Prólogo de
"La Demorona y otros cuentos" |
¿Cómo habrá hecho Milton Stelardo para escribir este volumen de cuentos? No es, desde luego, que le falte inteligencia o sensibilidad para lograr éstos o aún mejores relatos. Se trata, en efecto, de un escritor con futuro, aspecto que deseamos destacar al comienzo de este prólogo, ya que en él se dará cuenta de un pasado literario bastante exiguo. Nuestra perplejidad, viendo los ejemplares mecanografiados de
La demorona y otros cuentos, nace al considerar que Stelardo se define a sí mismo, con toda justicia, como uno de esos hombres que no pueden estarse cinco minutos sentados. Aquí sin embargo, nos decimos, hay trabajo atento y paciente; una voluntad aplicada a ordenar y corregir lo que nace de su imaginación siempre fácil. Ocurre que Stelardo, como quizás todo verdadero narrador, es al mismo tiempo un estupendo cuentista oral. Conversa sin fatiga, y así como otras personas dicen dos palabras y demuestran cabalmente ser unos charlatanes, así Stelardo, hablando hasta por los codos, no llega a serlo jamás. Oyéndolo y comprobando su amenidad sin tregua, piensa uno que podría escribir mil cuentos si se resolviese a estarse quieto frente al papel.
Pero aparte su alto puesto en la Corte Electoral y sus clases de Historia en el Liceo de Canelones, tiene este hombre otras tareas, tales como emprenderla a los hachazos con la leña para el asado -mientras conversa, naturalmente- cazar, nadar en el lago próximo a su rancho, viajar al Norte para no perder contacto con tierra que quiere y conoce bien. A tanto llega su temperamental negativa a estar sentado, que ni a caballo anda este hombre del interior. Recorre el campo a pie y cuando "baja" a la ciudad -ahora muy a menudo- también le huye a movilizaciones que lo dejan a uno inmóvil.
Todo esto, aún su afán de caminar, viene de una curiosidad invencible: virtud ésta, si bien se mira, la mayor tal vez que pueda elogiarse en un narrador. Su curiosidad alcanza a todo: a los libros, sobre los cuales tiene una rara información; a los seres, los objetos, los paisajes, los sabores del vino, las armas de fuego, los problemas políticos y -desde luego -la historia de su propio departamento. Nacido en Canelones hace cuarenta y ocho años, parece vivir allí desde la fundación de la ciudad. Sabe vida y milagros de cada personaje de su terruño y -condición de oro ésta ya se advierte por qué de todo habla con cariño y limpio de maledicencia.
Se nos permitirá, para mostrar hasta dónde Stelardo tiene los ojos bien abierto al mundo, contar una pequeña anécdota. Hace un par de años, en primavera, comíamos un asado junto a la ya mentada laguna. Y mientras buena parte de los asistentes se dedicaban a los placeres menos nobles del tinto refrescado en el pozo, Milton Stelardo se iba con otro a mirar las plantas. ¡Así: a mirar plantas! El otro era también ejemplarmente curioso por naturaleza: era el doctor Francisco Anglés y Bovet. Estuvieron horas. Y volvieron entusiasmados, felices, radiantes. Miraron las plantas con muy mayor atención que la de una buena señora escudriñando en las vidrieras. Y nosotros no sabemos si no fueron aquellas plantas quienes iniciaron, claro que sin saberlo, una amistad profunda.
Sin deducir de los textos, y dando simplemente informe de cosas confesadas por el autor, nos es fácil señalar cuáles son los dos narradores uruguayos predilectos de Stelardo: Javier de Viana entre los de años atrás; Juan José Morosoli entre los contemporáneos. Hemos hablado de admiraciones confesadas, pero más bien cabria decir proclamadas por Stelardo. Perderá su tiempo, sin embargo, quien recorra estos cuentos en busca de la huella impresa por los escritores mencionados. El campo que pintó Javier de Viana poco tiene que ver, desde luego, con lo que observa Stelardo. Y en lo tocante a Morosoli, su admirador se empeña lúcidamente en no seguirle jamás. Lo siente único -lo que vale de por si grande alabanza- y suele repetir que ha cerrado a los demás cuentistas "todos los trillos". El lector verá por si mismo si Stelardo consigue abrir alguno nuevo, aunque de amplitud menor. Y apreciará su independencia apenas se acerque a su estilo, de andar suelto y frases largas, prolijo a veces, casi nunca premioso en lo pintoresco: condiciones todas éstas que nada deben al narrador minuano.
Si se deja aparte el titulado Una ternura, el único de ambiente montevideano y el más débil del volumen, los cuentos de Stelardo pueden casi dividirse en dos grupos. El primero se constituye con una serie de relatos todavía meramente anecdóticos, donde las situaciones se abastecen por si mismas y no alcanzan a proyectar la plenitud de una vida. La anécdota, en fin, importa más que el carácter o el personaje. En una oportunidad, por lo menos, el relato se torna crónica. Esto ocurre en
La familia oriental, episodios de un reciente censo de la nación, y que muestra sabrosamente a los encuestadores entre las chacras. En otros casos
-El daño, La cura, El cinto- la anécdota es más tradicional, por así decir, en nuestra narrativa campesina; pero no por sabida se vuelve ausente de sorpresa y sugestión. El mejor relato de esta zona es, en fin,
Los 37º: cuento de temperatura -sin hacer malas bromas -e índice de una inusual capacidad inventiva. Si el lector siente demasiado morosas las primeras páginas, debe continuar confiado: el resto justifica de sobra una escena inicial tan angustiosa y obsesionante.
Los dos mejores relatos, a nuestro juicio sin discusión, son los que forman el segundo grupo.
La demorona y La iglesia de Sosaya ponen en pie hombres, almas. Y se trata de almas que, aunque casi no podrían ser sino el fruto de nuestros campos, se alzan y se imponen al fin como imágenes veraces de destinos siempre posibles. Estos cuentos alcanzan la dimensión, no ya de una anécdota, sino de una vida. Algo emparenta, si bien se lee, a las peripecias humanas allí evocadas. Los dos cuentos muestran el surco profundo de los años en un corazón. El protagonista de uno de ellos tiene "un pasado chato y parejo, escurrido sin pausa y sin porrazos, entre las mismas bestias, los mismos hombres, las mismas cosas, a lo largo de tantos días iguales". Vale la pena observar si puede o no el narrador descubrir los brillos en esta opacidad aparente.
La demorona y La iglesia de Sosaya son, dicho en pocas palabras, las empresas de mayor volumen en todo el libro. El último relato ofrece, por si escaso fuese el interés de su historia, la navegación del Santa Lucía, con sus aguas y costa lujosamente descritas. Hay asimismo allí escenas de una primitiva, casi bíblica religiosidad, como también derroche de un casi homérico coraje. Pero no se crea que sólo
La iglesia de Sosaya ofrece tales destellos. En otro relato se oyen los innumerables ruidos de una noche de invierno, bajo el techo helado de un inhóspito galpón. Y
El cinto, cuyo verdadero protagonista es un perro, nos cuenta qué ocurría al caer don Braulio en el "pantano espeso de sus borracheras": "Entonces, por el alcohol, el hombre bajaba a la bestia a la vez que el perro, aguzando el celo subía hasta él; y ambos se sobreentendían mudos en el umbral oscuro del instinto". Con éstas y otras virtudes, Milton Stelardo ha obtenido tres distinciones importantes. Su relato El daño logró el premio Victoriano Montes, en el año 1962. La demorona mereció una mención en el concurso organizado por la página Arte y Cultura del diario El País, también en 1962. El volumen que prologamos, en su conjunto, fue igualmente mencionado en el reciente concurso Ciudad de Tacuarembó. Pero la carrera de Stelardo como narrador está en los comienzos. Mucha parte le cabe a él mismo, sin duda en el futuro que hoy se abre. Algo le toca también al público, pues él habrá de decidir -al cabo- la suerte de La demorona y otros cuentos.
Cualquiera sea su juicio, habrá de formularse sin olvidar las siguientes circunstancias: en este libro escrito en el Uruguay de hoy -tan abundante en narradores ávidos de pronta nombradía- no hay una sola línea trazada por el mero afán de publicación; no hay tampoco línea que no refleje una vida verdadera -jamás falseada- y vista con la más honda mirada cordial. En estos tiempos que corren, cuando el Uruguay se busca a si mismo en su literatura, el libro de Stelardo es un testimonio honesto y valioso. Es también el libro de un artista: de alguien que sabe narrar y para quien la mejor manera de armar un cuento es asunto dominado; de alguien que ni siquiera se conforma con el trabajo cauteloso de una estructura narrativa y busca hacer presente, con general eficacia, su propia y fruitiva emoción ante el mundo. Junto a Julio O. da Rosa, José Monegal, Elbio Pérez Tellechea, Juan Capagorry, Celestino Fernández, Milton Stelardo tiene un bien ganado lugar en la nueva corriente -que ya asoma nítida- de narrativa campesina. Aunque menos promocionada que la de temas ciudadanos, esta corriente es también pródiga y dueña de un porvenir cierto. |
Jorge Albistur
La Demorona y otros cuentos
Milton Stelardo
Ediciones de la Banda Oriental - Colección Reconquista
Montevideo - 1968
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