Joaquín Torres García (1874-1949)

 
La ambición metafísica del gran pintor que fue Joaquín Torres García, la impetuosa avidez de Verdad -con mayúscula-, que comenta algún texto de esta selección (nº 85) se expedió, hacia los últimos años de su vida, en toda una articulada concepción del mundo, en toda una cabal filosofía que sus lecciones, su actitud, su existencia entera prestigiaron incansablemente entre nosotros desde su vuelta a Montevideo en 1934. Este mensaje ideológico, en el que lo conceptual y un claro fervor de religión naciente se aúnan con toda naturalidad, este "manifiesto", vastísimo y llevado a todos los corolarios posibles no es sólo el de uno de los nuevos, y muchos, "ismos pictóricos que han transitado por Occidente en la primera mitad del siglo. Integral, en cierto modo "totalitario", defendido por los discípulos con una agresividad auténticamente sectaria, religadora, con fieles, con excomulgados, con catecúmenos, este credo aparece originado en Torres con notas de autenticidad, de inevitabilidad, de compromiso que pocas creencias ostentan en ese grado, crecido desde la propia experiencia del creador, desde su praxis pictórica, desde su decantado, reflexivo vivir.
Fue así la suya una aspiración -en cierto modo de linaje comtiano- de alojar entre las mallas de una formulación intelectual al hombre, sus obras y el mundo entero. Torres concibe un universo orgánico, inteligible, ordenado por la Regla, medible por el Número, distribuido por la Proporción y la Estructura, regido por la Norma, movido por el Ritmo. Estas nociones son algo más en él que esquemas ideales, hipótesis de trabajo o conceptos instrumentales: responden a la naturaleza misma del Cosmos y hacen que todos -y especialmente los esenciales, Universo, Regla, Número, Estructura se identifiquen.
Pero, por poco que se cale en ella, resulta visible que esta construcción es tal vez más platónica que aristotélica; irreductiblemente idealista en la acepción ontológica, todo el pensamiento de Torres postula como fundamental "otro" orden que el de las cosas, que el de los fenómenos. También es absolutista contra toda relatividad, ideocéntrico, objetivo, espiritual, rnetafísico y místico, incluso, si se percibe el impetuoso vuelo hacia esa "regla", ese "número" que yace en el corazón de los objetos y resuelve toda multiplicidad en unidad diamantina,
Tal concepción, más que universalista, más que integral, se inclina resueltamente al monismo y cuando, como le ocurre a todo monismo, el pensamiento torresgareano se enfrentó con la realidad de lo plural, la afirmación: todo diverso: todo uno. Esta es la clave fue su respuesta. Afuera las cosas, adentro lo uno, que es todo y que es el objeto de la ciencia porque no hay saber auténtico que no sea saber de lo universal.
Platónicamente, lo uno -ideal- planea soberbiamente sobre lo intelectual, lo histórico, lo económico, lo racial, lo social. Pero las pugnas, los reclamos que nacen de estos nombres, de estas faces que la contingencia adopta no son negados por un espiritualismo desdeñoso y solipsista sino, por el contrario, aceptados y dignificados en el plano que les corresponde.
Y si, para llegar a lo Uno y la Regla hay que calar en la entraña, de lo múltiple, correlativamente la plenitud posible de una comunicación con el Universo sólo puede lograrse (más allá de lo epidérmico del verismo fotográfico, del cerebralismo, de la reducción a lo "representativo") por la captación de lo abstracto del alma que corresponde a lo uno, por la concentración que nos permita la intuición abstracta capaz de acceder a lo universal.
La doctrina torresiana es hostil a todo antropocentrismo, a toda divinización de lo humano. Detesto al hombre centro, pues en esto está todo el origen del mal, dice en uno de los textos que de él se recogen. Para este ser humano, desplazado así del centro halagador del escenario, vivir para el orden transindividual del ideal inagotable, existir para lo superior, espiritual, universal que late dentro de él, era el deber primero. Fidelidad a la Norma se hacia pues para Torres, la auténtica libertad, tanto por lo menos como para el cristiano lo es el cumplimento de una conducta que le permita alcanzar el último fin de la bienaventuranza o para el marxista el servir un movimiento histórico que humanice su vida propia en la ascensión humanizadora de la de todos. Coherentemente a esta postura, Torres García distinguía así la "individualidad" -en su sentido de etiqueta, de crecimiento horizontal, de arbitrio sin norma- y la "personalidad", con derechos a ser hondamente respetada. El distingo (aunque es obvio señalarlo) no es original de Torres y ya aparecía reiteradamente en muchos planteos de la década del treinta.
Aquel ideal inagotable imponía la brega por él, la lucha principio eterno de la existencia -tanto para Torres como para su contemporáneo Carlos Reyles- porque la erradicación del mal del mundo es imposible y el esfuerzo, por ello inacabable.
De la afirmación del hombre integral metafísico, con alma, proclamada por Torres contra las concepciones comunistas, se desprende, en cierto modo, una gnoseología y una moral. Frente a un racionalismo enteco, sostenía que el saber de lo uno es un saber que no se aprende y que se identifica con el hombre entero; la Razón sólo no basta; el alma no se confunde con ella y sólo en la unión de ambas se origina el consorcio que es de donde mana lo más grande que el hombre ha concebido.
De la identidad de lo espiritual y lo vital, ingredientes inextricables del hombre resulta para Torres que en su vida material a éste le baste acompasarse a los ritmos de la naturaleza; una ética de vivir comunitario, trabajo, austeridad fue propugnada también y -sobre todo- prestigiada con la ilustración ejemplar de su vida.
Tal es, en un esquema empobrecedor y seguramente discutible, la construcción intelectual que Torres identificó con su persona. En una labor apostólica constante -al margen de su pintar y de su generosa conversación- Torres escribió mucho. Una lista no exhaustiva de sus obras puede alinear ya: Notes sobre art (1913, en catalán), Dialogs (1917, en catalán), El descubrimiento de si mismo (1917), Guiones (1933, Madrid) y los que siguen, publicados todos en Montevideo, algunos en ediciones artesanales de emocionante simplicidad: Estructura (1935). La tradición del hombre abstracto (1938), Historia de mi vida (1939), Metafísica de la prehistoria ¡ndoamericana (1939), La ciudad sin nombre (1941), Lo aparente y lo concreto en el arte (1947), Mística de la pintura (1947). Universalismo constructivo (Buenos Aires, 1944) comprende el material de sus clases entre 1934 y 1942, La recuperación del objeto, recogida en el nº 8 (1952) de la Revista de la Facultad de Humanidades y Ciencias abarca el texto de las que dictara en 1948 y 1949.
Formado entre los tormentosos "ismos' de la pintura nor-atlántica y en sus centros: Barcelona, Paris, Nueva York más tarde, desde ellos y en la práctica pictórica y la discusión inagotable, Torres García fue madurando, como se decía, la doctrina del "universalismo constructivo'. La recalada final de tres lustros en su tierra nativa, devolvió más tarde a Torres a la conciencia de una radicación y de un deber americanos. También le puso en contacto con el arte arcaico del continente, el que alcanzaron las grandes culturas indígenas y en el que descubrió Torres esa fidelidad a la Tradición eterna de la Regla (altura, nobleza, mesura, orden) que sus lecciones iban develando en la historia del arte universal y que aproximaron -en una suerte de museo imaginario coherente, homogéneo- el neolítico, el griego arcaico, el egipcio, el románico, el neoplasticismo, la arquitectura funcional. En esa Tradición, entonces, mostró Torres la alta versión americana-universal, de la que hizo el gran venero inspirador de una creación autóctona genuina y la superación de todas las falsas antitesis (tradición versus originalidad, localismo versus universalismo) que han gravado y trabado el desarrollo de una expresión americana de gran calibre.
Este enfoque podría así mismo valer por una seña de la actitud integradora del pensamiento torresgarciano, de la propensión sincrética de una tarea intelectual que por su misma ambiciosa naturaleza tenia que alojar muchos elementos dentro de ella. Este sincretismo que es también, como tantas veces se ha observado, uno de los trazos más firmes de la inteligencia hispanoamericana, se hizo relevante en él a través de la convicción en la necesidad de imbricar en un todo las verdades parciales que su espíritu le vedaba rechazar. Porque apúntese: este extremado, este dogmático, poseía un sentido del equilibrio -arquitectónico- que le ponía en actitud de hospitalidad hacia todo lo legitimo, con tal, naturalmente que fuera en la justa medida.
Creo que, sin desmedro de su evidente originalidad, son claras en Torres algunas influencias. Tal pienso que lo son las helénicas en general y en especial las platónicas y pitagóricas, la de los teorizadores del Renacimiento de la "regla de Oro" (Luca Paccioli el principal) y sus reelaboradores modernos (Ghyka, Servien, etc.) -aunque con éstos más bien pudiera hablarse de "contactos" que de "influencias". Lo mismo considero que habría que decir de los planteos de René Guénon sobre el pensamiento oriental. En cambio, indudablemente, fue fortísima sobre él la impronta de Eugenio D'Ors, a cuyo clasicismo latino-americano, a cuya doctrina de la soberanía de la inteligencia le vemos adherido en algunas curiosas cartas dirigidas por Torres a Rodó en 1915 y 1916.
A la mención de sus antecedentes habría que agregar -en un homenaje a la simetría que a él tiene que serle especialmente debido- la de su influencia poderosa, la de su notoria descendencia espiritual. Dejando forzosamente al margen a todos los ejercitantes de la pintura que Torres y su "Taller" formaron y aún a los muchos plásticos ya maduros cuyo sello marcó imborrablemente, el pensamiento torresiano es bien visible en numerosos escritores -poetas y ensayistas sobre todo- y en varias direcciones (la valoración de la Tradición, la postulación de un pensamiento totalista y orgánico) que de alguna manera -y algunas muy vivamente- le han sobrevivido en la cultura nacional. De los autores seleccionados en esta obra me parece evidente (y así se subrayará en cada caso) el impacto de Torres sobre Esther de Cáceres, Guido Castillo, Luis H. Vignolo, aunque la lista podría ser muy ampliada y matizada.
De los textos aquí elegidos, en Arte y Comunismo no sólo se manifiesta su credo personal y social: también se transparenta en tonos de desgarrada autenticidad la pobreza ejemplar, la entrañable austeridad de su vida de artista. Las otras páginas condensan con fuerza sintética singular los principios esenciales de su doctrina estético-filosófica. La construcción es a veces coloquial y hasta penosa pero la densidad de lo dicho impone su dignidad, su importancia, a través de todas las eventuales torpezas de la verbalización.

Carlos Real de Azúa
Antología del ensayo uruguayo contemporáneo Tomo I
Publicaciones de la Universidad de la República

Gentileza de "Librería Cristina"
Material nuevo y usado 
Millán 3968 (Pegado al Inst. Anglo)

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Torres García, J.

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio