La Isla de Cos, cuna de Hipócrates, padre de la Medicina

Crónica de Dr. Víctor Soriano

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXIX Nº 1999 (Montevideo, 31 de octubre de 1971) .pdf

Estatua de Hipócrates en el Museo de Isla de Cos
Hallada bajo las gradas del anfiteatro

No son Dioses del Olimpo quienes miran desde las alturas el mar azulino que en acuoso abrazo circunda la península griega y las islas que diseminadas parecen jugar a la ronda muy cerca de ella. No; son simples turistas que desde el Olimpic Airways (avión de la línea griega) contemplan extasiados la sinuosa silueta costera que da una figura peculiar a cada una de ellas. El mar y la tierra es un todo indivisible en Grecia. El mar la ha modelado, con suavidad o con rudeza; pero siempre está apegado a ella en indisoluble matrimonio. Su huella está impresa en las grietas de sur rocosos acantilados, en comba rotunda de sus bahías, en las afinadas penínsulas y en los recortes como mordiscos de toda la zona costera.

Ya se divisa la Isla de Cos, razón de nuestro vuelo. Tiene la rara forma de un delfín que nadara muy feliz sobre las aguas del undoso Egeo.

Ella nos trae a la memoria relatos mitológicos en que sirvió de escenario en las cruentas luchas de los monstruosos Gigantes, a quienes su madre Gea, la tierra, incita contra Zeus y los Dioses del Olimpo, en tanto el cielo retumba con broncos truenos y la tierra responde con el siniestro rumor de sus sismos y el mar se encrespa a los impulsos bélicos de Poseidón, Dios del Mar que la emprende contra los Titanes. Muchos de ellos huyeron a refugiarse en Cos, no sin que antes el Dios del Mar arrancando un trozo de la Isla se lo arrojara, al Gigante Polibotes y lo aniquilara. El proyectil cayó al mar formando la pequeña Isla de Nysiros. Otros Titanes más afortunados escaparon de las iras de Poseidón y se constituyeron en los primeros habitantes de la Isla de Cos.

¡Con qué belleza la verdad se encubre en la trama mitológica! No es difícil que el mar haya arrancado en una de sus violentas tempestades un trozo de la Isla de Cos en el parto de los continentes, quizá aquel que le dio graciosa forma a la cola de su silueta de delfín, para formar con ella la vecina isla de Nysiros.

Fortaleza del castillo de los caballeros

Nos referimos a la imponente Fortaleza del Castillo de los Caballeros que como un brazo extendido se proyecta sobre el Egeo. Desde sus torreones se domina el mar, la vista es magnífica, pero es de imaginar cómo lo seria para aquellos que a través de ellas avizoraban en el horizonte las amenazantes naves invasoras. Fue construido en momentos de desesperación para los habitantes de la Isla. Fue erigido entre los años 1391 y 1396 cuando se cernían sobre la insulsa amenaza! de invasión por parte del Sultán Voayiazit. En el apresuramiento se empleó en su edificación cuanto se encontró a mano, piedras, mármoles de todas clases y a su alrededor se construyó un foso con el consabido puente levadizo. En 1878 este foso fue rellenado y hoy constituye la hermosa Avenida de Hipócrates Por ella paseábamos alrededor de las murallas históricas bordeando el mar, cuando advertimos en sus muros el escudo de armas de alguna de las compañías que allí lucharon y más adelante una pequeña abertura con dos hierros en cruz, que nos señaló la existencia de un calabozo desde donde el desdichado prisionero miraría suspirando como único paisaje, la dilatada inmensidad del mar, y la muy próxima y brumosa silueta de Anatolia, en la costa de Turquía cerrando el horizonte.

Cos cuna de Hipócrates, padre de la medicina

Algo hay también de simbólico en el hecho de que los Titanes fueron los primeros habitantes de la Isla de Cos, donde naciera Hipócrates, figura gigantesca de la Historia de la Medicina.

Que la pequeña Isla de Cos haya sido cuna de una de las figuras más relevantes de la Medicina y que le otorgara una fama que ha vencido la avalancha del tiempo, habla elocuentemente que la importancia de los pueblos radica no en lindes geográficos, sino en la dimensión espiritual de sus habitantes.

El hombre no puede evadirse de su época, ella es la trama sobre la cual se dibuja su vida ejerciendo una fuerza avasallante sobre sus acciones y estimulando u obstaculizando lo mejor de su espíritu.

Hipócrates vivió en una época gloriosa para el pueblo griego. Su nombre está incrustado en el siglo de oro de Pericles como una gema más que mezclara sus fulgores con aquellos conquistadores de la sabiduría que fueran Sócrates y Platón. Cuando Sófocleá y Eurípides, eran aplaudidos por sus creaciones para la escena y Heredoto tomaba el hilo de las crónicas para tejer con ellas la interminable trama de la Historia.

Extrañe resulta al pensamiento el situar tantas luminarias en tan pequeño espacio de lugar y de tiempo.

Como estudioso y amante de su arte, como ser objetivo y observador de los fenómenos naturales, como alumno, como maestro, en las relaciones con sus enfermos o colegas, se le ha atribuido a Hipócrates una línea moral que brilla como estrella norte y guía para aquellos que se inician en el arte de curar. El espíritu filosófico aplicado al estudio de la Medicina se evidencia en la frase célebre con que encabeza su famoso libro de Aforismos en la cual expresa la tragedia y grandeza de la Medicina y dice: “La vida es breve, y el arte largo, la ocasión es fugaz, la experiencia falaz y el juicio difícil”. En pocas palabras comprendía lo que en la actuación del médico tiene de importancia. Muchos conocimientos, actuar en el momento preciso, valorar la experiencia en lo que puede llevar a engaño, y juzgar acertadamente.

Con respecto al paciente afirmaba: “Trataré de ayudar al paciente de acuerdo con mi habilidad y juicio y nunca con intención de causarle perjuicio o hacerle mal”.

“En cualquier casa que entre será para ayudar a! paciente, y me abstendré de hacerle ninguna clase de injuria intencional, especialmente del abuso corporal de ningún hombre o mujer, libre o esclavo.”

“Todo lo que vea u oiga en el curso de mi profesión también como fuera de ella en mi relación con lo; hombres, si no debe ser divulgado, nunca lo haré manteniendo esto como sagrado secreto.”

Expresó lo siguiente para quienes fueron sus preceptores: "Consideraré a mi maestro en el arte, igual que a mis propios padres, lo haré partícipe de mis beneficios, si estuviere en necesidad, compartiré con él mi dinero, consideraré su familia como mis hermanos, les enseñaré mi arte si desean aprenderlo, sin ninguna recompensa material, le daré toda la instrucción que brinde a mis hijos, a los hijos de mi maestro”

Consideraba a la naturaleza como su maestra y guía, ya que ella, decía, posee el secreto para restaurar la salud perdida; la función del médico, pues, consistía en cooperar con ella en este sentido y no interferir en sus procesos curativos. Muy poco era lo que podía aportar el médico en ese entonces, si le comparamos con el arsenal de equipos y medicamentos con que cuenta en la actualidad. Pero Hipócrates tenía algo que es muy valioso y eterno en la personalidad médica: amor a sus semejantes. Por cuanto él decía: “Donde hay amor al hombre, hay amor al arte”

Y esto se hacía muy necesario en una época donde todo juicio acerca de la enfermedad derivaba no de aparatos científicos ni exámenes de laboratorio, sino de la atención cuidadosa con que el médico usara sus cinco sentidos para a través de ellos establecer una línea de conducta, base de una medicina razonada, libre de toda influencia mágica tan en boga en aquellos tiempos.

La agudeza con que Hipócrates interpretaba las funciones del cerebro en una época en que todo dependía de la observación directa del enfermo, llena de asombro por su justeza. “Y los hombres deben saber, decía, que de nada más que del cerebro provienen las alegrías, deleites, risas, juegos y penas, la desolación, el desaliento y las lamentaciones, y por el cerebro nosotros distinguimos lo agradable de lo desagradable, y las mismas cosas no siempre nos gustan.

Y por este mismo órgano nosotros perdemos la razón, tenemos delirios, temores y terrores nos asaltan, unos durante el día, otros durante la noche”.

No es de extrañar que reconociéndosele a Hipócrates competencia en los males que aquejaban al cuerpo, ésta también se extendiera a aquellas que afectaban el espíritu. Esto se puso en evidencia cuando los ciudadanos de Abdera, que estaban muy preocupados porque el gran Demócrito actuaba de forma harto rara, llamaron a Hipócrates para que lo examinara temiendo que hubiera perdido la razón.

Hipócrates, que en un tiempo fuera discípulo del propio Demócrito, accedió a examinar al sabio de Abdera. Durante el curso de la conversación, Demócrito hizo gala de una ironía saturada de sutileza. Y cuando terminó la entrevista, Hipócrates tranquilizó a los abderitas, diciéndoles que el gran Demócrito no tenia nada, sino que quizás estuviese demasiado cuerdo para vivir confortablemente. Una observación cuya justeza la hace valedera aun en nuestros días.

En una época en que abundaban, como en todos los tiempos, los charlatanes que vendían pócimas a las cuales atribuían mágicos poderes, es de interés señalar que entonces la palabra "fármaco” significaba “chivo expiatorio” con lo cual a la medicación se le investía de un carácter mágico, como de una sustancia que purificaría de pecados arrastrando consigo el mal que aquejaba al organismo. Cuando en Atenas florecían las artes que habrían de inmortalizarla, una amenaza invisible se cernía sobre los atenienses: la peste.

Esta desató su ataque silencioso con insidia tal, que cobró el saldo de 50.000 víctimas entre las cuales se encontraba el gran Pericles.

Abrumados por la tragedia los atenienses fueron en busca del médico más célebre: Hipócrates, el de la Isla de Cos.

Hipócrates tenia a la sazón 31 años, y como lo relata un documente histórico que se encuentra en la Biblioteca Nacional de París, al llegar lo primero que observó con su espíritu detallista, era que los herreros y aquellos que trabajaban junto al fuego, se habían librado de la peste. Dedujo con gran clarividencia que algo había en el aire que lo contaminaba. En un tiempo en que no se tenia la menor noción de microbios ni de parásitos, él los llamó miasmas y mandó encender grandes hogueras en toda la ciudad para purificar el aire, con lo cual detuvo la peste. Los ciudadanos de Atenas, profundamente agradecidos le dedicaron una estatua en la cual decía: ”A Hipócrates, nuestro benefactor y salvador"

Árbol de Hipócrates

A 2.500 años de distancia muchos de los conceptos de Hipócrates brillan con singular esplendor. Y esto es tan extraordinario romo la rara longevidad del inmenso plátano que visitáramos en la Isla de Cos y a cuya sombra el sabio griego se reunía con sus discípulos para trasmitir la savia de su arte.

El Árbol de Hipócrates, el más antiguo de toda Europa, cuyas ramas se extienden hasta una distancia de diez metros y son sostenidas por puntales, parece representar la figura simbólica del gran anciano extendiendo sus brazos añosos para cobijar a toda la clase médica. Es un árbol del cual sólo se conserva una gruesa corteza que abarca una circunferencia de 9 1/2 metros: en el centro ya no hay médula, se ha volatilizado en luz. Y de esta rugosa corteza inexplicablemente se extienden las múltiples ramas, cubiertas de un joven verdor, que desdice su antigua procedencia. Es un vinculo vivo con el pasado. Más fiel al recuerdo que las ruinas del grandioso templo que vamos a visitar, porque él nunca fue arrancado al reposo de la muerte.

Templo de Asclepios

Ir a la Isla de Cos para un médico es como una peregrinación a las mismas fuentes originarias de la Medicino científica.

La primera referencia que tenemos del templo de Asclepios donde Hipócrates aprendiera, ejerciera y enseñara su arte, se nos presenta cuando desde lo alto del Fuerte de los Caballeros asomándonos a uno de sus torreones, nuestro acompañante, un señor oriundo de la Isla, nos indica: “Allá, pasando el macizo de casas de la ciudad, en lo alto de esa colina, en ese rectángulo de verde vegetación, se encuentra el Templo de Asclepios”.

Aun muchos años antes de que Hipócrates viniera al mundo, habían más de 300 templos de esta índole diseminados por toda Grecia y la profesión de médico o Asclépiades era altamente considerada. Entonces, ¿por qué fueron todos ellos olvidados y sólo Hipócrates se eleva como figura gigantesca con el honroso nombre de Padre de la Medicina?

Los Asclépiades eran descendientes del Dios Asclepios a quien la mitología señala como tan hábil en el arte de curar que un día volvió la vida a Hipólito, despertando las iras de Plutón que veía en estos maravillosos restablecimientos la posible despoblación de sus dominios del Averno. Informó de esto a Zeus, quien temiendo que Asclepios volviera inmortales a los hombres, lo aniquiló con su rayo. Los griegos perpetuaron su memoria elevando templos a su nombre.

Y se dice que él brilla entre las constelaciones celestes en aquella que lleva el nombre de Serpentario. Su símbolo es una serpiente enroscada en un báculo y es el que ha adoptado como emblema la Medicina.

Situadas en tres planos que se unen por amplias escalinatas, las ruinas en nada recuerdan su pasado esplendor. Ya no reluce majestuoso el templo entre el verdor de la selva sagrada. Al acercamos vemos un grupo de columnas solitarias carcomidas y solemnes, que insomnes ya no sostienen nada, más que cielo, nubes y estrellas. Y a esa gran tristeza solitaria se le llama Eternidad.

Ya no relucen los mármoles en el bostezo sin dientes de las escalinatas. Huellas de pedestales nos hablan de ausentes esculturas, y una de ellas sin cabeza ni pies apoyada como desfalleciente en los muros del templo, sostiene con la mano desvaída los graciosos pliegues de su ropaje.

Un friso del templo delicadamente esculpido yace en el suelo, las aristas suavizadas por el tiempo restan relieve y agudeza a su diseño.

La Fuente de Pan semiderruida ya no gorgotea la linfa cristalina como otrora. Un grupo de habitaciones invadidas por la maleza con muros inconclusos que sólo sirven para demarcar los espacios donde se asistían los enfermos, la sala de baños, la de fisioterapia, una gruesa cañería rota, nos dice que por ella llegaban hasta el templo las aguas termales. Deambulamos por entre los árboles donde los pájaros ensartan el silencio en las cuentas de sus trinos, y llegamos hasta un muro donde se encuentran sostenidos por gruesos garfios, pesados trozos de mármol con inscripciones griegas de diversas dimensiones.

Se nos informa. Son cartas de agradecimiento a Hipócrates por las curas realizadas. Ellas también sobrevivieron al tiempo, la gratitud florece por encima de los siglos.

La inscripción no la entiendo, pero la comprendo en mi alma.

 

Crónica de Dr. Víctor Soriano

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXIX Nº 1999 (Montevideo, 31 de octubre de 1971)

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