¡Cómo he llegado a amar esta colina
solitaria, que vela el litoral;
desde la que, se contempla, a lo lejos,
en noches transparentes,
las luces de las naves del estuario,
la capital, ardiente de farolas,
y a las veces, el ojo giratorio
del inflamado Cíclope del Cerro!
Jamás habría creído que el alma
tumultuaria, en ella encontraría,
hospitalario asilo a sus afanes,
gratos mirajes, mecedores sueños,
inspiración y paz.
Cómo he llegado a amar esta colina
donde gusto tenderme a flor de suelo,
sobre las blandas hierbas florecidas
que los grillos monótonos encantan
e iluminan fantásticos insectos;
que acarician las brisas del Atlántico
con músicas distantes, que acompaña
el clamor de las ondas ribereñas,
en la penumbra azul, clara de luna,
o al remoto brillar de las estrellas.
En este sosegado promontorio
suelo pasar las horas de la noche
contemplando, y soñando
En cosas tan remotas e inconscientes
que a menudo me admiran y transportan
si de pronto, furtivas, las sorprendo;
y harían mi memoria inmarcesible,
gloriosa, si pudiera,
-serenando la rueda del ensueño
que hacen girar sus íntimas surgentes -.
Apresar sus imágenes, sus ritmos,
sus juegos claro-obscuros de visiones,
y grabarlos, poéticos y míos,
en medallones de inmortales versos.
Y apoyo la cabeza iluminada
en tu plumón de florecidas hierbas,
tierra del litoral inspiradora,
regazo agreste de la patria nuestra.
Abarcan mis pupilas lo infinito;
divago en los fenómenos eternos
de la vida, del orbe y de los astros.
El numen de los búdicos nirvanas
baña en su miel el corazón enfermo;
una ternura primordial me expande
en suspiros, en ímpetus, en gestos;
y un himno sin palabras, sin ideas,
un himno de ansiedades inefables,
todo emoción, como apoteosis muda,
fluye de mí maravillosamente.
¡Oh, natural y religioso estado,
cómo me reconfortas y me elevas!
Lejos de las intrigas ciudadanas,
y el opio de las tristes bibliotecas!
¡Oh soledad fecunda en poesía!
¡Oh noches! ¡Oh silencios! ¡Oh belleza!
1903
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