El velorio más largo del mundo

 

Su voz había sonado como la de un chico repitiendo un mensaje aprendido de memoria. La dueña se había vuelto para atenderlo mientras me entregaba la velita con forma de payaso: era la última que nos quedaba por limpiar antes de cerrar la vitrina con motivos infantiles.
-Quiero una vela enorme -había dicho- blanca y enorme, la más grande que pueda conseguir, gruesa para que pueda tenerse en pie, larga para que sea el velorio más largo del mundo.
Yo lo habla observado, demorando a propósito la franela en los volados con lunares: había observado sin que se diera cuenta, sus zapatos lustrados, la raya impecable en el pantalón, la blancura del cuello de la camisa asomando desde la gabardina, y aquella expresión desvalida de sus ojos grises.
La dueña lo había mirado con ojos intrigados y me había ordenado que lo acompañara al galpón atrás de la tienda, donde se almacenaban velas de todos los tamaños y colores: blancas, amarillas, azules como los ojos de la muerta, y rojas como el esmalte de sus uñas. Después la dueña me había ordenado que lo ayudara a cargar la gran vela hasta su casa.
Yo odiaba sus encargos que me obligaban a trabajar fuera de hora. La detestaba por tener que agradecerle el catre incómodo en el galpón de las velas y por su severidad de falsa beata. Pero ese día, aunque faltaban pocos minutos para cerrar, me había sentido feliz de tener que acompañarlo.
Caminamos las cuatro cuadras hasta su auto, bajo la lluvia persistente: él adelante, borroso bajo el paraguas negro; yo detrás, sintiendo el agua deslizarse en mi cara, en mi viejo vestido marrón y en la vela resbalosa entre mis manos.
No hablamos durante las dos horas en que condujo, dejando atrás paisajes urbanos, ni cuando recorrimos el sendero que partía en dos el largo jardín de la casa; tampoco mientras tomamos aquel primer café en el comedor de sillas laqueadas Reina Ana, oyendo caer la lluvia tras los pesados cortinados de terciopelo granate. Después lo seguí silenciosa hasta el dormitorio en la planta alta y, sin saber bien por qué, me uní a su ritual, adivinando que no volvería jamás a la tienda de las velas.
Tomó del primer cajón de la cómoda de roble, la cajita de música, la fotografía y la hoja con anotaciones escritas en doble raya; dio cuerda a la cajita de música y, mientras sonaba "Para Elisa", leyó:
-Uno: colocar del lado izquierdo de la cama, una gran vela, la más grande que pueda conseguirse, gruesa para que pueda tenerse en pie, larga para que sea el velorio más largo del mundo; dos: dar cuerda a la caja de música; tres: sacar el ajuar del tercer cajón de la cómoda; cuatro: forrar los almohadones con sus fundas blancas de encaje; cinco...
Siguiendo de manera minuciosa las instrucciones de la lista, arreglamos la habitación y la cama para que se vieran como en la fotografía; también cumplimos las indicaciones para preparar el cuerpo de la muerta.
Al correr la sábana nos deslumbró el resplandor de su piel de porcelana; pasamos aceite perfumado en todos sus pliegues y redondeces, la vestimos con un camisón de puntillas y atamos su cabello con un lazo de satén morado.
Una vez maquillada y acomodada entre los almohadones mullidos, parecía una muñeca antigua de mejillas sonrosadas.
-Treinta: revisar que no esté saltado el esmalte en cada una de las uñas de las manos; treinta y uno: cruzar las manos sobre el pecho; treinta y dos: colocar un ramo de jazmines en un vaso con agua sobre la mesa de luz, salvo que no sea verano, en cuyo caso se pondrán rosas; treinta y tres: encender la vela; treinta y cuatro: verificar que los ojos estén abiertos -leí mientras la luz de un relámpago hendía el terciopelo oscuro de los cortinados.
Después de terminar con la lista nos sentamos en el sofá frente a la cama, agotados y tomados de la mano. Así, juntos y en silencio, escrutados por los ojos helados de la muerta, permanecimos hasta que los jazmines comenzaron a marchitarse.
-Esto no le pasará a mamá; durante años se preparó para evitarlo -dijo mientras sustituía las flores marchitas, por flores frescas.
A la luz vacilante de la vela la escena se repetía igual que en la fotografía. Según pasaba el tiempo la muerta seguía tan lozana como el primer día, y él se negaba a abandonar su puesto en el sillón enfrente de la cama, bajo la gélida mirada azul.
Apenas probaba los alimentos que le preparaba. Lleno de prevenciones, rechazaba los platos, por tener, según entendía, tanta sal que afectaría su presión, o suficiente grasa para tapar sus arterias.
Era prisionero de una estrecha red formada por reglas que definían cada acto de la vida, desde el ordenamiento de las toallas por colores en los estantes, hasta la simetría que debía observar la moña de los zapatos.
En los ratos que sobraban después de cumplir con aquellos tediosos requerimientos, comencé a ensayar, en un cuaderno de doble raya que encontré en un cajón, en la cocina, la letra de la muerta. Debí esperar muchas noches antes de que me revelara el lugar en que se escondía la poción secreta de la juventud. La botellita con el líquido verde y viscoso se había guardado con cuidado, entre almohadillas con agujas y alfileres, en una caja de madera labrada que oficiaba de costurero.
-Como decía mamá, es peligroso tomar más de una gota diaria -susurró mientras su mano temblorosa levantaba el tapón gotero. Enseguida, una nube perfumada de menta fresca se esparció por la habitación.
-Creo que podríamos empezar hoy -dije tratando de disimular la ansiedad y el escalofrío que recorría mi espalda, que sabia taladrada por la mirada acusadora de la muerta.
-No tiene sentido prolongar la lozanía de lo que carece de belleza -contestó repitiendo una lección que, imaginé, había aprendido en la bruma de la infancia.
Dicho esto cerró la botellita, y con devoción volvió a acomodarla en el hueco del costurero.
Habían transcurrido más de cincuenta días del velorio más largo del mundo y la gran vela estaba a punto de terminarse, cuando preguntó:
-¿Qué haremos cuando la vela se extinga?
Fue unas semanas después, justo a tiempo para responder esta pregunta, que nuevos mensajes de mamá, prolijamente escritos en doble raya, comenzaron a aparecer por todos los rincones de la casa.
-Treinta y cinco: cuando la vela se extinga, abrir las ventanas para que entren los aromas desde el jardín; treinta y seis: sustituir con gasas livianas las cortinas de terciopelo; treinta y siete ...
Algunos de los mensajes contradecían las reglas que habían dominado desde siempre su vida: sin embargo comenzó a ejecutarlos sin resistencia, con aquella voluntad sin voluntad, largamente aprendida. No dudó siquiera cuando leyó que al empezar el otoño, debía agregar al té de la mañana dos gotas de la poción secreta.
Cuando llegaron los primeros fríos invernales y se hizo necesario volver a cerrar las ventanas, un olor fétido comenzó a enseñorearse de la casa.
Con el paso de los días resultó evidente que el olor nauseabundo provenía del piso alto y, al entrar en la habitación de la muerta, descubrimos con asco que su cuerpo terso había comenzado a corromperse. Justo a tiempo para resolver aquella emergencia, encontramos en un rellano de la escalera, el mensaje esclarecedor que nos instruía sobre cómo cargarla al fondo de la casa, cómo preparar la pira funeraria y cómo quemar sus despojos en ella.
Concluidas las exequias regresamos a la casa ahora llena de sol.

Maria Cristina Vázquez
Concurso de cuentos "Felisberto Hernández"
Universidad de la República
Serv. Central de Bienestar Universitario
Unidad de Cultura - 2003

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