La Demorona

 
-¡Pero caray! Y yo, ¿por qué diantre no me he muerto entodavía?
De día y de noche, y cada vez con más frecuencia, hace ya bastantes años que el tala imponente bajo el cual se sienta, la cocina negra, el rancho penzudo de adobón, los corrales enclenques, el pozo rechoncho, el áspero galponcito de chala, vienen oyendo a don Remigio Balparda hacer la pregunta con acento profundamente intrigado. Y lo ven menear la cabeza mirando ceñudo alrededor, en busca de respuesta. Y volver a la banquilla de cuero de carpincho y allí esperar sentado, quietito como un ídolo, la mirada puesta en la lejanía y las manos cruzadas a la altura de la boca sobre la porra del bastón de membrillo.
Es un viejo flaco y aindiado. Una mueca perpleja le alarga la cara y ahonda los profundos paréntesis que, encerrando la nariz ganchuda, van del mentón tembleque a los pómulos secos. De la frente angosta y garabateada de arrugas arrancan unos mechones ralos y cenicientos que montan sobre las grandes orejas, puntiagudas por arriba y colgantes en el lóbulo. Las cejas espesas y despeinadas y las profundas cuencas no dejan ver, de los ojos, más que la pupila brillante de ratón. Y aún es frecuente que los achique para adaptarlos al confín, hacia donde siempre mira como buscando algo.
Ha contado muchas veces, que una mañana, cuándo sólo tenía unos catorce años, oyó que el padre, de pie entre el humo de la cocina, le decía a la madre:
-No tengo un cobre más; y no sé ande dir.
La madre, sentada, se tapaba la cara con el delantal.
-Y yo, p'ayudar la casa, me juí a montiar.
Le gustó la vida en el monte, cerca del río, donde tuvo como compañeros a unos hombres "güenazos", con quienes compartió los rústicos trabajos, los fogones animados de cuentos que a veces lo desvelaban, las cacer ías con cimbras y aripucas y las pescas con palangres y aparejos, hasta el amanecer.
Pero a menos de dos años, una crucera lo mordió en un muslo. Y ni pensar llevarlo al pueblo. Le hicieron enseguida, hondos cortes en cruz sobre los dos agujeritos de la picadura y por allí lo chuparon sudorosos y desesperados, hasta desmayarlo. Después le quemaron la herida con un pedazo de machete caliente. Y por sobre el ardor de la llaga sintió las angustias agónicas del envenenamiento, entre convulsiones que terminaban en heladas parálisis, sudores entre yertos y ardientes y un remolino de imágenes de claridad hiriente, reventándole en la cabeza.
A las tres horas, cayó en letal agotamiento; un instante antes pudo pensar con perfecta serenidad.
-Y gueno... me muero... Tanto no duele...
Y con esa certeza, delirando apenas, se durmió.
Pudo vivir; pero de ahí en adelante tuvo la convicción de que en cualquier momento próximo moriría. Había quedado muy débil y con la pierna herida casi inservible.
Debió volver a la casa, "ande la miseria se había aquerenciao". Encontró al padre muy abatido, con rentas atrasadas por pagar. Una sequía temprana, dejó muy chuso el trigo en las sementeras. Y el padre no dormía. Como alucinado miraba el campo y no había quien le hiciese soltar la mancera del arado. Hasta de noche se despertaba a prenderlo. Se puso seco y oscuro como un charque. Durante el verano, por no volver a las casas cuando agotaba el botijo de agua, tomaba en la cañada. A fines de enero tenía tifus. Y a la tercera noche de fiebre llamó desde el catre a la madre y al hijo mayor. Tenía los ojos saltados y resollaba bronco.
-No hay güelta que darle, pudo apenas decir. -Estoy boliao.
Y se le cayeron gruesas lágrimas donde tembló la llama amarilla del candil.
El presentimiento del padre se cumplió y Remigio guardó desde entonces la idea de que cuando la muerte se anuncia, es puntual y viene.
Una confusa, aunque profunda certidumbre de que siempre la tenía cerca, estaba como telón de fondo de su fugaces alegrías, de sus preocupaciones, de sus rabias y de sus indiferencias; y alternaba con los momentos en que, sobre todo de noche, boca arriba sobre los colmillos, cubierto hasta el pecho con la manta, mientras miraba a las vinchucas revolverse entre las varillas de la quincha "la endivinaba rondando entre un golpeteo sordo y desarreglado en el pecho, sofocos entre calientes y helados y un revuelo de mangangases ásperos en loj'óidos".
Entonces empezó a frecuentarlo la pregunta de "porqué y pa qué vivía". Flaco, y torcido por la renguera, era una miseria. No podía manejar un arado ni ayudar un rodeo. Le temblaban las manos "y hasta el mesmo sol lo fastidiaba con perrás jaquecas".
Sin embargo, entró de peón en la estancia de Oyarzábal. Le tenían consideración "por lo rispetuoso y hasta delicao en el trato". A fuerza de empeños se hizo hábil guasquero y canastero.
Llegaba a los treinta años. Seguía ruin y desgraciado. Pero hallé quien lo quiso: Micaela, la ayuda de cocina. Se casó con ella, asombrado que una mujer así, llegase a ser tan cariñosa con él. Y tuvo tres hijos, un varón y dos mujeres, la flor de su vida, porque salieron guapos y afectuosos. Era el desquite que le daba la suerte; y sonreía.
Entonces vio el peor invierno que recordara el pago. Desde abril hasta fines de julio se pasó en diluvios huracanados, lloviznas porfiadas que el viento echaba muy al sesgo y neblinas grises que hicieron del campo un pantano y del río una inmensa laguna. A principios de agosto, el desastre tocó el colmo; más lluvias y fríos con ventiscas arrachadas que mataban el ganado. El río subió más todavía. Y fue preciso rescatar las reses que quedaron aisladas en el cerrito pedregoso de los charabones. Allí no había pasturas y se morían de hambre.
Se encapriché en "dir con la partida"; y cuando llegó próximo al medio del cañadón de acceso, el tubiano se espantó, enredado entre alambres y resacas y lo desmontó por las ancas.
¡Y qué iba a nadar con una pierna inútil, en el torrente arremolinado de ramas, espumas y basuras! Manoteó unos metros, y antes de hundirse, vio tan fugaz como nítida la cara de la madre que antes, aún a costa de grandes esfuerzos, sólo podía evocar muy desvanecida.
Lo salvaron apenas los troperos que venían detrás; pero la mojadura y el frío le acarrearon pasmo. Y otra vez volvieron las liebres fuertes que lo ponían "pegajoso de sudores espesos y como redetido con las cubijas". Esperaba noche a noche que la consunción lo acabara. Al sexto día la pulmonía apretó. Y desconfió más de una extraña lucidez que al atardecer le vino, que de los aplastamientos turbios de la fiebre.
-Güeno, -murmuró con franco reposo,- esta noche...
Enemigo de los aspavientos, disculpó las ansias de tener cerca a toda su familia diciendo que le gustaría, como cuando de chico sentía miedo, oír una partida de truco entre la madre y los hijos junto al catre.
Tardó más de dos meses en reponerse del lance; y más intrigado que antes se interrogaba cómo y porque había sobrevivido. "Hasta el dotor que vino del pueblo se asombraba".
Una siesta de febrero, cuando aplastado por el bochorno miraba muy ido, como las moscas se amontonaban sobre los restos de sandía, un recuerdo viejo lo despabiló: durante las noche de invierno "el agüelo Rosendo" trenzaba tientos en la cocina ahumada, donde la vela, desde el suelo, echaba sobre el cielorraso de paja, la araña negro de su melena enrulada. Y hablaba del poder, de los milagros y de los castigos de Tata Dios; y decía muy despacio, con aquella voz ronca y juiciosa, mientras acomodaba la mascada de un lado a otro de la boca, que el hombre había sido criado sobre la tierra, por El; y que su destino era crecer y multiplicarse" como las moscas "que véia en la sándia".
¡Qué zonzo era! ¡Así que "pa eso había vivido"! "¡Pa cumplir el mandato!"
Pero enseguida vinieron las dudas. Porque Ramón, el menor de los hijos, tenía ya once años. Entonces, ese tiempo ¿lo había vivido de yapa? No entendía. Micaela había quedado estéril y toda la familia estaba encaminada Hasta Ramoncito traía a la casa su sueldo de peón de tambo.
-Naides precisa ya de mi; y yo estoy servido. Siguro moriré esta noche.
Pero no fue así. Y continuó esperando mientras envejecía.
Una mañana de mayo se murió entre sonrisas Micaela. Y él anduvo muchos días como bobo. Recién como al mes, empezó a entender lo que le había pasado. Vivía sin ganas ni fuerzas para nada. Aunque se cayese de sueño no podía dormir, ni aún de noche. Cuando apagaba el candil todo quedaba vacío y negro fuera y dentro de él. ¡Y qué raro el corazón que seguía marchando solito! El no lo ayudaba para nada y más bien deseaba que parase. Lo oía golpear toda la noche. Sólo cuando las rendijas de la ventana se dibujaban con el claror del día, se adormilaba un poco.
Pero el tiempo, con paciencia, le remendó la herida. De más de setenta años de trabajos sin premio, recordaba sólo unas pocas fechas. Casi todas desgraciadas, como cuando lo picó la crucera o murió Micaela. Y sólo cuatro por dichosas: cuando nacieron los tres hijos y sobre todo, le costaba confesarlo, cuando fue una vez a Montevideo y en una confitería una moza guapísima, toda de blanco almidonado, le sirvió entre sonrisas, masas y confites. ¡Tantos días que dejó atrás y eran todos iguales! Ese era diferente y brillaba entre el pasado gris como una esterlina. ¡Esa vez si que no le asediaron ni preguntas ni presentimientos!
Con los años se le agudizaron ciertas glotonerías "metidas en la ráiz de los güesos". Rondaba en el huerto basta terminar los melones. Lo renegaban; y él sonreía. Y a si mismo se confesaba, con un poco de miedo, que ahora le gustaba casi tanto comer un melón sazonado, como ver al nieto. Y le daba vergüenza.
Fue cerca del chiquero que el mismo nieto lo oyó decir una mañana.
-He quedao vivo pa gustar melones.
Enseguida le pareció aquello una enormidad; "pero que no ofendía a naides". Y como el gurí desparramara entre risas el dicho, el abuelo se enojó hasta hinchársele la cara, desahogando con un temblor en los puños, las ganas apenas contenidas de pegarle. Al rato lo tenía en las rodillas y mientras le hacia mimos, con pobres palabras trataba de explicarle qué quiso decir con la frase aquella.
Cuando por cálculo de familiares y vecinos don Remigio debió cumplir ochenta años, en torno al viejo se hizo fiesta gaucha con parrillada de vaquillona con cuero y achuras, precedida de caña y seguida de vinos.
El agasajado comió y tomó como un muchacho. Hacia el fin de la tenida el viejo calló en seco la ingeniosa defensa que sostenía ante los chuscos embates de dos mozas, y se ensimismó. ¡Se halló tan extrañado!
-Estoy vivo aquí; ¡y tengo ochenta años!
El resto del día lo pasó esperando. Cuando no pudo más de sueño, se fue al catre, Y como desilusionado, casi se quejó.
-No hay caso. No viene.
Y se durmió.
Y allí sigue, la mayor parte de los días sentado bajo el tala enorme.
A la tardecita se asea, se muda; y tan tieso como sereno espera, momento a momento, esa visita informal que tanto tarda en llegarle.

Milton Stelardo
La Demorona y otros cuentos
Ediciones de la Banda Oriental - Colección Reconquista
Montevideo - 1968

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