Era enero en Punta del Diablo. Habíamos llegado esa mañana y el tiempo no acompañaba. El cielo estaba nublado y hacia el medio día un viento fresco encrespó las olas haciéndolas avanzar sobre la arena seca. De todos modos, en cuanto llegamos, salimos a caminar por la orilla de la playa, seguimos hasta más allá de las chalanas de los pescadores y subimos a las gigantescas piedras donde el océano se estrella, elevando olas a más de diez metros de altura. Los cangrejos se escabullían entre las grietas barridos por el agua. Algunos peces pequeños, arrojados allí por el oleaje, quedaban presos coleteando entre los intersticios hasta quedar exánimes o hasta que otro golpe de la marea los rescatase y los devolviera al mar. El océano comenzó a rugir, ensordecedor. Las olas, al golpear contra la pared de piedra que les hacía oposición, se deshacían en millones de gotas que caían sobre nosotros con fuerza, como una lluvia granizada de invierno. Estar allí, de pie, sobre las rocas, impresiona. Asusta. Reconoce, uno, lo pequeño que el ser humano frente a la fuerza devastadora del océano. De pronto apareció el sol, las nubes se disiparon y el viento comenzó a calmarse lentamente. Andrés dijo que era hora de almorzar, de modo que volvimos sobre nuestros pasos, pasamos junto a las barcas de los pescadores donde, algunos de ellos trabajaban con las redes, otros calafateaban o ajustaban los motores. Las barcas anaranjadas, alineadas sobre la arena, brillaban al sol recién aparecido.
A fin de llegar a un almacén donde comprábamos comida hecha, a base de pescado, claro está, teníamos que atravesar por una serie de ranchos quinchados, donde los artesanos vendían sus trabajos realizados con caracoles, huesos de tiburón o estrellas de mar. Todos los veranos yo compraba algo para mí y algo para regalar. Las compras las hacía por lo general en los últimos días antes de volver a casa.
Ese medio día pasamos por allí. Andrés se había adelantado un poco y yo me detuve a curiosear en uno de los puestos. Entre las distintas artesanías que se exhibían, me llamó la atención un collar con siete caracoles. Eran seis caracoles, nacarados, de distintas formas pero de igual tamaño unidos, cada uno, con un arito a una cadena de plata. En medio de los seis había, engarzado, un caracol negro, con reflejos iridiscentes, bellísimo. El collar me encantó. No comenté nada pero decidí volver por él después del almuerzo para estrenarlo, esa misma noche, en una cena especial que teníamos programada con Andrés.
Me fue imposible ir a buscarlo, el tiempo empeoró, refrescó mucho y a media tarde comenzó a llover. Decidí entonces ir por él al día siguiente. La tarde estaba propicia para quedarnos en la cabaña. Andrés encendió la estufa y salió a comprar unas botellas de vino, agregó también un postre de frutas, según dijo, para endulzar la medianoche. Almorzamos torta de pescado y mejillones a la provenzal. Tendimos una frazada frente a la estufa, mi marido descorchó una botella de vino y allí nos quedamos el resto de la tarde y toda la noche, borrachos de vino y de amor, festejando nuestros primeros cinco años de casados.
Andrés y yo éramos asiduos visitantes del balneario. Desde antes de casarnos veraneábamos en las playas de Punta del Diablo. Pero ese año lo recuerdo especialmente por aquel collar que me impactó, que quise y no pude estrenar aquella noche y que cuando, al día siguiente, fui por él, ya no estaba. Lo habían vendido.
Ese collar de caracoles, que deseé tanto y nunca tuve, un día decidió el destino que estuviese presente en mí, hasta el final de mis días.
La relación amorosa entre Andrés y yo comenzó cuando éramos estudiantes. Yo abandoné la carrera, él se recibió de arquitecto. Nos casamos no bien recibió el título. Nuestra relación fue siempre estable. Sin notorios altibajos. Andrés es un hombre mesurado, tranquilo. Todo lo que va a hacer lo piensa, lo medita, lo calcula, una y mil veces hasta quedar convencido. Compramos la casa cuando entendió que estábamos en condiciones de comprarla; de adquirir una deuda muy importante que pagamos en diez años. Le llevó casi un año, buscar la zona y elegir la casa que quería. Otro año reformarla. Llevábamos seis años de casados, cuando nació nuestro primer hijo. Porque yo decidí un día no esperar más. Andrés pensaba terminar de pagar la casa antes de tener los hijos. Mi marido fue siempre demasiado metódico. Demasiado puntual. Demasiado estricto. A los ocho años de casados nació el segundo varón y a los diez años nació Camila. Cuando nació la nena Andrés tenía treintaisiete años y yo treintaicinco. Habíamos formado una familia, estábamos económicamente estables. Como matrimonio éramos una pareja más, con las discusiones y problemas de todas las parejas. El amor siempre nos unió. Nuestros amigos eran amigos de muchos años, a esa altura, casi todos matrimonios. Nos reuníamos para hablar de nosotros. Comentar lo que nos pasaba. Ayudarnos si era necesario. Darnos una mano. Conocíamos la vida de cada uno de nosotros. Creo que entre las mujeres éramos más confidentes. De todos modos, no todas las cosas nos contábamos entre todas. Micaela era la esposa de un arquitecto amigo de Andrés. Teníamos la misma edad, pero ella era mucho más bonita. Fue siempre muy confidente conmigo. Tenía un amante, que me dijo se llamaba Atilio. Por años lo tuvo. Se había enamorado de verdad del hombre. Pero él era casado. Ella decía que él la amaba aunque no habló jamás de separarse de su mujer, ni tampoco de abandonarla a ella. Micaela se desahogaba conmigo, me contaba toda su historia con su amor extramatrimonial. Al principio la aconsejaba, era una relación que no le servía, le decía. Pero ella estaba enamorada y no aceptaba dejarla. Pasaron los años y para mí, Micaela y sus dos hombres pasó a ser algo normal. Cómo llevó ella la situación en su casa, no sé. No me lo imagino. De eso no hablábamos. Ni yo le pregunté, más de lo que ella me contaba. Cuando Camila iba a cumplir los quince años, me encontré con Micaela en la casa de una amiga común y aproveché para comentarle del cumpleaños y que tenía la tarjeta para enviarle. Me dijo, en un aparte, que había dejado del todo con Atilio. Que le devolvió unas cosas que tenía de él, unas tarjetas y un collar que una vez le regaló. ¿Un collar? Le dije. Sí, me contestó, un collar que me trajo hace años al volver de unas vacaciones. ¡ Me lo habrás visto! añadió. No me acordaba si me contó o si se lo vi alguna vez. Micaela tenía muchas alhajas que cambiaba constantemente. No recordaba ese collar. En fin, eso pasó; yo le dije que me alegraba de su decisión. Que había hecho bien. Que ella no tenía por qué ser la segunda de nadie. Le recordé que la esperaba a ella y a su marido para los quince de Camila.
Esos días previos a la fiesta anduve muy complicada. Con la casa revuelta. Deseando que pasara el cumpleaños de una vez para poder descansar.
El mismo día de la fiesta buscando en casa una engrapadora, entré al estudio de Andrés. Revolví los cajones del escritorio y los estantes de la biblioteca, buscándola. Sé que tiene una engrapadora. La he visto más de una vez. Abrí la puerta de un mueble donde guarda planos y proyectos y, semioculto, al fondo de un estante, encontré un estuche azul, que arriba decía: PUNTA DEL DIABLO. Nunca lo había visto. Hacía pocos días había estado ordenando los estantes y allí no estaba. Lo abrí por curiosidad. Sin siquiera imaginarme lo que podría encontrar.
Encontré un puñal que me desgarró el pecho, encontré una cruz, un salto al vacío: encontré el collar de los siete caracoles que un verano, de amor y vino, deseé tanto y nunca tuve. |