Final de un juego |
Lo conocí en París. Recuerdo que fue durante el mayo caliente de 1968 patrocinado por unos miles de estudiantes que habían comenzado la revuelta y parecían justificar el desorden con imaginarias propuestas que atraían a los intelectuales, los oficinistas, las prostitutas y hasta a algunos obreros que se mantenían a la expectativa. Luego, ocho años después, me encontré con el en una esquina de Buenos Aires, Corrientes y Callao, a la salida del subte. Era un tipo alto, larguirucho y flaco, con una barba hirsuta y rojiza que no tenía en el encuentro anterior y que escondía apenas su cara de niñoviejo. Me trocó por una caja de Gitanes el ejemplar de Clarín que yo llevaba arrollado debajo del brazo, tratando de protegerlo de la lluvia. Así, con esa contraseña, nos reconocimos otra vez y si bien en París ya no había barricadas ni estudiantes revoltosos, en Buenos Aires pasaban muchas cosas raras. Los vientos del sur aceleraban el frío invernal de la tarde. Caminamos en dirección a la Casa Rosada hasta llegar al Ondines, café en el cual nos reuníamos habitualmente con Rita. Y mientras íbamos caminando la gente nos observaba atentamente, curioseaban dándose vuelta y pensando reconocer, equívocamente, a Cortázar junto a un diminuto admirador de sus obras literarias. Sí hubiéramos caminado por París nadie se hubiera percatado de nuestra presencia. Pero la gente en Buenos Aires se imagina muchas cosas absurdas cuando se acerca el apocalipsis o cuando se sienta largas horas frente al la pantalla del televisor. Allí estábamos ahora, sentados a una mes del Ondines, tomando café, fumando, buscando jeroglíficos detrás de los cristales de la ventana. Simplemente nos dejábamos llevar por ese inventario callejero que incluía a los Falcon corriendo dueños de la calzada con sus estridentes sirenas y sus ocupantes ostentando las Browning, por los ruidos de la loza que manipulaban los mozos del bar, por la discusión en voz queda de la joven pareja sentada en la mesa de al lado, por el paso de los transeúntes que observábamos a través de la ventana esmerilada por las gotas de lluvia que parecían lágrimas de vidrio, por esas sombras apuradas que intentaban escapar al chaparrón o simplemente simular que no iban a ningún lado. Un espectro de la ciudad encajonada por los edificios de enfrente, un complejo gris, monótono, depresivo. Y Julio quería, empecinadamente, presenciar allí un crepúsculo. Me había confesado su pasión por ellos, su hobby de fotografiarlos cada vez que se encontraba en Montevideo y se alojaba en el Columbia, donde podía ver el puerto, la bahía, la escollera, y más allá el Cerro, y abría una pequeña ventana del baño por donde solo se podía observar las vetustas construcciones de la Ciudad Vieja con sus miradores, y alguna vez, unas raras palomas posadas sobre un muro de ladrillos, antes que llegara la noche con una luna redonda, boba, inerte. Julio me citaba, además, el crepúsculo del cuadro de Daumier sobre el asalto a la Comuna de París. Decía que esos comuneros habían ido al asalto del cielo y se interrogaba: "¿Valía la pena hacerse matar?". Mientras él encendía un nuevo cigarrillo yo me contestaba en silencio la pregunta. Luego, completamente abstraído. Julio murmuraba: "Une galerie á jour pour prende le soleil". En París, esa misma tarde, seguramente se vería caer el sol detrás de la torre Eiffel. Claro que no estábamos ni en París ni en Montevideo sino en Buenos Aires donde todo se teñía de gris. Cielo, paredes, árboles, hombres, ideas. Cómo pretendía Julio, entonces, contemplar un colorido crepúsculo. Pero allí estaba, imperturbable, esperando el milagro de la redención, sentado a una mesa del café de la avenida Corrientes. Las veces siguientes que me reuní con él fueron, precisamente en París, en su apartamento de la rué de Sévres. Y fue allí que conocí a Alejandrina. Hasta entonces nunca me había hablado de ella y así es que yo ignoraba su existencia. El primer encuentro tuvo una significación muy importante para mí (por sus consecuencias futuras) y para él también (por lo que pude vislumbrar después). Alejandrina era sigilosa, de unos extraños y cautivantes ojos verdes que lo observaban todo. Pronto me di cuenta de un detalle: era muda. Con Julio jugábamos construyendo palíndromas. Recuerdo que él había creado uno, inspirándose en una rata consecuente que había aparecido ese día en el apartamento y nos acechaba quieta en un rincón de la cocina. Esperaba las migajas de pan que Julio, como si fueran municiones, le arrojaba violentamente al tiempo que reía a carcajadas. Le buscó un nombre: Satarsa. Asimismo, yo podía observar que Alejandrina detestaba al roedor, quizás por su condición femenina, y se contenía de ahuyentarlo por temor a perturbar el deleite y la jocosidad de Julio. También jugábamos construyendo diálogos de ruptura. Allí participaba Alejandrina, que era una excelente polígrafa y sabía emitir, a pesar de su mudez, valiéndose de gestos, espléndidos mensajes codificados que eran ininteligibles para otros que no fuésemos Julio y yo, me refiero especialmente a Lozano que a veces participaba de las reuniones. Alejandrina, con sus poses, era capaz de provocar diálogos de ruptura tales como: "Te quiero a ti aunque él..." o "Necesito estar ahora contigo pero siento que...". En general, se mostraba mimosa con Julio aunque, a veces, intentaba seducirme y entonces yo presentía e imaginaba el deslizamiento de cuerpo sobre mis hombros, mi pecho, mis muslos. Cuando eso ocurría se fracturaban los juegos y su Julio se encerraba en su dormitorio y tocaba la trompeta. Trompeta solitaria. Los celos lo llevaban a emitir sonidos disonantes del instrumento del cual nunca fue un eximio ejecutante. Alejandrina, entonces, penetraba sigilosamente en la pieza y se acurrucaba sobre la cama. Otras veces. Julio y yo ocultábamos los celos hablando y discutiendo sobre jazz, y así pasábamos del piano de Thelonius Monk o de Errol Gardner, al grupo de Dave Brubeck en Toma 5. a Ellington, al clarinete blanco de Benny Goodman o al saxo del Gato Barbieri. También polemizábamos sobre la última actuación teatral de Glenda Garson o sobre la última novela de Juan Goytisolo. Alejandrina, entonces, mantenía distancia echada sobre el sofá de cretona blanca, hierática, silenciosa como siempre, con su misteriosa mirada perdida tras el ventanal. Esa mañana, temprano, sonó el teléfono de mi habitación. Lozano, con voz entrecortada, me dio la noticia: "Julio murió". Lo único que atiné a balbucear fue "¿qué estás diciendo?" y colgué. La honda depresión que se había apoderado de mí permanecía mientras me encerraba en el baño, fumaba sentado en el inodoro, abría luego la ducha, me secaba y me vestía posteriormente. Al mismo tiempo, azotaban intermitentemente a mis pensamientos no sólo las imágenes vivas de m, amigo sino también las de Alejandrina. Imaginaba a esta, en esos momentos, con actitudes incomprensibles. La veía irresoluta y desconcertada. Descendí del taxi y corrí hacia la entrada del edificio. Creo que casi empujé al portero argelino que se había obstinado en barrer unas hojas secas y colillas de cigarrillos frente al ascensor. La puerta del apartamento de Julio estaba entreabierta. Lozano me esperaba dentro. Sobre la mesa ratona ubicada frente al sofá, debajo del cenicero de ónix había un papel escrito. Era el último mensaje, la última travesura el ultimo juego de mi amigo antes de partir hacia Bruselas pocos días atrás: Alejandrina yanoamanoya. Alejandrina Interrogué a Lozano sobre ella. Este se encogió de hombros y permaneció en silencio. Busqué por todas las habitaciones. Nada. Alejandrina, la blanca gata de Angora, había desaparecido. |
Sergio Stipanic
Final de un juego
Montevideo - Julio de 1998
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