Encadenada |
Eunice y Jaime crecieron juntos en Montevideo, en una calle hermosa que baja hacia el mar, entre el Cementerio del Buceo y la Plaza de los Olímpicos en Malvín. Una calle que lleva el nombre del Mariscal paraguayo que murió peleando contra Brasil, Uruguay y Argentina en 1870, en la llamada guerra de la Triple Alianza. Vivían en la misma cuadra, en un barrio por entonces mas despoblado, de casas arboladas y grandes jardines. Las familias de ambos eran numerosas y amigas y los niños acostumbraban a jugar juntos todo el día.
Jaime desde que aprendió a caminar vivió prendido a las faldas de Eunice. Y para la niña no comenzaba el día, hasta no ver a Jaime atravesar el portón de la entrada de su casa. Cuando nació Eunice cada una de las abuelas le trajo de regalo una cadena de plata con una medalla. Una de ellas, con la imagen de Jesús mostrando su Sagrado Corazón y la otra con la imagen de la Inmaculada, de pie sobre una nube, en su Asunción a los cielos, en cuerpo y alma. Nunca, mientras se amaron, las quitó Eunice de su cuello.
La infancia la pasaron juntos correteando con los perros, trepando a los árboles, bajando a la playa. Fueron juntos a la escuela y en la adolescencia, perdieron juntos la virginidad. Se amaron desde entonces bajo el sol y bajo la luna y no existió para ellos otro universo que el de sus miradas ávidas. El amor los había unido el mismo día en que nacieron. Estaban, por lo tanto, destinados el uno al otro. Así lo aceptaron siempre los amigos y las familias de los dos.
Sin embargo, un día Jaime se compró una moto, se adosó una mochila y se fue a recorrer el mundo. Y Eunice, deshecha en lágrimas, se compró una botella de un vino rojo y dulce, muy rojo y muy dulce y se emborrachó decidida a dejarse morir ese mismo día, si fuese posible.
Mientras tanto Jaime cruzaba a la Argentina, de la Argentina al Paraguay, del Paraguay a Bolivia y en Bolivia se internó en Brasil y en el Mato Groso estuvo perdido cinco años. Reapareció en Venezuela, cruzó a Colombia y de allí a Panamá y a la América Central. Le costó dejar al gran México a su espalda, pero llegando a Matamoros, sobre el Golfo de México, cruzó el Río Grande y entró en los EE.UU.. Entonces, hacía ya diez años que andaba viajando. Atravesar los EE.UU. para entrar a Canadá le llevó cinco años más. Vivió dos años en Montreal y después de visitar Toronto decidió volver al Uruguay.
Entre la ida y la venida, habían pasado algo más de veinte años del día en que aquel motoquero se fue a recorrer el mundo, cuando llegó una noche en una cuatro por cuatro a una mansión de José Ignacio, en Punta del Este, donde unos amigos brasileños, conocidos en uno de sus viajes, ofrecían una recepción.
Mientras tanto Eunice, después de emborracharse con aquel vino dulce y rojo y llorar amargamente durante días y días, decidió seguir viviendo porque entendió que la vida continúa al doblar la próxima esquina. Terminó sus estudios y un día conoció a un joven contador que vivía por la playa de los Ingleses, que se enamoró de ella y le propuso matrimonio. Para entonces hacía diez años que Jaime se había ido. Nunca escribió ni nadie supo de su vida. No tenía por qué seguir esperando. Él, tal vez, se habría casado mientras andaba de turista por esos caminos de Dios. De manera, que pese a no poder olvidar aquel amor juvenil, aceptó al contador, que resultó un hombre de fortuna, y se casó un verano dispuesta a ser feliz. Eunice conservaba en su cuello las dos cadenas con las medallas que le regalaran las abuelas el día que nació. Nunca se las quitó porque a Jaime le excitaba el roce de las medallas sobre su rostro y sobre su pecho cada vez que se amaban. Se las quitó, sin embargo, la misma noche de su boda pues a su marido, según le dijo, el roce de las medallas y su tintineo lo desconcentraban.
La noche que Jaime llegó a la fiesta de José Ignacio, se encontraba Eunice, que había concurrido con su marido, conversando con una amiga en uno de los salones. Jaime la vio en cuanto entró. Se dirigió a ella y sin preámbulo le preguntó: ¿Qué pasó con las cadenas y las medallas de plata?
Al reconocerlo, Eunice quedó pensando que aquel hombre que la interpelaba, no era el Jaime de su niñez, ni el de su amor primero, ni el que un día la abandonó. Aquel hombre era un extraño. De todos modos, sintió que su corazón se regocijaba. A mi esposo lo desconcentran, le contestó.
No tuvieron oportunidad, esa noche, de volver a hablar. Sólo supo Jaime que ella estaba casada, tenía dos hijos y era feliz. Ella supo de él que continuaba soltero y sin hijos. Cuando volvió a la casa Eunice buscó las benditas cadenas hasta que al fin dio con ellas. A la mañana siguiente su marido la encontró preparando el desayuno con las cadenas al cuello. ¿Y esas cadenas? Le preguntó. Son mías, le dijo ella. ¡Pero son viejas! Se quejó el hombre. Sí, pero volvieron a estar de moda, dijo ella y cambió de tema. Y los dos se volvieron a encontrar un medio día en una comida campestre. Jaime, como la vez del reencuentro, la vio al entrar. Eunice tenía sobre su pecho las cadenas de plata. Fue hacia ella la tomó de una mano y la llevó a un aparte. Quiero hablar contigo, le dijo. Caminaron hasta la cuatro por cuatro, subieron y desaparecieron por la ruta. En el cuarto de un hotel reiniciaron aquel amor de la niñez, la pasión de adolescentes. El amor interrumpido de los veinte años. Jaime volvió sentir sobre su cara y sobre su pecho el roce de las cadenas de plata, el tintinear de las medallas que siempre lo excitaron. Él había vuelto y ella estaba allí. Todo volvería a ser como fue desde un principio. Eunice había sido solamente suya. Ahora volvería a serlo. Siempre supieron ambos que habían nacido el uno para el otro.
Eunice vuelve feliz a la fiesta. Se ha quitado las cadenas del cuello. Ha borrado, al fin, de su mente y de su corazón el recuerdo de aquel amor primero. Este Jaime con quien estuvo no es aquel Jaime de los veinte años que un día la dejó para ir a recorrer el mundo. Lo que acaba de vivir es un mal dibujo de un pasado que ya no existe y que, equivocada, guardaba todavía en un rincón del corazón. La vida al pasar todo lo cambia. Y la memoria no es tan fiel como creemos. Es otoño y la tarde comienza a caer. Sentado a la mesa con varios amigos está su esposo y hacia allá se dirige. Arrima una silla y se sienta a su lado. El hombre le pasa un brazo por los hombros y mientras la atrae hacia él, le pregunta: ¿No tenías puestas las cadenas cuando vinimos? Sí, le contesta ella, pero me las quité... porque ya pasaron de moda. ¿Pasaron? ¿Estás segura...? insiste el hombre. ¡Muy segura! Afirma ella. |
Ada Vega
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