¿Cuál
es el sentido mismo de tal acto?
¿Consiste
meramente en una recordación para ser consignada en un espacio público?
No.
¿O
acaso el recuerdo de su legado dice relación a la permanencia de su
verbo, a la vigencia de un predicar, ético, moral y profundo, digno de
ser reiterado para todos, pero especialmente para nuestros jóvenes?
Acaban
de cumplirse doscientos años del fallecimiento de Immanuel Kant, ocurrido
en su propia ciudad de Königsberg, donde nació, trabajó y nunca abandonó.
Entre sus obras se destacan la Crítica de la razón pura (1781), los
Prolegómenos a toda metafísica del futuro (1783), la Fundamentación de
la Metafísica de las Costumbres (1785), la Crítica de la razón práctica
(1788), la Crítica del juicio (1790) y La Religión dentro de los límites
de la mera razón (1793).
El
filósofo Kant fue, vale afirmar, un sujeto de la historia, digno de ser
invocado a toda hora y por qué no, también criticado su pensamiento en
donde se encuentren motivos para hacerlo, expuesto, ineludiblemente, a
otra visión, quizá, dando curso a lo que en sí misma es y propicia la
filosofía: una reflexión con consecuencia.
Este
pequeño gran hombre -de corta talla aunque su gravitación fue y es mayúscula-
ha legado a la humanidad la conceptualización misma de la dignidad del
ser humano, bien como todo un andamiaje filosófico que ha motivado y
continúa haciéndolo, a la investigación y profundización de los
conceptos filosóficos claves en el acontecer del hombre y su entorno, en
suma, la Naturaleza toda.
Recordemos,
pues, su ley fundamental de la razón pura práctica que dice que debemos
actuar de tal manera que la máxima de nuestra voluntad pueda siempre
valer en todo tiempo como principio de una legislación universal. La
moral kantiana remarca fuertemente el concepto del deber, contribuyendo así
a la mejor difusión del sentido del respeto de la persona humana, respeto
que, inicialmente en la óptica kantiana, estaba dirigido a la ley y luego
al hombre.
Se
trata, indudablemente, de la ley moral que observamos en nosotros mismos,
respeto que se entiende inseparable de la idea de obligación moral.
De
ahí que el respeto de la humanidad concreta, real, no es sino una
resultante del respeto para sí mismo, para la esencia de lo humano que
hay en el hombre singular y a partir del cual y por extensión se llega a
la humanidad toda, en la observancia de la moral kantiana.
Grandes cuestiones
Este
hombre que, en el año de 1793, formuló cuestionamientos que aun hoy
continúan mereciendo toda nuestra atención, en tanto queramos ahondar en
nosotros mismos, reiterando y haciéndonos, a la vez, estas ineludibles
preguntas:
¿Qué
puedo saber? (La Metafísica)
¿Qué
debo hacer? (La Religión)
¿Qué
puedo esperar? (La Moral)
¿Qué
es el hombre? (La Antropología)
Ciertamente
un desafío y una necesidad recordar las tres famosas interrogantes que,
según Kant, debe tratar de responder la filosofía a las que, el prusiano
solía añadir una cuarta –como reza ut supra- ¿Qué es el
hombre?, precisando que todas
juntas pueden denominarse “antropología” porque las tres
primeras cuestiones refieren a la última.
Kant,
que quede claro, no fue ni el primero ni el único en hacerse tales
cuestionamientos, pero sí fue el que con mayor rigor y hondura los
formulara, coadyuvando a una auto evaluación racional de las
potencialidades de la razón humana en el hombre, bien como de sus
limitaciones. Tales disquisiciones le llevaron a elaborar su obra Crítica
de la razón pura, que como es sabido y reiterado por la crónica,
lleva al absurdo las aparentes pruebas ideológicas y considera
inalcanzable el conocimiento científico de la cosa en sí (noumenos).
La política
Veamos,
sucintamente, lo que el hombre de Königsberg laboró sobre un tópico tan
relevante para la existencia humana, deteniéndonos en su obra La paz
perpetua, con un breve pasaje que dice así:
La
política verdadera no puede dar un paso sin haber rendido previamente
homenaje a la moral. La política en sí misma es un arte difícil; mas la
unión de la política con la moral no es un arte, pues ni bien nace entre
las dos un conflicto que no puede resolver la política, viene la moral y
salva la cuestión, cortando el nudo.
El
derecho de los hombres debe mantenerse como algo sagrado, por más
sacrificios que le cueste al poder dominante. En este punto no caben
enmiendas, no es posible inventar un término medio entre derecho y
beneficio, un derecho condicionado en la práctica. Toda la política debe
inclinarse ante el derecho, pero en cambio, puede concebir la esperanza de
que poco a poco, llegará el día en que brille con esplendor inalterable.
Convengamos
en que la actividad política está intrínsecamente asociada a la persona
humana en su relación con la cosa pública porque política es, o al
menos así lo entiendo yo, la sustanciación de nuestra responsabilidad
personal en el hacer colectivo y abierto de nuestra comunidad. Y un tal
hacer, a la vista de lo dicho por Kant, por ejemplo, es hacer
constructivo, sujeto a derecho, en el respeto irrestricto por las normas
de convivencia que una sociedad, por ejemplo la nuestra, se ha dado a sí
misma, a través de la Ley junto con el espíritu que da vida a la letra
inserta en la misma. Trascendente también, si le acompaña un sustrato ético
y moral acorde a lo mejor del espíritu, a la mayor y más amplia defensa
de la libertad, de la dignidad y de las oportunidades para que el otro,
ese otro diferente, desconocido, aunque complementario a uno, se dé
tiempo y espacio para desplegar lo mejor de sí en la salvaguardia de
nuestra responsabilidad para con él, reitero; en el compromiso asumido
por uno previo a toda reflexión y distante de cualquier cálculo
utilitarista, por cierto.
Ese
sería, creo yo, un desarrollo, una continuación de la obra kantiana,
labor que, sin ningún tipo de dudas, le cupo a memorables figuras del
pensamiento occidental contemporáneo, tales como Edmund Husserl, Karl
Jaspers, Martín Buber, Franz Rosenzweig, Hannah Arendt, Emmanuel Lévinas,
Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, entre tantos otros seres que no sólo
pensaron sino que actuaron como pensaron; he aquí la distinción entre
una cosa parlante y un ser humano dotado de una trascendencia luminosa,
merced a un sustrato ético y moral abiertos a lo mejor de lo humano.
Kant y la persona y el imperativo categórico
Apoyándonos
en el excelente trabajo del pedagogo Heinrich Kanz, vemos que en Kant el término
persona vale también para designar, en todos los niveles de la
cultura general alemana, que todo ser humano es un fin en sí mismo,
esto es, una realidad por derecho propio y con una dignidad específica,
con independencia, remarcamos, de su clase, ideología, religión, raza o
nación, y del grado de impedimentos con que se encuentre desde el
comienzo de su existencia.
Aporte
este de la mayor importancia para el establecimiento de las necesarias
consideraciones que son dables sostener, en palabra y en obra, en defensa
del otro, del excluido, de su cosificación –que en definitiva es, a no
dudarlo, la nuestra también- por imperio de ser merecedores, unos y
otros, de la categoría de accesorios, utilidades del mercado que hasta
hace poco tiempo, grandes popes del liberalismo (?), defendían a
ultranza, aunque hoy ya estén en franca retirada por la natural refracción
que la claridad de lo obvio otorga al ser pensante.
La
persona humana, entonces, debe ser tanto respetada como apoyada para el
logro en la exteriorización de sus mejores condiciones en pro de sí y de
su comunidad.
Por
tanto, el concepto de persona como así también la importancia clave de
la dignidad humana, hacen de Kant y su pensamiento, fermento de lo mejor
del espíritu en lo humano que en la praxis misma de la vida cotidiana de
todos y cada uno de los hombres, encuentra sentido y ubicación.
Así
y todo, la persona moral –esto es, no el ser humano empírico, parte del
mundo sensible, sino la humanidad en su persona, es un fin en sí
misma y no, como veremos directamente del filósofo, un medio para fines
ajenos.
Imperativo categórico
Recordemos,
pues, el primero de los cuatro imperativos que el filósofo de Königsberg
asentara, oportunamente:
Cuando
pienso un imperativo hipotético en general no sé lo que contiene hasta
que me es dada su condición, pero si pienso un imperativo categórico
enseguida sé qué contiene. En efecto, puesto que el imperativo no
contiene, aparte de la ley, más que la necesidad de la máxima de
adecuarse a esa ley, y ésta no se encuentra limitada por ninguna condición,
no queda entonces nada más que la universalidad de una ley general a la
que ha de adecuarse la máxima de la acción, y esa adecuación es lo único
que propiamente representa el imperativo como necesario.
Por
consiguiente, sólo hay un imperativo categórico, y dice así: obra sólo
según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo
tiempo, en ley universal.
Por
cierto que tenemos algo que decir respecto de lo que hoy se considera
imperativo categórico, no pudiendo dejar de nombrar al nuevo imperativo
propuesto por Theodor W. Adorno, en cuanto a Nunca más un Auschwitz
y, consecuentemente, a nuestro, a mi, total enfrentamiento con cualquier
clase de totalitarismo. Pero ello sería hoy un exceso a lo que es el
asunto que estamos tratando que, de por sí, apenas podremos iniciar o
propiciar una línea de argumentación, dentro del vasto torrente del
pensamiento kantiano, es decir, su recordación puntual.
Vale,
pues, dejar consignado el imperativo categórico, como tributo a quien
diera la voz de alerta y una línea a seguir. Tiempo habrá para volver
sobre esto y recrearlo, o al menos intentarlo, desde nuestra cosmovisión
y realidad empírica cercana a lo nuestro, a nuestra circunstancia de
vida.
¿Qué es la Ilustración?
Muchas
aristas tiene el lema que emplea Kant en su trabajo sobre el sentido de la
Ilustración pues, si bien hace relación a lo expresado por Horacio en
sus Epístolas -epígrafe de este recordatorio-, fue también, y no menos
importante, resaltado por Michel de Montaigne en su ensayo intitulado De
la educación de los hijos.
Vayamos,
pues, a la célebre introducción de Kant en torno a qué es la Ilustración,
cuya vigencia está a la par de la condición humana y de su imperfección
a ser salvada mediante el esfuerzo y arrojo de cada uno de nosotros.
Dice
Kant:
La
ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La
incapacidad
significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía del
otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta
de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de
ella sin la tutela de otro, ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte
de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración.
(...)
Mediante una revolución acaso se logre derrocar el despotismo personal y
acabar con la opresión económica o política, pero nunca se consigue la
verdadera reforma de la manera de pensar; sino que, nuevos prejuicios, en
lugar de los antiguos, servirán de rienda suelta para conducir al gran
tropel.
Para
esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la
más inocente entre todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de
hacer uso público de su razón íntegramente.
Esta
lectura que de por sí nos invita a una revisión aguda del sentido de
nuestra existencia, es también recogida, en un sentido, por el propio
Sigmund Freud al haber tomado éste, como consigna de su accionar el Sapere
aude, hoy recordado desde su lectura kantiana.
Educación, como conclusión y apertura
A
poco de culminar este recordatorio, considero modestamente que es, desde
el ámbito de la educación donde debemos partir hacia una reflexión que
advierta aquellas acciones a ser o bien tomadas o bien corregidas para el
beneficio de todos y, especialmente, de nuestra juventud. Una vez que si
toda disquisición puede tener en sí, un valor propio, más válida será
si accionada, puesta a consideración en el presente, prepara,
primordialmente, el
porvenir de los otros.
Luego,
digamos que en medio de la crisis del concepto humanístico de la educación,
la filosofía lucha, como disciplina primera, por conservar para sí
y desde el hombre, la libertad del espíritu que no obedece al dictado del
saber disciplinado, encausado –luego, no-saber-, y que tuvo en Kant como
en Hegel, una voz de alerta contra su pérdida, aun audible y cargada de
sentido.
El
recordado dictum de Kant, en cuanto a que sólo el camino crítico
permanece abierto, cobra especial significación, puesto que los filósofos,
desde los presocráticos hasta los actuales, han sido críticos.
Recordemos, por ejemplo, a Jenófanes quien quería desmitologizar las
fuerzas naturales, como el trato incisivo que Aristóteles diera a la hipóstasis
platónica y, dando un tremendo salto, observemos cómo Leibniz critica al
empirismo, en tanto Kant lo hace, a posteriori, con Hume, para luego
merecer la crítica de Hegel, y así sucesivamente.
Esta
mirada al pensamiento filosófico da razón a Kant, en cuanto al
valor de la crítica, a la vez que labor de resistencia, campeando así la
libertad por vía de la más rigurosa introspección que dé paso a una
conversación, en lo público, en donde se dé por vía del pensar, la más
amplia perspectiva a la posibilidad de cuestionar y cuestionarse, bien
como a formular planteos específicos que, apoyados en el rigor reflexivo,
sean puestos, a su vez, a la consideración libre del otro y así,
ir sumando luz a lo humano en el hombre.
El
pensamiento más vasto, aquel que no se atiene a función restrictiva
alguna, en tanto se permite un mirar todo lo hondo y abarcador posible, es
lo que hace del hombre, reitero, sea o devenga en un ser libre al
permitirse, al osar, ser el señor de sus días y de sus noches, con el único
límite –que, a la vez, es su norte- del otro que viene y que por lo
tanto desconoce pero espera. Libertad, entonces, con responsabilidad para
con el otro que resulta así en un autoconocimiento tan liberador como
redentor en potencialidades benéficas que ocultas en las capas interiores
de su ser, el hombre libre supo conquistar en base a la porfía, tan dura
como exenta de vanas ensoñaciones, extrayéndolas en la fragua de lo
cotidiano, recordando aquí la memorable cita de Nietzsche en cuanto a que
los grandes problemas de la humanidad, continúan tirados en la calle.
Nuestra tarea es, según creo entrever, atrevernos a mirar hacia el cordón
de la vereda y levantar, intentarlo, sin dar vuelta la cara, esas miserias
que tanto nos convocan como, si sabemos ver, se hallan, también en
nosotros.
Mientras
estos apuntes escribía, se aproximó a mi mesa de trabajo mi pequeño
hijo Ignacio, de ocho años, y me preguntó, apoyando su mano en mi
hombro:
-
¿Qué
escribes Pá?
-
Sobre un
hombre que vivió hace mucho tiempo.
-
¿Y qué
hacía ese señor?
-
Era un
maestro, m´hijo.
-
¡Ah, un
maestro! ...Entonces, fue importante, ¿no?
-
Sí,
Ignacio, lo fue.
Ciertamente
que lo fue. Usted y yo lo sabemos. Divulguémoslo; propiciemos, junto con
el otro, una reflexión liberadora.
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