-¡Ay vienen!
¡Ay vienen!
Las dos hijas de Don Celestino Cabrera, endomingadas, desde la cuchilla donde se agachaba el rancho, dieron a gritos nerviosos la noticia.
Enseguida apareció el viejo entre la defensa de los transparentes, chancleteando mientras se anudaba la golilla de luto: camisa recién planchada de mezcliya oscura y pantalones ordinarios de brin a rayas, con los bajos metidos dentro de las medias negras de lana gruesa.
Venía sofrenando a duras penas el trote rengo y estevado porque quería aparentar sosiego.
Hizo visera con la zurda huesuda y achicó loa ojos para enfocar el camino que trepaba, mientras encogiendo cada pierna, trataba de calzarse con el índice nudoso, el talón de las flamantes alpargatas azules.
-Era hora, canejo. ¡Ya son las ocho! ¡Y dende antes de las siete que los espero!
Llegaron los empadronadores.
Eran dos; uno, casi niño, estudiante de segundo año de Liceo, pelo de mangangá, pecoso y con dientes separados y salientes, sudando de nervios, miraba a los campesinos con risueña timidez. El otro, funcionario municipal, de unos veinticinco años, morocho, de buen aspecto y ademanes aplomados, inició los saludos.
-¡Buenos! ¡Buenos días! ¿Aquí vive Don Celestino Cabrera?
El viejo se enderezó contrariando al reumatismo y quitándose el chambergo que verdeaba de años y de sotales, contestó con voz tan gruesa que parecía ajena a su flacura.
-Un servidor! ¡Pasen! ¡Pasen, no más! Estas son las hijas.
De comedido, dejaba ir adelante a los muchachos que rumbearon hacia la cocina abierta.
Allí, sobre el piso rajado, la panza negra de la olla tropera, por su bocaza borbotante, sahumaba lerdo hacia el sol de la mañana, un vaho religioso, y, echado al pie, haciendo guardia, cabeceaba el perro canoso y cegatón.
Pero el viejo ordenó con voz de comandante antiguo.
-¡No! ¡Por aquí! ¡A las piezas!
En ellas era todo modesta pulcritud: techo de quincha con varejones de álamo y paredes de barro recién encaladas que hacían reverberar la luz del sol colada por la puerta.
El piso de tierra, a fuerza de barridos había dejado muy alto el umbral de quebracho rojo, redondeado por los trajines, y las pobres sillas de mimbre brillaban, lustradas por el roce de las ropas.
Cubría la mesa larga y petiza, una carpeta de cretona punzó con lunares celestes y en medio, desbordaba un ramo de coronas de novia y de verbenas brillantes de rocío.
Empezó la encuesta.
El viejo, de pie, se cuadraba para dar las respuestas; pero durante los intervalos no tenía más remedio que aflojar la pose.
-¡Una bendición el reuma! Con lo seco que estoy, no sé ande me cabe.
El estudiante no aguantó la risa y las mozas lo siguieron.
-¡Güeno! ¡Güeno, muchachos! ¡Qu'esto es serio y no pa chacota!
Pero él también reía.
-¡Sí! Ochenta y dos años cumplidos; porque soy del 81.
Y poniéndose más tieso añadió.
-¡Teniente de los Guardias Nacionales!
Y después, extrañado.
-Pero... y este rancho... ¿los dan como güeno... ?
-Sí, señor. El techo está bien, el piso es firme, no se ven humedades.
Como absorto, se tiraba el labio inferior.
-Pero mire... mire el rancho viejo..
-Es mejor que muchas casas del pueblo.
-Si usted dice... Pero váyanse sirviendo, muchachos. ¿No gustan del salchichón casero?
-¡Oh! ¡No se moleste! ¡Ya nos vamos!
-¡Faltaba más! No me desairen. ¡A ver, Eduviges; tray la rosca y el vino!
La aludida irrumpió como si hubiese esperado la orden escondida tras el rancho.
Unos cortes firmes y parejos de facón, pronto llenaron la tabla de picar de grandes hostias fragantes y de óvalos rojos salpicados de tocino lagrimeante.
Y a poco, aquellas rústicas delicias engolosinaron a los mozos que anotaban con la diestra y se hartaban con la zurda.
-Bueno, señor, nos vamos, y muchas gracias por todo esto, que es riquísimo.
-¿Ya se retiran? Pero a medio día golverán. Las muchachas ya cortaron los tallarines; y está marchando el estofao de capón.
-No podemos. Nos toca visitar dieciséis casas, en esta zona.
Las mozas eran las más apenadas.
-Ahora buscamos a la viuda de Boida.
-¡Ah! ¡Sí! ¡Doña Romualda!
Los acompañaron hasta allí.
La anciana salió a la puerta para recibirlos y con la mano tembleque, se prendió del marco.
Era una pasita sonriente, perdida en los pliegues de un gran rebozo de franela a cuadriles blancos y negros, que saludaba con voz de flauta pifiada por los portillos de la dentadura floja.
Vivía con una nieta, y una semana atrás, sabiendo lo del censo, se había empeñado en asear y arreglar el rancho que jamás conoció ni suciedad ni desorden.
-¡Dentren! ¡Dentren! A ver, Rita; arrima las sillas.
Vino la muchacha, rosada y fresca como la mañana.
Saludó bajando los párpados, con un "como está" cortito y alcanzando apenas la punta de los dedos que retiraba enseguida como quemada.
La anciana pasaba el delantal de percalina sobre los asientos destinados a los mozos.
-¡Deje, señora! ¡Si todo está tan limpito aquí!
Doña Romualda recordaba otro censo, hacia ya, más de cincuenta años, cuando ella era de la edad de Rita y vivía en Los Cerrillos. Entonces, ya había muerto Aparicio, y Batlle terminaba una presidencia. De eso sí, se acordaba bien.
-¡Pero sírvanse! ¡Sírvanse! No usen de cumplidos.
Allá probaron los salchichones tan güenos de Don Celestino y aquí les preparé el postre.
Quitó la servilleta de tela vasca a cuadros y en medio de la mesa pelada, un gran pastel canario mostró las medias lunas de oro de las cáscaras abrillantadas de naranja sobre la nieve del merengue salpicado de grageas.
Hizo coro un elogio involuntario.
Doña Romualda se cubrió la cara con el delantal.
-Rigular, no más; porque estay poniéndome chambona de tan vieja.
Conmovidos y confusas, los muchachos comían.
La anciana deseaba decir algo y extendía la mano flaca y temblona, en adelanto de la prosa.
-¡Sí! Diga, diga.
Pero no se animaba y le cuchicheó a la nieta.
-No agüela los finaos, no. Agüela pregunta si los hijos muertos van en el papel.
La anciana se conformaba.
-Los finaos, claro que no.
Salieron. La mañana de primavera había crecido en luz y en cantos.
Del campo florido se levantaban densas espirales chirriantes de mistos en celo hasta disolverse en el espacio como gasas y el sauzal recién brotado, hervía con los trinos de músicos y tordos.
Llegaron al tambo de Perdomo.
-¡Juera! ¡Juera, Cacique! ¡Camine! ¡Por acá! ¡Por acá!
Es el dueño que viene a recibirlos.
En el patio empedrado, cerca del pozo con molino, donde se enamora un casal de calandrias, la familia espera, formada en semicírculo desparejo en alturas y volúmenes. Hay pantalones de todo largo y polleritas con festón, almidonadas. Porque son nueve hijos.
La esposa, menuda y simpática, no sabe como ubicarse al lado del marido, un albino cejijunto, de porte imponente y ademanes macizos que, echando la cabeza atrás mira a las gentes como a la distancia, les tiende largo el brazo y de golpe, los tira hacia sí, estrellándolas contra el muro de su pecho mientras les exprime la mano.
-¡Bueno! ¡Bueno! ¡Ustedes se quedan a hacer medio día!
-No, señor, muchas gracias.
-¡Nada de partes! ¡Se quedan!
-¡Pero, es imposible! ¡A esa hora estaremos lejos de aquí!
La familia es grande, con servicio y peones. La boleta demora.
-¿Una caña con pitanga? Porque está fresco y han andao mucho.
-No; ya tomamos vino.
-¡Ni una palabra! iRamonita! ¡Traé el clarete!
-¡No! ¡Si nos emborrachamos no podemos trabajar!
-Pero si esto no mama. ¡Formalidá! Pone alegrón, no más. ¡Es puro jugo d´iuva!
Y con orgulloso cariño mira el botellón, perdido entre sus manazas.
Apareció la asadera repleta de rodajas de panceta ahumada y de salame.
La esposa aconsejaba.
-Prueben; porque si Prudencio sabe que en las otras casas comieron y aquí no acetan, ¡le vienen unos celos!
-Bueno; si es así.
Pero el estudiante, que escribía de firme, se disculpó: no se sentía bien.
El tambero sentenciaba.
-Es el madrugón y la tarea, lo que trae mal al muchacho. ¡Si es casi un chiquilín! Porque naides se endispone por comer güena fatura. Y no lo digo por alabarme. La calidá, modestia a parte, no empalaga.
Eran las diez. Don Prudencio miró la carpeta.
-¿Y ustedes tienen que llenar todos esos papeles?
¡La fresca! ¡Si habrá que meniar pluma!
Cuando marchaban para censar al último peón, los alcanzó a caballo, el hijo mayor del tambero.
-Dice papá que si precisan la camioneta pa lo que sea, se la manda ahora mismo, porque recién golvió del pueblo con la maestra.
Y bajando los ojos.
-Digan que si, así yo manejo.
El peón es Solano Medina. Vive solo en el galpón del tambo, entre guascas, cojinillos y bolsas de ración. Aparenta hosco y desconforme con la visita. Recién afeitado, sangra por donde el filo arrasó los barros.
-¿Podemos pasar?
-¿Y a qué? ¡Si está como chiquero!
-No importa. No nos fijamos en eso.
-Güeno, pasen, entonces.
Solano tiene veinticuatro años y hace once que es peón.
-¿Aquí no vive más nadie?
-¿Y quién va a querer vivir aquí?
-¡No crea! El galpón es seco y hay abrigo. Arreglando un poco. Es lindo lugar y con arroyo cerca.
¡Cuántos quisieran en el pueblo....!
-¡Pueda ser...!
-Bueno. Nos vamos.
El mozo cambió de golpe.
-¡No! Tengo el asao. No lo puse en el juego porque desconfié que viniesen. ¿Llegan a mediodía?
-No podemos. Mire lo que nos queda por hacer.
-¿Y hoy no almuerzan, entonces?
-Tal vez no. ¿Y qué importa?
-Güeno, entonces yo los acompaño.
Cinco casas recorrieron con él. Es casi analfabeto, pero no tiene nada de negado. Se hizo enseguida a contestar los formularios y ayudó a los paisanos a entender las preguntas.
Al fin, avergonzado, se disculpó.
-Soy bruto y por eso maliceo de los puebleros, aunque suelen llegar güenos...
-Los otros empadronadores son como nosotros y están haciendo lo mismo en todas partes...
-¿En todo el país?
-¡Sí!
Solano sonríe por primera vez.
Se despiden. Y cuando en medio de la cuesta engramillada se vuelven, sorprenden al peón, mirándolos todavía desde el valle. Promediaba la tarde y el vecindario, desde lejos, seguía el recorrido de los mozos.
-Ahura van pa lo Turielle.
-Están saliendo de lo de Don Anselmo.
-Allá los acompañan los Tabárez. Están los quince y doña Ulogia, de negro, abre la fila. ¡Falta nada más que la cruz para ser procesión!
Cuando el sol ya se acuesta sobre las cuchillas, vuelven hacia la escuela.
El funcionario, con índice y pulgar, se apreta las sienes.
-Estoy que reviento y para colmo, mareado. ¡Pero quién le decía que no a esa buena gente! Y vos... ¿cómo te sentís?
-¿Yo? ¡Me caigo de hambre!
-¿Y no estás enfermo?
-¡De "fiacca", te digo!
-¡Pero... y porqué no comistes, entonces?
-No tengo aguante; y servirme en un lado y decir que no en otro...
La gente se ofende. ¿Vistes cómo se pasaban el parte de lo que hacíamos?
Se sentaron rendidos en medio del pastizal, uno resoplando y el otro, mudo; y al mirarse, soltaron la risa.
Apenas asomaban sus cabezas por encima de rábanos y borrajas florecidas.
De lejos llegaba la charla creciente de los otros empadronadores que se iban acercando. La maestra los recibía en la puerta de la escuela.
La paz de la tarde depuraba las voces y hacia del ámbito, un recinto familiar.
-¡Qué paisanos más buenos! ¡Nos trataban como de la casa!
El funcionario, conmovido, miró al adolescente.
-¿Dejamos las boletas para mañana?
-¡No! Las revisamos ahora.
Y marcharon hacia la escuela.
Son más de la diez de la noche. En el almacén de Soria están reunidos los vecinos. Hablan del censo.
-¡Cha que tuvieron catanga les padronadores!
-¡Y no iban nada en eso!
El vieja Celestino Cabrera, llama a un muchacho.
-¿Cuánto te costó la reja, Agapito?
-Ciento trainta y seis pesos, Don Celestino.
El viejo, mirando el piso, se sacó el pucho de la boca para enjugarse las comisuras con el revés de la mano. Y al fin.
-¡y güeno! Cuando sepamos bien cuántos semos y qué precisamos tal vez bajen los araos.
La radio empieza a trasmitir las primeras cifras.
Vienen mechadas con elogios a la población por la forma comprensiva y hasta deferente como trató a los empadronadores.
Había satisfacción en la rueda.
El viejo Celestino se para. El orgullo le endereza los huesos. Y mientras desliza despacio, desde la nuez al cinto, la palma de la zurda, truena manso.
-Por suerte, entodavía semos la familia oriental.
Los otros lo miran como a un padre. |