La vieja de los gatos |
No soy una loca. Nada que ver. Nunca he tenido problemas con nadie. Pueden preguntar. Empecé a trabajar hace dos meses. Desde el principio no me gustó la casa, ni la vieja. Pero necesitaba trabajar. Las condiciones no eran malas. Pagaban bien. Por eso acepté. Además no tenía horario fijo y una vez terminada la tarea podía retirarme. La casa no me gustó, ya le dije. Era enorme, antigua, y tenía algo siniestro toda rodeada de árboles. Las hojas caídas se iban amontonando y se veía bien que hacía mucho tiempo que nadie limpiaba el jardín. Olía a húmedo, a podrido... Adentro era distinto. La mayor parte de las habitaciones estaban clausuradas y sólo debía limpiar un dormitorio con su baño, la cocina, que es justo decirlo siempre estaba impecable, como si no se usara, y un salón grande que tenía varios sillones y una sola mesa. Si hubiera sido sólo eso casi no habría lo que limpiar, pero estaban los gatos. Gatos grandes, medianos, chicos; en las repisas, sobre la mesa, en los sillones, en el suelo, en las paredes... Algunos comiendo, otros jugando, durmiendo, haciendo el amor, desperezándose. Toda clase de gatos de todos los colores. De yeso, de porcelana, de marfil, de metal, de tela de peluche, de papel, de vidrio, de madera... Y yo tenía que limpiarlos a todos. Lavarlos, lustrarlos o cepillarlos según su condición. Por suerte no había ningún gato vivo, porque si hubiera tenido que limpiar también sus inmundicias no me quedaba. La vieja tampoco me gustó, pero nunca me trató mal. Hablaba poco y con una voz finita, melosa, pero siempre estaba como espiándome. No hacía ruido al caminar y cuando me daba cuenta estaba a mis espaldas mirándome, quieta con esos ojos amarillos espantosos, extraños. Se pasaba la mayor parte del tiempo sentada. Casi siempre en el sillón que estaba frente a la ventana abierta. Lo recuerdo bien porque cuando el problema de los pájaros le dije para cerrarla y se negó. ¿Qué problema dice usted? Resulta que empezaron a aparecer plumas junto a ese sillón, incluso un día apareció un pájaro muerto. Yo le dije que cerrando la ventana se terminaba el problema, pero me dijo que limpiara, que para eso me pagaba. Usted se pregunta quién se ocupaba de la comida. Yo no. Supongo que alguien le traería una vianda y se encargaría de limpiar, o ella misma. No sé. A uno le pagan para limpiar y limpiar, no para andar averiguando qué comen los patrones. La cocina estaba siempre limpia y la heladera desenchufada. Ahora que recuerdo, había otra cosa que me molestaba y es que después que yo me iba, la vieja cambiaba todos los gatos de lugar y juraría que hasta los ensuciaba para hacerme trabajar. Ella me pagaba, así que podía hacer lo que quisiera. Pero me daba rabia y me daba un poco de miedo... como si todos aquellos gatos tuvieran vida propia. Al otro día yo sentía la mirada burlona de la vieja y me estremecía. La puerta siempre estaba cerrada con llave. Sí, claro que yo tengo mi propia llave, pero nunca la perdí. Nadie pudo entrar porque la ventana que siempre estaba abierta tiene rejas y tejido. Todas tienen. Ayer cuando llegué me extrañó no verla en el salón. Era la primera vez que sucedía. Hice bastante ruido para que se despertara, así podía arreglar el cuarto. Como no dio señales entré sin prender la luz y me fui a limpiar el baño. Era raro, nunca había dormido hasta tan tarde. Entonces volví al cuarto, encendí la luz, levanté las sábanas y un enorme gato gris se paró, desperezándose sobre un montón de plumas en medio de la cama. Lanzó un maullido y yo salí corriendo porque no pude soportar la mirada de esos ojos amarillos, espantosos, que me eran familiares. |
La Gilandria
Olga Traba
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Traba, O. |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |