Romanza |
Se diría que iba derechito a la muerte cuando decidió aquella tarde ir a verla. Pero también podría pensarse que no quería morir ese día de noviembre donde el sol titilante como una brasa lo miraba caminar por la vereda de la Calle de los Sueños Perdidos y la sombra de los paraísos le frotaba sus zapatos mientras los viejos parroquianos del boliche al descubrir su estampa de último compadrito o de malevo imposible abandonaban las mesas con las cazuelas de mondongo y el vino tinto asomándose a la ventana para verlo pasar, para luego comentar sus lejanas hazañas de milonguero, de tahúr, de cantor frustrado por una voz alcohólica, de guapo capaz de jugarse entero por una mujer sometida a su robusta presencia de macho, mientras el marido trabajaba en la oficina. El no era un héroe. No lo había sido nunca. Y creo que jamás había pensado en serlo. Había volado siempre como un pájaro libre. Pero en la ciudad se había divulgado la noticia que se había involucrado con la resistencia en Buenos Aires, años atrás, que se había reído en la cara del mismísimo Almirante cuando trabajaba en su diario por las madrugadas e imprimía en forma tan solapada como clandestina hojas con informes sobre los crímenes de éste. Es así que sus amigos comenzaron a admirar su coraje y su destreza e irónicamente (y conspirativamente) cuando de él se referían decían El Masón. Y Marenco, orgulloso por haberlo descubierto tiempo atrás en un asado en San Isidro, murmuraba: "voy a mil a las patas de este caballo". Recuerdo que fue el mismo Marenco que, por razones de protección ante una posible e inevitable huida del país, cuando fuera detectado y perseguido, le consiguió un pasaporte falso con el nombre de Carlos Sarzábal, nacionalidad española. Así pues, nació Carlos para todos, como un ángel travieso y cínico, como un trapecista sin red que se arriesga para sentir el halago de un aplauso, como un niño tierno y solidario. Así él comenzó a viajar llevando sus informes: México, París, Madrid. Así nació Carlos para siempre o para nunca. Así nació la leyenda de este milonguero tardío, de este convocador de cosas viejas, de este compadrito desprevenido al nuevo siglo que nos acecha. Leyenda por suerte olvidada y sólo atizada por los consecuentes parroquianos de los boliches, por los artistas que lo conocieron, por las prostitutas que soñaron con él, por algunos periodistas melancólicos y borrachos y por ciertos escritores que lo usaron como fuente de inspiración para producir ficciones. Pero esa tarde se diría que él no quiso ser derrotado ya que se vistió con su mejor traje, se anudó su más luciente corbata, perfumó su pañuelo con unas gotas de Bambino Caro que había traído de Europa. Y por cábala, metió en un bolsillo una ramita de ruda y colocó en su muñeca izquierda un viejo Longines, herencia de un tío solterón. Así estuvo presente esa tarde en aquella esquina, unos minutos antes de las trece y treinta y tres, hora en que, exactamente, ella descendió del remise, hermosa, sonriente, ufana, vanidosa. Se podría decir que al verlo pensó que lo conocía desde mucho tiempo atrás, en el borroso recuerdo de los años liceales en que él corría en la pista de atletismo o tal vez de los bailes del Parque Hotel cuando tocaban los Hot Blowers o quizás de las caminatas por la orilla de la Playa Verde aunque después revisó su rostro pretendiendo ubicarlo en las clases de inglés del Anglo. O también podría pensarse que ella nunca había visto a ese hombre, que nunca se habían cruzado a la salida del Rex, ni en París, ni en la panadería de su barrio, ni en la rambla, ni en ningún teatro, ni en ninguna calle. Pero otra vez la duda. Y entonces recordó aquel cumpleaños de quince en La Liguria (¿fue en el sesenta y uno?) y volvió a creer que sí, que él era ese muchacho que la persiguió toda la noche y terminó besándole la mano ante la risa de sus amigas. Tal vez podría pensarse eso ya que ella no se sorprendió al verlo y sabía que algún día la iba a esperar allí, en esa esquina, tieso y marcial, con su mejor traje y su reluciente corbata de seda, con el pañuelo perfumado y una rosa amarilla en la mano. Sólo ellos saben lo que pasó después. Dicen que se miraron a los ojos, que se sonrieron, que él le entregó la flor con un gesto austero, fruto de su rudeza masculina. Dicen que ella, entonces, le acarició la mano. Dicen que luego se abrazaron y bailaron un vals, un dos tres, un, dos, tres. Dicen tantas cosas. Creo que lo único cierto es que allí, en esa esquina de la Calle de los Sueños Perdidos los dos encontraron tardíamente el amor y murieron un poco, como se muere cada vez que se ama verdaderamente. Se conocieron por los años sesenta. El estudiaba arquitectura junto a un hermano de ella. La tarde del primer encuentro mientras estudiaban con el hermano él quiso escuchar a ella tocando el piano. Ella tocó entonces todo su repertorio. "Para Elisa" de Beethoven, el vals "Danubio Azul" de Strauss y mientras estaba ejecutando una romanza él se le acercó por la espalda y le pasó los brazos por encima del hombro. Ella dejó automáticamente suspendida la ejecución del piano y se paró. El entonces la tomó por la cintura y la besó, la besó apasionadamente. ¡Qué importancia podía tener en ese momento la edad, él con sus dieciocho años y ella con veinte!. Toda la vida corría por ese beso y por las lenguas entrelazadas. Así nació el romance de él y de ella, de ella y de él, romance que luego se vio interrumpido porque él viajó a Cuba ya que estaba involucrado en un movimiento revolucionario y la dejó sola, sola y esperando. Cuando volvieron a encontrarse ambos eran cincuentones. Carlos (de ahora en adelante lo llamaré así)la había llamado esa mañana a la radio donde ella ejercía funciones de periodista. No reconoció la voz de éste y él tuvo que hacer esfuerzos por recordarle quien era. Pero una vez descubierto por ella un estremecimiento atroz, un temblor y unos ojos de felicidad la turbaron ante los compañeros de la radio. Cantaba despacio: "oh, mi amor, tantas veces escondido, tantas veces desconocido, estabas ahí para mí... oh, mi amor perdido...". La tarde de ese encuentro no la volveré a contar. Pero sí les quiero comunicar algo muy extraño que pasó con ellos cinco años exactamente después, en la misma fecha de dicho encuentro. Carlos y Ana murieron ese día, a la misma hora, en el mismo minuto, él en un accidente automovilístico en Buenos Aires y ella en su casa de Montevideo, rodeada de sus familiares, su esposo, sus dos hijos, su nuera y sus tres nietas. Se dice que las tres ultimas palabras que ella pronunció fueron: ¿Dónde estás ahora, Carlos, amor mío? |
Sergio
Stipanic
Final de un juego
Montevideo - Julio de 1998
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