Los
ángeles impacientes |
Días grises de verano. Viento que arrastra lejos el canto de las campanas. Los campos cercanos a la vía se agitan en un ondular de yuyos que parecen olas, pero todo en India Muerta permanece fijo en sus raíces y la casa también queda anclada en ese mar, blanca y enhiesta, con las celosías verdes despintadas. Varias veces en el día, esas gruesas paredes que albergan silencio atrapan los sonidos de un tren que pasa y amplían y repiten los rítmicos repiqueteos, jugando con ellos hasta que los agotan y una última e imperceptible vibración vuelve a morir en el silencio. Cuando regreso, (mis muy esporádicas visitas de inspección tienen sin embargo el sabor de un regreso), estaciono el auto detrás de la verja y recorro todo calmamente, obstinándome en que mi presencia allí tenga el estricto sentido de verificar que todo está en orden. Resuenan mis pasos en los ambientes vacíos y yo no quiero pensar en otra cosa que no sean las humedades, las cañerías y las fallebas. Sólo al final del recorrido, cuando salgo a la terraza alta y contemplo el panorama vasto del campo hasta la tenue línea azulada de las sierras, me permito un corto reencuentro con mi propia imagen, correteando por los senderos de la quinta y vuelvo a oír la voz clara y autoritaria de la tía llamando desde la ventana. Miro allá abajo el auto que parece un cómico artefacto intruso en ese vestigio de jardín que conserva su dignidad a pesar del deterioro, siento el bullicio de mis compañeros de juegos y muchas escenas vuelven desordenadas en incontenible torrente. Veladas nocturnas, música de piano, mañanas llenas de sol y atardeceres plácidos. En un rincón de la sala la tía tenía un antiguo retablo de madera pintada y un reclinatorio tapizado de terciopelo granate. Allí hacíamos la oración vespertina mientras mi mirada vagaba por los dorados y los nácares, soñando dentro de un mundo de imágenes quietas. Allí la vi también algunas tardes con los ojos llenos de lágrimas que mucho me asombraban. Hoy las comprendo, aún sin saber cual era la pena que entonces la afligía. Un perfume agreste llenaba los cuartos y las maderas nobles y lustradas constituían para mi mente infantil la mejor aproximación a la idea de eternidad. La inmensa mole del aparador que fuera de los tatarabuelos era tan sólida e inamovible como la hora de la cena, a las ocho y media en punto de la noche, cuando la campanada del reloj se prolongaba en el intenso sonido del gong llamando a la mesa. El tren pasaba y yo estiraba mi manito al borde de la frutera y me ponía a golpear apenas la porcelana logrando finalmente que uno de los mayores distrajera un instante la aburrida conversación para recriminarme suavemente. Llora tía. Será la hora y el reloj no la dará. No estará la mesa tendida ni la sopera humeante llegará para posarse en la serena amplitud del mantel blanco. Un balido de carnero me hizo recordar al niño ahogado. Aquella tarde también balaban. Volvíamos por el camino polvoriento y sobre el cielo pálido ya había aparecido la primera estrella. Mi tía no respondió a la pregunta. Yo tuve miedo. No había sido mi intención suponer que un niño tan bueno como mi amiguito estuviera desprovisto de ángel de la guarda. Por eso, después de un rato volví a hacer la pregunta un poco modificada y sólo quise saber si los ángeles de la guarda pueden estar en algún momento distraídos. Ella contestó que no hay ángeles distraídos sino ángeles impacientes que se apuran en llevar a sus protegidos al cielo. -Así tienen menos trabajo- observé, pero ella tampoco contestó como cada vez que no le agradaba mi lógica. Miro los árboles y reconozco algunos que aún permanecen; al verlos gruesos y frondosos reencuentro la engañosa paz que me daba ver el aparador antiguo. Pasarán. ¿Hacia dónde vamos, tía? Los ángeles impacientes no nos dejarán acumular mucho equipaje. Vuelvo a descubrir senderos borrados y de vez en cuando una piedra, un borde de ladrillo, un resto de glorieta derrumbada, hace que todo despierte nuevo y fresco, aroma de flores y de tierra mojada, esmeradas atenciones de la tía, suelo carpido, tallos cuidados. Yo la ayudaba y mi pequeño balde se llenaba con una liviana carga de hojas secas. Preguntaba, ¿por qué se secarán las flores, tía? La luna redonda se asomaba. Aseguro otra vez puertas y ventanas y reintegro las piezas a su sueño. Me esfuerzo en bajar sin que la escalera cruja demasiado. Todo queda en orden, bien cerrado. Camino rápido sobre la tierra y me refugio en el confort del auto. Un cigarrillo, el noticiero y después, motor en marcha y avanzar suavemente hacia delante. |
Mireya
Soriano Lagarmilla
La rosa de los cuentos
Editorial El Galeón - Montevideo - 2002
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Soriano Lagarmilla, Mireya |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |