El milagrito |
Ocurrió
en un taller de la calle Cebollatí donde trabajaban dos de mis hermanos y
yo también había empezado de peón. Allí
todos le dábamos duro porque así era el régimen. Entrábamos
a las siete de la mañana y no teníamos mucha conversación entre
nosotros. A
mí siempre me había dado como un rechazo aquel ambiente tan grande que
por más que estuviera limpio parecía siempre sucio porque el piso era de
portland y engrasado y las paredes estaban ennegrecidas
y con mucha cosa colgada que las oscurecía todavía más. Los
ruidos y sobre todo los golpes de los fierros, retumbaban como truenos o
repiqueteaban en estridencias que al principio me ponían loco aunque por
supuesto no se notaba, porque yo iba y venía haciendo puntos, duro en mi
overall, llevando cosas de un lado a otro según me mandaran, atendiendo a
veces el teléfono, que era de esos pesados, de vaquelita negra, prendido
a la pared sobre un entrevero de números y de nombres escritos a lápiz,
donde minas, clientes y proveedores se enredaban en una lucha feroz. Por
la mañana, cuando recién entraba, me parecía llegar a la Siberia.
Recorría
con los ojos todavía pegados de sueño aquel espacio helado y vacío,
porque después de la noche quedaba una especie de orden que hacía
desaparecer todo lo que habitualmente estaba boyando por el medio y
siempre tenía el mismo pensamiento: “lo que es hoy no me banco, a las
diez invento algo y me voy” Ese
era el momento más fulero: el de llegar; venir de la oscuridad de la
calle y decir “Buenos días” para todos lados, mientras uno pensaba dónde
carajo estaba el día en medio de esa noche. Después,
poco a poco, la cosa mejoraba, a medida que se iban aclarando las ventanas
que estaban muy altas sobre la pared y con el mismo laburo uno se entretenía
hasta que al reloj le daba por ir a trancos, tanto más rápido cuanto
menos se lo mirara. Al
mediodía salíamos a la vereda y nos sentábamos todos contra la pared a
comer lo que hubiéramos llevado. Ese
era el rato mejor y cuando me reconciliaba con todo. Lagarteaba
comiendo refuerzos y si por ahí venía a recordar la noche de los
“Buenos días”, me parecía lejana y como parte de un sueño. En
esa hora viejos y jóvenes compartíamos un poco de vida. Nos metíamos
con las minas del barrio que pasaban para el almacén, nos contábamos
mentiras y verdades y después jugábamos al fóbal en medio de la calle,
que en ese entonces estaba muy tranquila. Yo
creo que cuando empecé pasaron varios días antes de descubrir lo mejor
que tenía ese taller. No demasiado visible para el que entrara o saliera,
sobre un ángulo del galpón al que se llegaba por un camino un poco
quebrado entre pilas de tanques vacíos, estaba el cuartito. Allí iban
los que precisaban algo que no fuera herramienta, como ser curitas, agua
caliente, un poco de tabaco o de yerba prestada. Allí estaba también, la
vida. Un
brasero prendido en el invierno, el catre bien tendido, la mesita forrada
de hule casi cubierta por latas, frascos, platos, pocillos trepando sobre
la radio y rodeando a un calentador de rulo, hacían de todo eso un pequeño
hogar. El
cuartito era de Don Celio, el moreno cuidador que sentado en su silla de
paja, pasaba las horas escuchando al Mago. Daba lástima tener que
importunarlo a veces, pero él no parecía molestarse. Nos sonreía, repetía
una sola vez el nombre de lo que pedíamos con un acento brasileño no
demasiado marcado, se levantaba con cierta dificultad y empezaba a
revolver entre las cajas. Mientras tanto yo me entretenía mirando las
paredes. Había
varias fotos muy amarillas y de distintos tamaños, estampitas, medallas,
banderines, chirimbolos raros, recortes de diarios pegados con chinches a
la orilla de almanaques viejos y en medio de todo, clavada con cuatro
tachones que parecían de bronce, aquella imagen célebre del Mago
sonriente, mirando de costado bajo el ala del gacho. Las
primeras veces que estuve en el cuartito sólo sentía curiosidad y un
bienestar que era bien lógico por el contraste que ofrecía el zucucho a
la frialdad del taller. Supongo que a los demás les pasaba lo mismo. Pronto
supe que uno de los más veteranos, al que le decían el Gringo, iba mucho
por allí para hacerle confidencias al viejo. Yo
era muy chiquilín e iba a pasos agigantados descubriendo cosas de la
vida, por eso, al poco tiempo empecé a valorar distinto a Don Celio, como
alguien sabedor de muchos misterios, que reinaba tranquilo en su
humildad, ya un poco de vuelta de todo. El
nunca iniciaba una conversación, eso sí, me miraba sonriente como
esperando que le dijera algo porque se daba cuenta de que yo tenía ganas
de hablar. Al
principio siempre era lo mismo, yo iba a pedir algo, disfrutaba algún
trozo de tango en el rato que me quedaba esperando, después de las
gracias me iba. Por
fin un día él me dio pie. Fue una mañana en que me quedé un poco más
de la cuenta distraído mirando la foto del Mago. Entonces él me dijo: -Yo
veo que siempre se queda escuchando. Se ve que le gusta, ¿no? -Si,
claro, me gusta y por lo que veo a usted también- le contesté un poco
nervioso de que entrara en mi intimidad. Allí
el moreno me salió con otra cosa que resultó una perturbación
inesperada en un diálogo que parecía un poco obvio. Sin perder la
sonrisa pero un poco desafiante me preguntó. -Pero
usted....¿vivió los tangos? Recuerdo
el énfasis con que pronunció la palabra “vivió”, con un silbido en
la consonante que la hacía sonar como una “f”. No
supe qué contestar y él, poniéndose serio como en un acto solemne que
resumía toda su vida me dijo: -Yo
sí, los viví todos- y empezó a nombrar tangos y canciones mientras su
dedo tembloroso recorría la pared indicando uno a uno los recuerdos. Desde
ese día esa pared me hablaba. Yo sabía que la mujer de la foto
amarillenta bien sobre el borde era la que volvió una noche en que él no
la esperaba, después de muchos años de soledad y me parecía poder verla
irse vencida, sin un reproche con una mirada triste y piadosa. Los
recortes de turf me llevaban a tribunas vociferantes en finales reñidos
por una cabeza. La
foto de la morenita que apenas se distinguía entre borrones de humedad
era tal vez la que cerró sus ojos para siempre, poniendo fin a la
esperanza febril que él alentaba. Era su honda herida en medio de tantos
otros recuerdos de un mundo que a pesar de todo siguió andando. La
calle empedrada del trozo de diario había sido la de su viejo barrio y el
grupo que lo rodeaba en una antigua instantánea de boliche era el de los
muchachos compañeros de su vida, a los que tuvo que decir adiós cuando
el destino lo llevó lejos. La
cinta de terciopelo colgada junto al crucifijo, tal vez su dolor más
antiguo, delantal y trenzas negras, soledad del camposanto. Meses
más tarde ocurrió algo que sacudió muy fuerte mi vida adolescente. La
jodita liviana comenzada con una de las pibas que pasaba para el almacén
se me había convertido en un metejón terrible que me hacía pasar fácilmente
de la euforia a la amargura. Al
principio el moreno había diagnosticado “Amores de estudiante”, por más
de que yo no lo fuera, pero creo que con el tiempo pude demostrarle que
mis sentimientos eran merecedores de una referencia a otros tangos. “Era,
para mí la vida entera como un sol de primavera mi esperanza y mi pasión.
Sabía, que en el mundo no cabía toda la humilde alegría de mi pobre
corazón”.... ¡Qué
bien que podía decir el Mago lo que yo estaba viviendo! Era como si se me
hubiera metido dentro, como si cantara exactamente lo que yo hubiera
querido expresar y entonces pude comprender lo que quería decir aquello
de “vivir los tangos”. También
en la mala, muchas de las letras eran capaces de expresarme totalmente, lo
que además de consuelo me daba mucha fuerza: “Mi noche triste”, “
Tomo y obligo”, estaban hechos para mí cuando me resultaba insoportable
el fracaso, aunque yo fuera casi un pibe todavía incapaz de agarrarme una
curda. Don
Celio solía escucharme sin prisa y hacía pocos comentarios, los que no
siempre eran bien recibidos por mí, por más que reconociera a la larga
sus razones. Otras
veces era yo mismo el que buscaba anhelante las respuestas en sus ojos
tranquilos, de los que recuerdo como un ligero halo azulado bordeando el
iris. Hubo
días en que encontré su silencio, cuando él entendía que estaba todo
dicho. Yo temía llegar a ese último extremo que me obligaba a enfrentar
una realidad siempre dura de reconocer y también tuve mis callados
enojos, mis protestas, en jornadas enteras en que no iba ni a saludarlo
para demostrar independencia. Tampoco era cosa de dejarse engrupir con
tanta cosa del viejo. Fue
una mañana de primavera pero tan fría que parecía invierno. Yo estaba
barriendo las pelusas de los plátanos que el viento había metido hasta
la mitad del galpón. Sentí que corrían por el fondo. Varias voces
gritaron algo de “Don Celio”. Corrí al cuartito y me topé con el
Gringo que salía y dijo casi llorando que iba a buscar a un médico. Estaba
tirado en el piso. Me preocupé de ver si respiraba. Parecía que no. Tenía
los ojos ligeramente abiertos, busqué su mirada y me pareció distinguir
una última luz de entendimiento hasta que aquella conocida sombra azulada
alrededor de su iris se fue agrandando. Por
primera vez, desde que lo conocía, el cuartito estaba frío y en
silencio. Después
que se llevaron a Don Celio, el lugar se cerró y así quedó varios días.
A la pérdida de nuestro amigo se sumó la de aquel recinto de amparo,
que supusimos sería pronto desmantelado para ganar espacio en el
taller. Un
día apareció la puerta abierta y creo que esa mínima diferencia, que
nada podía significar, nos hizo sentir una especie de alivio. Adentro
había gente trabajando. A media mañana se sintió que golpeaban pero no
sabíamos lo que estaban haciendo. Yo
estaba con el patrón mostrándole unos repuestos cuando dos hombres
grandotes que venían del cuartito se acercaron al patrón con cara de
querer comunicar algo importante. El
patrón se apartó unos pasos para atenderlos y sentí cuando dijeron
serios y categóricos : -La
foto de Gardel no sale. -¿Cómo
que no sale?- contestó él y tomando un marrón y un cortafierro se fue
casi corriendo hasta el cuartito. Fuimos
varios los que oímos los golpes. Eran tremendos y con una resonancia metálica
que hacía vibrar hasta las paredes del galpón grande. No
quisimos acercarnos por respeto. El patrón estaba de muy malas pulgas. No
supimos que les dijo pero los hombres se fueron. El
cuartito quedó abierto y con la luz prendida. Al
mediodía, como bobeando, nos asomamos. Estaba
vacío. Había
unas pocas cajas arrimadas junto a la puerta. Al frente, la pared desnuda
mostraba por primera vez sus cascarones verdosos sobre un fondo rosa pálido
y pensé en el maquillaje de una loca vieja que va llorando en la crueldad
de la mañana. En
el centro, la foto del Mago, seguía como si tal cosa; sólo que desde los
cuatro clavos de los vértices, unas tenues rajaduras se extendían
ramificadas dolorosamente como raíces que buscaran aferrarse. Eso
lo vimos el Gringo, los tres mecánicos y yo. A
la mañana siguiente la puerta volvió a estar cerrada y así quedó
durante los meses en que yo seguí trabajando en el taller. Después
dejé de ver a mis compañeros porque me fui a trabajar de administrativo
a una Mutualista. Sólo al Gringo veía de tanto en tanto, porque él tenía
una novia por mi barrio. Por él supe que el cuartito se estaba usando
como depósito y que la foto de Gardel había quedado allí, medio tapada
por tarros de aceite. A esa altura ya eran varios los que sabían del
asunto y se hablaba del “Milagrito de la calle Cebollatí”. El
Gringo puso una gomería en Sarandí Grande y tampoco lo vi más. Sé de
muchos que fueron hasta allí para pedir más detalles de la historia. No
hace mucho volví a pasar por esa cuadra. Donde era el taller debe haber
un depósito, porque estaba muy cerrado pero sin aspecto de abandono. El
portón era el mismo de antes pero pintado de otro color. Las dos casas de
al lado no habían cambiado en nada y tampoco el almacén, que únicamente
tenía otro nombre. Parado
en la esquina saqué cuenta que de todo aquello habían pasado veinte años
y casi me encontré tarareando :”Veinte
años no es nada y febril la mirada errante en la sombra te busca y te
nombra...” Hubiera querido preguntarle a Don Celio si eso habrá sido “vivir” un tango. |
Mireya
Soriano Lagarmilla
La rosa de los cuentos
Editorial El Galeón - Montevideo - 2002
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Soriano Lagarmilla, Mireya |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |