Las horas contadas
Mireya Soriano Lagarmilla

Lo vio bajar de la camioneta radio en mano. Pudo escuchar su voz autoritaria dando órdenes. El espacio entre contenedores era estrecho y ella tuvo que esperar antes de proseguir la marcha, un antebrazo apoyado en el volante y el otro sobre la ventanilla abierta.

“¡Atento Vargas! “ repitió la voz metálica del radio, antes de frases confusas y pedidos. El contestaba con alardes de impaciencia, sabiendo que sus respuestas, firmes, deliberadamente demoradas, estarían siendo escuchadas por muchos otros operarios del puerto.

No dejó de mirarlo hasta que él entró nuevamente en su vehículo para desaparecer al instante, zigzagueando entre las paredes altas, formadas por contenedores apilados.

Ella en cambio avanzó en trayectos cortos, interrumpidos por el paso de las grúas balanceando contenedores en sus fauces, ululando sobre ruedas más altas que el techo del autito blanco y pretencioso, ese mismo, estacionado cada día en sitios indebidos: Ya me voy. Ya me voy. Sólo un minuto.

La toleraban por ser mujer de Mulin, el dueño de una empresa operadora, de las tantas que luchan metro a metro por superficies de carga y de descarga.

Solía llegar a media mañana en días muy lindos, cuando la bahía centelleaba desde el fondo de callejones estrechos entre depósitos.

“¿Dónde dejé la llave del auto?”, era su pregunta más frecuente, poco después de llegar a la oficina, como visita fugaz, sonriente, despeinada. Algún empleado resignado le señalaba el sitio, mientras ella iba contando algún percance, hacía una llamada urgente y otras tantas, pedía a veces cigarrillos, se miraba al espejo con un delicioso aire de sorpresa.

Cuando se iba quedaba en el ambiente una cierta vibración y su perfume, como un desorden irracional, indómito, solo aplacable con el tiempo de trabajo.

Volvió a verlo otra mañana a través de la ventana. El número que discaba quedó en suspenso.

-¿Ese quién es?   preguntó.

-Vargas, Jefe de Operaciones

Algunas risas y otros agregaron:

-El que domina todo aquí en el puerto-

El no la vio. Su mirada atrevida, siempre prendida a los sitios de maniobra, no veía tampoco el cielo generoso por donde trepa el perfil cambiante de los barcos hasta formar como ciudades flotantes construidas con cubos de colores.

Un día ella logró interceptar esa mirada, incursionando al borde de los muelles.

-¿Quien es esa?

-La mujer de Mulin.

Todavía para él sólo un obstáculo en el ir y venir del montacargas.

Miraba al suelo como buscando algo. Chalina al viento, tan frágil se perdía en un suave caminar irresponsable.

-¿Qué tal?  Me llamo Brenda.

-¿Qué tal?  Soy Jorge Vargas.

-Me dijo mi marido que vos sos un fenómeno.       

-¿Qué sabe tu marido?

Y rieron al sol, casi al unísono, en la vastedad de la explanada.

Los días hermosos empezaron a gustarle, porque entre los coquetos cuchitriles diseminados en las áreas comerciales, había uno en el que podía estar ella: Solo un momento. Me voy. Gracias. Nos vemos.

El escuchaba, por una vez estático, latiendo el pecho apenas descubierto, y ella muy cerca como una enredadera que trepa a una columna lo rodeaba contando tribulaciones de mujer: “Hay un perrito, Jorge, ¿no lo viste? Y me parece que no está muy bien...”

El no había visto el perro o tal vez sí, pero tampoco podía recordarlo entre los tanto tristes vagabundos echados a la sombra de los muros.

El auto de ella podía aparecer en el momento más inesperado. El lo buscaba y a veces creía verlo en cualquier otro lejano fulgor blanco.

Su mirada certera sólo atenta a maniobras, empezó a soñar sobre las playas coloridas, repletas de automóviles en tránsito, que allí esperaban sin dueño, sin matrícula, sin el desorden tibio del interior del auto que él pudo conocer: “ Vení, te muestro el perro....” “¿ Ya no está?¿Dónde fue?”

-Otro día te llamo si lo encuentro. Y si no lo encuentro también llamo...

El número aprendido de memoria no le abrió el paraíso. El insistía. “ La señora no está” “No sé decirle”, escuchaba de odiosas carcerberas.

Una de esas mañanas recibió una esquela. “No me llames a casa” apenas se leía y él entendió que todo estaba claro.

El puerto era una gloria. Las grúas hundían sus grapos en el vientre de las bodegas para salir de nuevo rebosantes de un polvo dorado que vertían en tolvas.

Unas pequeñas nubes transparentes volaban alrededor hasta perderse.

En un día de lluvia se cruzaron. El auto se detuvo junto al muelle.

El lo siguió y dejó la camioneta con el quieto latido de sus luces.

Afrontó la tormenta en un instante y corrió radio en mano a guarecerse. Estás mojado, amor, estás mojado.

Los cristales se fueron empañando con cada respirar, cada palabra. En esa tarde no contestaba el radio. Atento Vargas. Atento Vargas. Nadie.

“No te regales así. Cuidate Vargas”, le decían algunos compañeros. Ya las visitas no eran tan frecuentes pero él solía faltar por las mañanas. Una hora o dos. ¿Qué pasa Vargas? Los ojos de la envidia lo observaban. Era el momento de cobrar antiguas cuentas. Se filtraba el veneno lentamente como el pesado aceite de las máquinas.

Había una mísera covacha con teléfono, en la zona más retirada de los muelles, cerca de un predio en que palos y chapas oxidadas se entreveraban al cuidado de un tuerto: odioso para muchos, un ángel para ellos.

Era él quién les daba los mensajes. Anunciaba a cada uno el día y la hora en que las puertas del cielo se abrirían.

-¿Dónde está Vargas?, repetían algunos y la pregunta moría en el silencio, mientras el auto vacío, estacionado, quedaba por unas horas por fin quieto, en un rincón del puerto bien guardado.

 

Lo hicieron ir al dique un mediodía. No era claro el motivo pero él fue, con la esperanza de estar ante una clave. Era dulce e inesperado el paraíso y había que estar atento a sus señales.

Dejó la camioneta y recorrió la ardiente soledad del astillero.

Le tiraron de lejos y ahí cayó con el radio prendido de su mano.

¡Atento Vargas! ¡Atento Vargas!

Nadie.

Mireya Soriano Lagarmilla
La rosa de los cuentos

Editorial El Galeón - Montevideo - 2002

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