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Como un tajo profundo, tu voz parte el silencio en dos; nace aterciopelada y agresiva a la vez; se levanta dulce y despiadada; se mete por mis poros, me conmueve y me emociona; me estruja el corazón hasta la lágrima y luego se acalla ronca y profunda, como algodón y espina, si pudiera tocarla…
Recuerdo el brillo de tu pelo rubio y ceniza bajo las luces del teatro, el color bronce claro de tu piel, el nervioso movimiento de tu pie derecho, tu tímida sonrisa y tu reverencia de escolar en fiesta de fin de curso.
Recuerdo las veces en que como hoy, me acompañaste en la melancolía; y las otras, en que estando contenta, a mi boca vinieron tus canciones.
Y te doy gracias por eso; porque te escuché y te escucho; porque te vi de cuerpo entero; porque me enorgullece que hayas nacido bajo mi mismo cielo y le hayas cantado a nuestra gente.
Me duele que te hayas ido, a pesar de que no lo hiciste del todo, ya que en este momento, mientras escribo, la música flota a mi alrededor y estás aquí…, pero me duele que te hayas ido.
Y deseo que en donde estés puedas estar cantando, alzando tu espléndida y desangrante voz, iluminando la oscuridad, si hay tinieblas, o deslumbrando la claridad, si hay luz.
Y espero volver a verte algún día, Humberto Piñeyro, y aplaudirte de nuevo desde la platea de la eternidad, maestro Zucará.
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