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Año 1970.
17 años.
La onda era el vaquero Lee con las rodillas y la cola desteñidas y el doblez por el tobillo; medias y championes blancos; camisa a a cuadritos blancos, rojos y azules; pullover azul y, eventualmente, campera.
Mi onda era esa, más el pelo semilargo atado en cola de caballo a la altura de la nuca, con un broche de cuero repujado y un palito; cero maquillaje y perfume "Flor de Manzano".
Con ese look y esa juventud y la misma taradez y mala puntería de ahora, dejé caer los libros para que me los levantaras, al mejor estilo de película de Doris Day, con tal mal cálculo que quedaron muy lejos de vos y sólo logré que giraras la cabeza y miraras vagamente.
Con mejillas arreboladas los recogí y pasé por tu lado, avergonzada, aturdida, pensando que rengueaba o que iba caminando de costado como un cangrejo.
Te había visto en la tele los domingos a las ocho y veinte de la noche, con una leve sonrisa y restregándote las manos, hablando de turf. Y te encontraba tan hermoso con tus ojos de terciopelo y tu pelo lacio, negro y brillante, que no había domingo a las ocho y veinte , estuviera donde estuviera, que no viviera mis cinco minutos mirándote, soñándote, tocando la pantalla del televisor con la yema de los dedos.
Entonces te llamé por teléfono y te dije un montón de bobadas; y así seguí llamándote por mucho tiempo; tanto tiempo, que aun no sé cómo aguantabas la perorata tonta de una chiquilina desconocida, todos los domingos a las ocho y medio pasadas. Supongo que te habías dado cuenta de que era una gurisa embobada y deslumbrada por vos, que desde del anonimato vivía una fantasía.
Entonces, una noche de domingo a las ocho y media pasadas, me apersoné en el Canal: pantalón y camisa negros, chaleco escocés blanco, negro y gris, y boina igual; y la melena con rulos del lado derecho de la cara.
Entré con paso resuelto y cabeza levantada, ojos con maquillaje y mirada de "aquí vengo yo", a presentarme.
Y quedamos frente a frente, mirándonos. Me diste un beso en la mejilla que me ardió como una quemadura; me sonreíste mostrándome tus dientes separados; me tomaste las manos; nos dijimos no sé qué cosas sin importancia y luego nos despedimos.
Ese cinco de setiembre quedó grabado en mi memoria como el primer paso audaz de mi vida; muchos pasos parecidos habría de dar en los años que siguieron y hasta ayer nomás, con idéntico resultado. Nada he aprendido.
Pero ese cinco de setiembre del setenta, la las nueve menos diez de la noche, yo era Gardel; había llegado, primero con la voz en el teléfono, y luego de cuerpo entero hasta ese ser inalcanzable, admirado, soñado, mi primer metejón de la gran siete.
Y te seguí llamando y me seguiste atendiendo siempre con la misma educación, la misma suavidad y regalándome, a veces, el cascabel de tu risa. Y yo seguí alimentando mi fantasía.
Empecé a ir al hipódromo -prismáticos colgados del cuello, de adorno, nomás- para verte, saludarte y caminar como un perrito detrás de vos, a veces escondiéndome detrás de la estatua de la Venus de Milo, para que no me vieras persiguiéndote.
Y un seis de enero regresé deshecha en llanto porque te vi con una bella mujer, rubia, flaca y demasiado alta para vos. ¿No te dabas cuenta que era demasiado alta para vos?
"Ahora agarro y te digo que te quiero, que hago lo que sea por vos, lo que me pidas. Ya vas a ver…"
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