Vacaciones de invierno

 
Dos cosas marcaban la llegada del invierno en el pueblo: el viento del sur y el candado en el portón en la casa de la holandesa. Todos los años, al empezar la época de los fríos, la holandesa limpiaba la casa, convertía los mueble en fantasmas, llenaba los roperos de naftalina y bolsitas con pimienta, vaciaba la heladera y la despensa y se marchaba. Nosotros imaginábamos los arreglos que hacía en la casa, porque nunca entramos más allá de su jardín. Suponíamos también que volvía a su país, porque ella era muy amable, siempre decía buenos días al pasar y nos alcanzaba sobras de comida para el perro, no hablaba casi nuestro idioma, apenas lo suficiente para hacer las compras y pagar las cuentas sin problemas.
Vivía con su hija, una jorobadita con el mismo aire simple que hermana a todos los idiotas. Siempre estaban las dos juntas. A veces las veíamos por la ventana de la cocina, la madre con la hija en brazos hamacándose en un sillón, o en el patio arreglando las plantas y cantando unas tonadas dulces cuyas letras no entendíamos; otras veces las veíamos cuando salían a recibir al cartero que les dejaba una carta o un paquete que ellas recogían y se alejaban riendo.
Salían muy poco; una o dos veces al mes iban al Banco y cobraban un grueso cheque que gastaban íntegro en el almacén. Compraban un enorme surtido que ellas mismas llevaban. En tanto la madre hacía las compras, la hija recorría con la mirada todo lo que había alrededor mientras un hilo de baba le humedecía la sonrisa. La madre era alta, y desgarbada se inclinaba, sacaba un pañuelo de la cartera y le limpiaba la boca, luego le tomaba la mano y se alejaban cargando el carrito con el surtido.
Aquel invierno llegó de golpe. Un día a mediados de mayo el viento del sur sopló todo el día. Por la noche el frío era tanto que los perros no ladraban. La luna estaba congelada en medio del cielo.
Al amanecer los techos y los patios blanqueaban de escarcha. Antes de llegar frente a la casa de la holandesa, ya sabíamos que el portón tenía puesto el candado, el viento hacía sonar la cadena con un sonido triste y monótono.
El invierno pasó como todos. Un día nos dimos cuenta de que no hacían falta los guantes ni las botas para ir a la escuela y al pasar miramos hacia la casa de la holandesa, pero el candado estaba en su lugar. Nos miramos con sorpresa, era la primera vez que se retrasaban.
Pasó toda la semana.
El viernes de noche nos despertó el chillido de un animal. Supusimos que el perro estaría enganchado en algún alambrado y papá se levantó con una linterna y salió al patio. Los chillidos se oyeron de nuevo, esta vez más fuertes... Papá regresó, habló con mamá en voz baja y nos dijeron que nos acostáramos, que no pasaba nada. Había sido un perro vagabundo que se cortó una pata.
Nos acostamos con la certeza de que nos habían dicho una mentira y que al otro día al ir a la escuela sabríamos la verdad.
Al recreo la hija del doctor nos contó que la holandesa y su hija jamás habían viajado a ninguna parte; al llegar el invierno la hija se dormía profundamente como si fuera un oso, y la madre que no podía soportar la soledad tomaba un medicamento que la hacía dormir junto a ella. En este último invierno el cuerpo de la holandesa no soportó más la droga y no pudo despertar al llegar la primavera.
Cuando volvíamos a casa los enfermeros ponían en la ambulancia una camilla tapada con una sábana, mientras en el portón la jorobadita chillaba como un animal herido mientras un hilo de baba que nadie limpiaba corría por su mentón.

La Gilandria
Olga Traba

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