue obligada a abdicar del trono, por no lograr concebir hijos que perpetuaran la dinastía del Sha. Como verán,  salvando la distancia, Mariquena  era una mujer hermosa.

Fue también, en aquel tiempo, una modista  muy reconocida. Venían señoras de otros barrios para hacerse la ropa con ella. Vivía por Bulevar Artigas y Luis De la Torre en una de las  últimas casas que Bello y Reborati construyeron, allá por la década del treinta,  y que aún se mantiene, prodigiosamente, en pie.

Según cuentan los  viejos memoriosos del barrio, Mariquena tenía apenas  diez años cuando  vino a vivir  con su tía, doña María Emilia Cufré, hermana de su madre, casada con un italiano de apellido Righetti directivo de la compañía Transatlántica de Tranvías. Era una niña delgada y alta, de cabello negro y ojos oscuros. Introvertida y  con marcadas carencias de afecto. No recuerdo, si es que alguna vez lo supe, el motivo que la llevó a abandonar su hogar, sus padres y hermanos, para venirse del todo con doña María Emilia. Lo cierto fue que con ella vivió, en aquella hermosa casa, como si  su tía fuese su verdadera madre y la acompañó hasta el final de sus días como si fuera, ella, su propia hija.

Cuando llegó Mariquena a la casa del señor Righetti, doña María Emilia, que no tuvo hijos, recibió a su sobrina con mucho cariño y comprensión. La anotó, para   terminar primaria, en la escuela Grecia que estaba, en aquellos años, en Miranda y Bulevar, frente el Campo de Golf. Terminada la escuela la chica no se inclinó por los estudios; cumplidos los catorce años quería trabajar, de modo que la tía le consiguió empleo en los talleres de confección de la casa Aliverti, una prestigiosa casa de modas ubicada en la avenida 18 de Julio, y allí se mantuvo trabajando hasta mediados  de los ochenta cuando la firma cerró definitivamente. Entonces  se quedó en su casa y trabajó como modista durante muchos años.

Mariquena nunca se casó ni tuvo hijos. Y a pesar de que se hicieron correr, sobre su persona,  escabrosas infidencias sobre una turbulenta vida amorosa y sobre varios amores que, en su juventud, dejó por el camino, yo, personalmente, nunca le conocí novio ni hombre alguno. De modo que de las historias que de ella  se contaron, la mitad no hay que creerla y a la otra mitad ponerla en duda.

La recuerdo, sí, como una mujer de carácter fuerte que no se dejaba avasallar. Justa. Honesta. Gran discutidora. Defendía sus ideas y los temas de su interés, de igual a igual, tanto con hombres  como con mujeres. Hacía varios años que el señor Righetti había fallecido cuando murió  doña María Emilia. El matrimonio, papeles mediante, dejó la casa a Mariquena como herencia. La hermosa casa, con torrecita y mirador de tejas. Entonces apareció Teiziña en escena.

Teiziña era una morenita de motas,  de diez o doce años que, un invierno, anduvo por el barrio pidiendo comida puerta por puerta. Uno de esos días, de lluvia y mucho frío,  Mariquena la entró en su casa, la alimentó, le dio ropa seca y la niña se quedó ese día y el otro y todos los días que siguieron. La morenita contó que venía de la frontera con Brasil, donde había nacido. Su madre, sola y agobiada con la crianza de ocho hijos, la había puesto en un ferrocarril con destino a Montevideo, para que ella misma se buscara la comida, pues la pobre mujer no tenía como alimentarla. La niña, por lo tanto, desde el mismo día que llegó a la capital andaba caminando, pidiendo para comer y  durmiendo en los portales. Desde entonces, Mariquena y Teiziña,  vivieron juntas como madre e hija. Así las recuerdo yo.

Teiziña terminó de crecer y pasó largos años ocupándose de  la casa y de  Mariquena;  una obligación que se impuso a sí misma, como modo de agradecimiento, hacia quien la sacó de la calle y le dio un hogar. Tampoco se casó nunca. Tuvieron, si se quiere, un destino común: la casa de bulevar, siendo niñas,  las cobijó a las dos.

Fue ella, precisamente, quien encontró a Mariquena muerta. Dormida para siempre estaba, la doña, en su cama. En la misma posición que se durmió la encontró la muerte.

La morena llamó una ambulancia, al doctor y a la Pompa Fúnebre. En el living de su casa nos reunimos algunos vecinos, para no dejarla  sola. Y allí estábamos cuando, del dormitorio de Mariquena, salió uno de los empleados de la funeraria que se encontraba arreglando el cuerpo para las exequias y preguntó por algún  pariente cercano. Pariente no había. La morena era lo más cercano que la difunta tenía en esta vida. No obstante Teiziñia,  llorosa y muerta de miedo, se rehusaba a hacer acto de presencia en el dormitorio donde descansaban los restos mortales  de Mariquena (los muertos siempre la habían aterrado). Los empleados de la empresa decidieron que  hasta que no se presentara algún responsable del velatorio, ellos no seguirían preparando el cadáver. Ante tal premisa, una vecina, aceptando el reto, se ofreció para acompañarla. De manera que, apoyada en la buena mujer, la morena accedió y las dos entraron juntas al dormitorio.  Dos empleados de la funeraria esperaban, de pie, uno de cada lado de la cama. Nadie habló. No fue necesario. Mariquena estaba  tendida en su cama mostrando, sin ningún recato, su cuerpo desnudo de varón.

Firme aquí, le dijo el empleado a Teiziña.

Tuvo que esperar a que volviera en sí del desmayo.

La vecina solidaria, había huido espantada.

 Aún me cuesta creerlo.

Ada Vega
"
Malena"
Ediciones Orbe
Montevideo, noviembre 2008

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