Había empezado a bordar el mantel a los quince años. Un mantel enorme, rectangular, con una guarda de rosas sobre el dobladillo y otra a la altura del borde de la mesa. Bellísimo. Todo en punto cruz. Ramilletes de rosas y pimpollos matizados en rojo, sobre un fondo de hojas en tres tonos de verde. Por temporadas lo abandonaba. Luego volvía a él con entusiasmo. A Cecilia le encantaba bordar y consideraba, con razón, que cuando estuviese terminado, sería una obra de arte.
Cuando conoció a Fernando pensó que dicho mantel formaría parte de su ajuar. Pero no fue así. No tuvo tiempo de terminarlo. De modo que lo guardó cuidadosamente para seguir trabajando en él después de casada.
El noviazgo de Cecilia fue muy conflictivo. Ella era una jovencita callada y muy formal, en cambio Fernando era un muchacho introvertido, lleno de complejos que no quería reconocer. Del tipo de gente que no termina de ubicarse en la vida y trata siempre de culpar a quienes lo rodean de sus propias frustraciones. De todos modos dice, los que sabe, que el amor es ciego (sordo y mudo) por lo que Cecilia no quiso nunca ver, ni oír, ni hablar de su enamorado.
Antes del matrimonio no llegaron a conocerse lo suficiente. Se pelearon mil veces y mil se reconciliaron. Ella pensó que al casarse, la convivencia y el gran amor que le tenía serían suficientes para que él cambiara de actitud y mejorara su carácter. Tampoco fue así. Al principio por cualquier motivo se enojaba y la insultaba. Después, empezó a pegarle.
Se remangaba la camisa como si fuese a pelear con un hombre. Y como a un hombre, le pegaba con el puño cerrado. Llovían los golpes sobre el cuerpo indefenso de la muchacha que sólo atinaba a cruzar los brazos protegiendo su cabeza. Al fin, cuando se cansaba, se iba dando un portazo. Regresaba a la noche o al otro día, como si nada hubiese ocurrido. Ella quedaba en el suelo, dolorida y llena de hematomas. Por varios días permanecía encerrada sin atreverse a salir a la calle. Entonces volvía al mantel en punto cruz.
En una oportunidad Fernando comentó que pensaba comprar un revólver. Algo chico, un veintidós de diez tiros. Para seguridad, dijo. Cecilia opinó que no quería armas en la casa. Se lo repitió varias veces. Le pidió por favor. Él se apareció un día con el revólver, contento como si se hubiese comprado un juguete. Ufano con la adquisición lo guardó en su mesa de luz.
-Tené cuidado porque está cargado, le dijo. – Cecilia no contestó.
Parsimoniosos fueron pasando los días, los meses, él no cambió. Se le había hecho costumbre golpear a su mujer. Ella sí cambió. Cambió el amor por rencor. Y decidió separarse, volver a su casa. El no se lo permitió. La amenazó. Pero la muchacha estaba decidida a dejarlo. Ideó mil trucos. Enfermarse, denunciarlo, prenderle fuego a la casa. Estaba segura que algo se le ocurriría. Que alguna cosa tendría que pasar para que ella pudiera volver con sus padres, y abandonar el infierno en el que estaba viviendo.
Una mañana cuando salía para el supermercado se enteró que habían matado a Lorenzo. Un muchacho del barrio, bandido, amigo de correrías de Fernando. Recordó que hacía días los veía discutir. La noche anterior, no más, Fernando al reclamarle algo le gritó que lo iba a matar. ¿Sería posible? Corrió a su casa, entró al dormitorio y abrió el cajón de la mesa de luz donde Fernando guardaba el revólver. El arma no estaba. No cabía duda, Fernando había matado a su amigo.
Todo sucedió en un momento. Aún se encontraba en el dormitorio cuando golpearon la puerta. Al abrir se encontró con un policía que preguntaba por su marido.-(Fue él, sí, él lo mató, se llevó el arma.) Cuando llegó Fernando ella casi le gritaba al policía: “¡Fue mi marido, le dijo que lo iba a matar, se llevó el arma!”. Fernando furioso la tomó de un brazo, “¿Qué estás diciendo?, el revólver está encima del armario de la cocina. ¡A Lorenzo lo mataron de una puñalada!”.
El policía miraba a uno y a otro sin entender de qué hablaban, cuando terminaron de gritarse dijo: “Yo vine a avisar que una hermana suya tuvo un accidente en la Ruta 5, y está internada en el
Maciel. Está fuera de peligro y pregunta por usted.”
Antes de irse el policía, Cecilia empezó a caminar hacia la cocina. Fernando acompañó al agente hasta la vereda. Entró puteándola y remangándose. Ella lo estaba esperando. No le tembló el pulso. La bala le entró justito, justito en la mitad de la frente. Le había repetido mil veces que no quería armas en la casa. Por favor, le había pedido. Como siempre, él no le había hecho caso.
Dejó el veintidós con nueve tiros sobre la mesa y pensó que al fin iba a poder terminar el mantel en punto cruz. Tiempo iba a tener... le dieron cinco años. Salió a los tres por buena conducta. El mantel le quedó precioso. Lo estrenó un domingo, antes de salir, en una mateada compartida. Se lo dejó a las compañeras de recuerdo.
Valió la pena...¡la pucha! |