Posibles diálogos sobre temas de arte por Carlos Vaz Ferreira
Carlos Vaz Ferreira, por el
escultor Eduardo Yepes. |
Les llamo "posibles” porque, para que tuvieran un valor real, sería necesario que el que los compone poseyera talento literario; alguno, por lo menos, aunque fuera lejos del grado en que lo tuvieran los grandes maestros del diálogo, desde Platón hasta Diderot. Pero, en cambio, aquellos grandes maestros del diálogo recurrían a esa forma para defender ideas propias (aunque Platón las atribuyera a Sócrates, que es, en esos diálogos, un personaje tan imaginario como los de Diderot). Quiero decir que el interlocutor no aparece allí sino como un auxiliar negativo para fortificar la convicción. Y, entonces, la falta de talento literario podría —en pobre proporción; pero, en fin, en algún grado— ser suplida por la libertad de pensamiento o de personalidad de los dos interlocutores: que ambos fueran personas. Y, entonces, por pobre, hasta por nulo que fuera, el talento literario de cualquiera que ensayara este género, se podría obtener de él algo que no está en los diálogos para convencer: polémica sobre cuestiones dudosas; sugestiones sobre ideas de que el autor no está bien seguro, pero sobre las cuales podría meditarse con algún provecho. En resumen: ahondar este género sin talento literario sería, sin duda, bastante poco favorable al autor; pero de cierta utilidad para los lectores u oyentes. Bien: cierto diálogo empezó porque un autor intentaba escribir un libro que se había de titular "Unidad de las artes”; estudio destinado, así, a mostrar todo lo que entre ellas hay de común o análogo; mientras que su interlocutor insistía más sobre las diferencias; sobre lo que hay de distinto en las condiciones de las diferentes artes. Y este último, que es "El Otro”, empezó así sus objeciones: El Otro. — Las dificultades que estás encontrando para realizar tu estudio, no me extrañan, porque las diferencias que existen entre unas y otras artes son tan grandes que casi no puede hablarse con mucho sentido del arte en general. Te pondré como primer ejemplo el caso tan distinto de la literatura y la pintura. Yo tengo en mi biblioteca las grandes obras literarias: tengo Homero, Esquilo, Sófocles, Shakespeare y todos los otros muy grandes. Y cualquiera los puede tener, y adquirir fácilmente y con poco gasto; y la Ilíada o el Prometeo que yo tengo, y que cualquiera puede tener, son la obra misma, sin que pierda nada, p. ej., porque la edición no sea jugosa. Entretanto, yo no puedo adquirir, ni ver (salvo en reproducciones que están lejos de valer los originales) las obras de Rembrandt, de Velázquez.. .). El Uno. — ¿Y qué consecuencia sacas de ahí? El Otro. — Una puede ser que, en la producción literaria, sólo es admisible lo genial, o lo que anda cerca: lo que pueda agregar algo a las obras de que todos disfrutamos. En tanto que, en pintura, será muy admisible la producción de lo no genial, pero que pueda satisfacer el gusto de los que están privados de poseer las obras geniales en sí mismas, como poseemos las obras literarias. No iré hasta la justificación de lo mediocre; pero una producción pictórica simplemente aceptable será justificable y necesaria. Todos gustarán de tener cuadros. En tanto que se escriben inútilmente demasiados libros. El Uno. — Te concedo que existe esa diferencia, y que es importante. Pero exageras la consecuencia. En primer lugar, se siguen produciendo algunas obras literarias geniales, o que, aun sin serlo, pueden agregarse dignamente al acervo. Pero, además, hay todo esto: obras literarias adaptadas al gusto de nuevas sociedades, o que hacen o harán conocer la psicología y costumbres de estas sociedades. Y aun las obras que no han de quedar como permanentes, serán alimento espiritual pasajero. Supongo que no hemos de pasar nuestra vida leyendo sólo a Homero, a Esquilo, a Sófocles, a Shakespeare. El Otro. — ¿Llegas a justificar lo mediocre? El Uno. — No tanto, precisamente. Pero, quizá, aun mismo dentro de lo que anda cerca de lo mediocre, hay, p. ej.: lo que alegra o divierte; eso hace siempre bien; y aun hay géneros, como el de las novelas o comedias más o menos rosadas, que, por su obligación de acabar bien, llevan a muchas almas ilusiones o consuelo. Sin contar con que hay hasta obras muy buenas en sí, de las de esta clase. El Otro. — No te discutiré esto, siempre que admitas, por lo menos, la diferencia (entre el caso de la literatura y la pintura) como de grado. Y, entre paréntesis, a propósito de tus obras alegres o rosadas, se me ocurre una cuestión. El Uno. — Me imagino cuál. Es ésta: ¿quién tiene derecho de entristecer? El Otro. — Sí: es ésa. Y quizá se pudiera sostener que el derecho de entristecer sólo lo tendrían los genios, o los grandes talentos; en tanto que el de alegrar o divertir lo tendría cualquiera. El de intentarlo, por lo menos. Si no se lo consigue, no se hace mayor daño. Mientras que los que, aun sin el menor talento, ejercen el tal derecho de entristecer, aun en ese caso entristecen... Pero dejemos esta cuestión incidental y un poco fútil, y, volviendo a lo que empezábamos a discutir, voy a mostrarte otro ejemplo de diferencia de condiciones entre diversas artes: sean, p. ej., la pintura y la música. Para eso voy a recordar un cuento que leí en un humorista francés, el cual lo escribió en los tiempos del rapto del cuadro de Leonardo. "Yo fui, dice él, el que robó la Gioconda. Pero, después que lo hube hecho, empezaron las perquisiciones; me atemoricé, y resolví poner el cuadro en lugar seguro. Para eso, le borré la firma; le puse Durand, y mandé el cuadro a una exposición de pinturas, con el título “Retrato de Mujer”[1] Y aquí tengo, precisamente, sigue diciendo el autor del cuento, algunas de las críticas: "Un pintor, el Sr. Durand, expone un retrato de mujer. La firma es nueva, y aun sin ese detalle se conocería fácilmente que es un artista novicio. Su colorido es muy deficiente, aunque tiene algunos aciertos en el dibujo. De todos modos, se ve que puede tener condiciones, y lo exhortamos a perseverar, etc., etc.”. Otra crítica: "Un Retrato de Mujer” de un pintor nuevo, firmado Durand, revela algunas condiciones, que, si llegaran a perfeccionarse con el estudio y el trabajo, podrían quizá llegar a darnos un buen pintor. Los defectos más marcados están en el dibujo; pero como tiene algunos buenos detalles en el colorido, creemos... etc., etc.”. El Uno. — Me interesaría saber lo que podría ocurrir si, en un concierto de un compositor novel se introdujera, como una parte, algún pasaje poco conocido de Purcell o de Hándel. Pero, de todos modos, tu ejemplo del cuadro lo único que probaría es que, en cuanto a pintura, como en cuanto a cualquiera de las otras artes, puede haber críticos incompetentes. Para probar lo cual no se necesitaba inventar ese cuento (aunque reconozco que tiene gracia), ni necesitabas traerlo a colación, pues, de lo que estamos tratando, es de las relaciones entre las diversas artes. El Otro. — Sea o no oportuno el recuerdo del cuento, algo sugiere sobre nuestra cuestión, que, en este caso, se relaciona con una diferencia entre la pintura y la música. Pero te mostraré más directamente lo que quiero decir, con un caso. Existen dos cuadros de los cuales se sabe que uno es original de un gran pintor, y que el otro es una copia: no una réplica sino una copia; pero tán bien hecha que se recurre a un peritaje para determinar cuál es el original. Los peritos raspan firmas, hacen pasar ciertos rayos, etc., y llegan a la conclusión de que el cuadro A es el original y que el cuadro B es la copia. Resultado: que el cuadro A vale cien mil dólares, y el cuadro B mil o dos mil. El Uno. — Pero en música, o en cualquiera de las artes, se plantea igualmente la cuestión de autenticidad. El Otro. — Sí, pero con un resultado muy distinto. Por ejemplo: Se atribuye a Mozart un "Adoremus te” que está escrito como el Ave Verum: cuarteto vocal, cuerdas y órgano. Esta similitud de escritura es la que ha dado la convicción de que la obra es realmente de Mozart; y también el hecho de que es bellísima: no como el Ave Verum, porque no se puede ser como el Ave Verum; pero muy bella, sin duda. Pero resulta que algunos historiadores de la música han creído encontrar motivos para creer que ese "Adoremus te” no sería realmente de Mozart. Pues bien; y éste es el hecho en que yo creo deber insistir: si se probara que esa obra no es realmente de Mozart, no por eso se despreciaría en nuestra estimación, ni en nuestro gusto; y todos los que la conocemos continuaríamos sintiéndola como bellísima, sin que la cuestión de autenticidad o atribución la depreciara en nada. Otro ejemplo, tomado entre las obras del mismo genio. Hay una célebre berceuse: "Duerme mi pequeño príncipe”, que siempre se ha llamado la berceuse de Mozart; y cuya letra hasta ha sido aplicada a él mismo. Aparecen ahora investigaciones que la atribuyen a otro compositor: creo que a Flíes. ¿Pierde algo para nosotros, esa encantadora composición, en belleza? Y sigo todavía con Mozart: Es sabido que, de su Requiem, sólo las primeras partes son enteramente escritas por él. Otras, las completó Süsmayer. Y las partes finales las escribió Süsmayer solo. Pero, como entre éstas, hay algunas realmente bellas, no se nos deprecian por eso. El Uno. — A propósito: me estás sugiriendo una digresión. Hay músicos de los cuales se reconoce lo que es de ellos (o lo que se parece a lo que es de ellos) muy fácilmente. Esto sucede con muchos, muy grandes o menos grandes. De otros, es más difícil: sus obras son más diferentes unas de otras. Lo primero ¿es superioridad o inferioridad? Entreveo argumentos para las dos tesis. El Otro. — Y buenos argumentos, unos y otros. Pero esa cuestión, que no se plantea generalmente para la música, aparece más en cuanto a la pintura, porque se relaciona con cierto hecho muy frecuente, a causa del cual los pintores son generalmente tan mortificados por críticos. Si las obras de un pintor se parecen demasiado a sí mismas, le reprocharán cierta clase de críticos que no se renueva; y, si se renueva, que no tiene personalidad. El Uno. — Lo que nos lleva a pensar cuáles deben ser las condiciones del crítico: del bueno. Por ejemplo: en cierto aspecto, tiene menos derechos que el creador. Este —es muy importante notarlo— puede ser unilateral. E incomprensivo para el arte ajeno a su temperamento o escuela. Tolstoy, que escribió novelas y cuentos geniales, no entendió muchas obras de tendencia distinta de la propia. Víctor Hugo no sintió bien a los clásicos de su idioma, etc. Todo esto lo explicó con muchos ejemplos cierto conferenciante. Pero el crítico no tiene derecho: el de no comprender lo que es distinto de su temperamento. Ni el de juzgar por géneros o escuelas, sino por valor. Y ha de guardarse de los otros defectos o deficiencias. El más horrible fue siempre el de no comprender lo nuevo: en tiempo de Bach se hizo, por un crítico, una lista de diez músicos de mérito, en la cual Bach figuraba en séptimo lugar. A propósito de Schubert se escribió que sus leaders, comparados con las composiciones de Paganini, eran "estrellas de segunda magnitud. ..”. Otro peligro para el crítico es no dominar cierta tendencia que aquel conferenciante llamó "reflejo de restricción” (por la misma psicología que hace que un cronista de football difícilmente pueda dejar de decir que el árbitro tuvo errores). Y otra tendencia que más de un crítico no domina es la de criticar no la obra del autor, sino la que el mismo crítico hubiera escrito —o cree que hubiera escrito. El Otro. — Sí: sería tema inagotable recordar las discusiones en que se critica lo que no es la obra. Recuerdo, p. ej., una sobre los argumentos del Fausto de Gounod y del Mefistófeles de Boito. El primero era criticado por incompleto; termina con el fin de Margarita. El segundo, por inconexo, lo que tenía que ser, dado que era imposible hacer entrar toda la obra de Goethe en una ópera. Pero, dejando esta digresión sobre crítica y críticos, y volviendo al que era tema nuestro: Un hecho curioso, y que establece cierta diferencia entre pintura y música, es que, en cuanto a la pintura, hay una cuestión general que sería la de determinar para qué se pinta. ¿Para reproducir; para embellecer (no diré para afear, aunque a veces parecería), para simbolizar? No diré tampoco para desconcertar... Pero vuelvo al asunto: el caso es que una pregunta parecida a ésa: ¿Para qué se pinta?, no se puede hacer en cuanto a la música. El Uno. — Sí que se puede, aunque no se nos ocurra hacerla en esa forma. También hay escuelas y teorías. Para unos la música tenía por objeto describir: algunos hicieron de ello sistema; pero no quiero nombrarlos al mismo tiempo que a aquel genio que cuando, muy excepcional y parcialmente, lo intentó, en sólo una acotación nos dio la mejor fórmula: "Más expresión de sentimiento que pintura”. Y Beethoven fue, felizmente, consecuente. Según otra teoría la música tenía por objeto servir a la palabra; pero aquí, lo feliz fue la inconsecuencia. Si sostuvieron aquello algunos teorizantes, hubo algún músico que, profesando esa teoría, fue felizmente inconsecuente con ella: las obras maestras de Gluck están llenas de música genial que no está subordinada a la palabra, aunque la acompañe tan bien. Otros fueron también inconsecuentes, como Wagner, cuyo genio dominó y rebasó sus teorías; y, también, hubo la teoría de la "música pura”, aunque se ha creído representante de ella a un compositor que, p. ej., en tantos títulos de sus obras, se dejó literatear demasiado; y que, todavía, en posesión como estaba de la más independiente teoría musical "Mais, Monsieur: quelle est votre régle? Mon piáis ir”, sin embargo cedió a la debilidad de querer expresamente ser músico de su país, y de no serlo de otro; cuando el ser músico de su país no debe ser algo deliberado, sino algo que debe salir. Con respecto (volviendo) a "música pura”, la más pura es un concierto de Mozart, índice Koechel No, tantos, sin más; la sonata 106 ó 110, de Beethoven; el largo del concierto a dos violines, o el aria de la suite en Re, de Bach. El Otro. — Y, todavía, música pura, en otro sentido, es la música religiosa: desde la polifonía de Palestrina y Victoria hasta las misas de Bach y Beethoven. Y no hablo de las teorías y escuelas técnicas, sobre tonalidades, escalas y reformas, que en otros tiempos fueron más bien creadoras y positivas (reformas de Monteverdi, de Rameau, de Bach, etc.), y que, en tiempos actuales, están tomando un aspecto, sino negativo, en todo caso más bien inhibitorio. Pero aquí hay peligro: mejor es recordar que ha sido posible que algún genio extraordinario, como Schubert, nos haya dejado lo que nos dejó sin haber inventado ni seguido ni pensado en ninguna teoría. El Uno. — Y ya que has hablado de peligro, ¿nos atreveremos a dialogar delante de público sobre cierto arte que no se nombró hasta ahora? El Otro. — Sí: hay peligro. Habría que decir que hubo una época en que el arte ése, que no nombramos, destinado por su naturaleza, medios y posibilidades, a tanto bueno, se extravió un poco. P. ej., y sin perjuicio de muchas direcciones buenas, que conservó y perfeccionó desde el principio, tomó algunas menos elogiables: algunas, de la literatura; otras, autóctonas. Por ejemplo, entre las primeras, la biografía novelada. El Uno. — Te interrumpo para hacer notar que, en cuanto a esa malsana tendencia, uno de los principales culpables, Stefan Zweig, hizo, según parece, y aunque tarde, amende honorable. Si hemos de creer las citas que hace un escritor (A. Rivera), aquel autor habría dicho que, en estas "biografías con pretensiones de novela” se incurre en "irrespetuosidad”, pues se mezcla en ellas a capricho "lo verdadero con lo inventado, lo documental con lo falsificado” y "se iluminan grandes figuras y grandes hechos desde una psicología privada, personal, y no desde la inexorable lógica de la Historia”. Seguiría el arrepentimiento al declarar preferible "la fiel representación histórica que denuncia a toda fabulación”. El Otro. — Bien: pero, aunque se haya arrepentido ese culpable, de él y de otros, autores de biografías o de obras teatrales noveladas, tomó, el arte de que es peligroso hablar, los vicios, y los exageró hasta la profanación; profanó a Beethoven poniéndoles faunos en la Sinfonía Pastoral; a Schubert, víctima preferida de ese arte, atribuyéndole tristes ridiculeces; y a otros (los músicos son las víctimas habituales). Y también exageró otra tendencia no muy loable de la literatura: la tesis. Agravó la novela policial, que ya era cosa grave (¡si Edgard Poe hubiera previsto!). Creó un medio ficticio, en que hay mujeres fatales, y un medio real, en que hay mujeres que se divorcian demasiado, o en todo caso con demasiadas repercusiones mundiales. Y hay lo llamado "suspenso”. Y ciertos males del demasiado dinero (los hay para las artes como para las personas. ..) y demasiada explotación de inverosimilitudes crueles, antinaturales o pornográficas; pero como con eso coinciden direcciones de superiorización. . . Los dos. — Esperemos... Nota: [1] En el cuento no se cambiaba la firma de Vinci. Arreglo eso, para dejarlo menos absurdo. |
Carlos Vaz Ferreira
Revista "Entregas de la Licorne" - Segunda época Año V Nº 11
Montevideo - Uruguay año 1958
Editado por el editor de Letras Uruguay
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