Blanquita por siempre |
Blanquita
era una morena gorda de manos chiquitas y risa contagiosa. Blanquita era
el guiso canario y el arroz con leche, el mate con tortas fritas y el
dulce de boniatos. Blanquita era el sol. La inquieta llamita que calentaba
los inviernos, cuando el viento golpeaba las ventanas de mi casa, junto a
un arroyo Miguelete todavía no contaminado y la calle Islas Canarias se
llamaba Ganaderos. Blanquita era la ternura habitando mi casa. La que nos
bañaba cantando, nos limpiaba los mocos, nos amenazaba con una alpargata
y nos contaba cuentos de negros guerreros, nos hacía merengues al horno y
buñuelos de manzana. Blanquita era nuestra infancia y nuestra
adolescencia. Nuestra compinche. Inapelable juez de nuestras disputas de
hermanos y abogado defensor a muerte de todas nuestras diabluras, cuando enfrentábamos
alguna penitencia o pérdida de postre. Blanquita con olor a canela.
Blanquita nuestra. Única. Blanquita por siempre así en la tierra como en
el cielo. Blanquita era “mamama”. Así le decía Andrés el más chico de mis hermanos. Y creo que fue ese “mamama” lo que la hizo quedarse para siempre con nosotros, ponerle una tranca a su corazón para el resto del mundo y entregarnos su amor, su tiempo y su vida. Por aquellos años vivíamos en el llamado Prado Norte, del otro lado del arroyo Miguelete, en una vieja casa con jardín enrejado al frente y un enorme fondo con frutales. En ese fondo pasó nuestra infancia. Mi padre era un médico pobre. Trabajaba en el Hospital de Niños y atendía en casa cobrando poco y nada, en un consultorio armado con sencillez en una de las piezas del frente. Había comprado esa casa con el dinero de la venta de un campito que su padre le dejara como herencia. Allí nacimos y crecimos mis hermanos y yo; en aquella vieja casa por cuyas paredes se entrelazaban las enredaderas, las santarritas y las madreselvas, envueltas en el perfume de la dama de noche, el canto de los grillos y el titilar de los bichitos de luz. Blanquita vino de Florida mandada por mis abuelos, los padres de mamá, para que le diera una mano con mi hermana Elenita recién nacida. Mamá que aún no había cumplido los dieciocho años, prácticamente le pasó el mando del hogar. Blanquita gobernaba con equidad, salvaguardando siempre el lugar de mi madre, obligándola muchas veces a ocupar su sitio de señora de la casa que ella descuidaba. Para no pagar una enfermera, mi madre había hecho un curso de enfermería en la Cruz Roja y trabajaba mucho con mi padre. Además, no le interesaban los compromisos sociales con el fin de figurar. Fue así que Blanquita nos adoptó a todos, también a mi madre. Formó parte de nuestra familia y pasando por alto que mi padre se reconociera ateo, nos enseñó a rezar, nos leía la Historia Sagrada y en su momento, opinó que deberíamos concurrir a un colegio católico. Y así fue. De modo que alrededor de los siete años fuimos cada uno tomando la Comunión. Mis hermanos con sus trajecitos azules, moña blanca en el brazo y guantes. Mis hermanas y yo, con largos y muy trabajados vestidos blancos y velos como de novias. Los preparativos eran todo un acontecimiento. Principalmente para Blanquita que acompañaba a mi madre al “London – Paris” a elegir y comprar nuestros vestidos y trajes. Pero fue cuando nació Andrés que Blanquita se hizo imprescindible. Mi madre tuvo un parto prematuro muy complicado que la hizo estar en cama casi tres meses. Por lo tanto, mi padre puso a mi hermano en los brazos de Blanquita. Brazos que se hicieron cuna y muralla, creándose entre ellos una comunicación yo diría: mágica. Sus corazones y sus mentes se fundieron. Se entendían con solo mirarse. Blanquita sabía de antemano todo lo que le iba a suceder a mi hermano. Andrés, que fue un niño muy travieso, era protegido, defendido y adorado por Blanquita, detrás de quien se escondía cuando mamá lo rezongaba por alguna de sus bandidiadas. De manera que, cuando empezó a hablar, Andrés la llamó “mamama”. Y Blanquita pasó a ser “mamama” para todos. A su vez ella, al hablar de mi hermano, decía “mi niño”. Y si mamá la miraba, al decirlo agregaba: mi niño Andrés. Todos sabíamos que Andrés era “su niño”. También lo sabía mamá, que sonreía moviendo la cabeza. Recuerdo
una tarde en que estábamos jugando en el fondo de casa. A Andrés, que se
había subido a un árbol, se le quebró la rama donde estaba “a
caballo”. Y se cayó. Un instante antes de quebrarse la rama Blanquita
salió de la cocina corriendo y gritando:
¡Andrés ! Yo era muy chica pero noté algo extraño. La oí
gritar y la miré, antes de que se quebrara la rama y mi hermano se
cayera. Andrés no se lastimó pero aprovechó la oportunidad para
mimosear, dejar que Blanquita lo llevara en brazos y lo consolara en la
cocina con algún dulce. Esas cosas, incomprensibles para nosotros,
pasaban muy seguido y naturalmente entre ellos. Un día, siendo Andrés
todavía un niño de pocos años, mientras almorzábamos reunidos en
nuestra gran mesa del comedor, Blanquita al dirigirse a mi hermano le
dijo: padre Andrés. Todos la miramos. Andrés no la oyó o no entendió y
nadie le dio importancia al hecho. Años después, cuando mi hermano casi
al finalizar sus estudios secundarios anunció su deseo de ser sacerdote,
mis padres se sorprendieron. Nosotros no entendimos mucho y Blanquita se
sonrió. Creo que supo de la vocación de mi hermano antes de que se
despertara, en él, el llamado de Cristo. Andrés
se ordenó sacerdote y estuvo dos años en Neuquén en la Argentina.
Cuando volvió nos dijo que lo habían designado para un pueblito en
Italia por unos cinco años. La tarde que vino a despedirse Blanquita le
dijo que volverían a verse antes de que ella muriera. Andrés la abrazó
y le dijo: Mamama, me voy por cinco años, no para siempre. Ella le contestó
que lo esperaría. Mi hermano no volvió a los cinco años. Hacía ocho años
que se había marchado cuando Blanquita se enfermó. Fue una enfermedad
larga y sin esperanza de cura. Todas las noches ella y mamá
rezaban el Rosario. En los últimos días mamá rezaba sola y en
voz alta, pues Blanquita ya casi no hablaba. Una noche, en medio de un Ave
María, llamaron a la puerta. Blanquita abrió los ojos y le dijo a mamá:
Andrés. Mamá fue corriendo a abrir y allí estaba él. Como
obedeciendo a un llamado, había volado desde un lejano pueblito de Italia
sólo para despedir a su “mamama”. Mi hermano entró al dormitorio de Blanquita. Se arrodilló junto a la cama, besó la cara mojada de lágrimas de la morena que guardó el último suspiro para esperarlo y, en un susurro decirle: Bendición mi niño. Mamama, mamama, le dijo mi hermano, apretando entre las suyas las manitas chiquitas de aquella negra que tantas veces lo acariciaron, aquellas manitas que lo recibieron cuando nació, las manitas que se despedían para siempre de “su niño Andrés”. Ego te absolvo de los pecados que nunca cometiste y te bendigo en el nombre del Padre, vas a conocer la gloria de Dios primero que yo, y del Hijo, espérame en el cielo mamama, y del Espíritu Santo, como me esperaste en la tierra. Amén. |
Ada
Vega
"Malena"
Ediciones Orbe
Montevideo, noviembre 2008
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