Las horas contadas |
Lo
vio bajar de la camioneta radio en mano. Pudo escuchar su voz autoritaria
dando órdenes. El espacio entre contenedores era estrecho y ella tuvo que
esperar antes de proseguir la marcha, un antebrazo apoyado en el volante y
el otro sobre la ventanilla abierta. “¡Atento
Vargas! “ repitió la voz metálica del radio, antes de frases confusas
y pedidos. El contestaba con alardes de impaciencia, sabiendo que sus
respuestas, firmes, deliberadamente demoradas, estarían siendo escuchadas
por muchos otros operarios del puerto. No
dejó de mirarlo hasta que él entró nuevamente en su vehículo para
desaparecer al instante, zigzagueando entre las paredes altas, formadas
por contenedores apilados. Ella
en cambio avanzó en trayectos cortos, interrumpidos por el paso de las grúas
balanceando contenedores en sus fauces, ululando sobre ruedas más altas
que el techo del autito blanco y pretencioso, ese mismo, estacionado cada
día en sitios indebidos: Ya me voy. Ya me voy. Sólo un minuto. La
toleraban por ser mujer de Mulin, el dueño de una empresa operadora, de
las tantas que luchan metro a metro por superficies de carga y de
descarga. Solía
llegar a media mañana en días muy lindos, cuando la bahía centelleaba
desde el fondo de callejones estrechos entre depósitos. “¿Dónde
dejé la llave del auto?”, era su pregunta más frecuente, poco después
de llegar a la oficina, como visita fugaz, sonriente, despeinada. Algún
empleado resignado le señalaba el sitio, mientras ella iba contando algún
percance, hacía una llamada urgente y otras tantas, pedía a veces
cigarrillos, se miraba al espejo con un delicioso aire de sorpresa. Cuando
se iba quedaba en el ambiente una cierta vibración y su perfume, como un
desorden irracional, indómito, solo aplacable con el tiempo de trabajo. Volvió
a verlo otra mañana a través de la ventana. El número que discaba quedó
en suspenso. -¿Ese
quién es? preguntó. -Vargas,
Jefe de Operaciones Algunas
risas y otros agregaron: -El
que domina todo aquí en el puerto- El
no la vio. Su mirada atrevida, siempre prendida a los sitios de maniobra,
no veía tampoco el cielo generoso por donde trepa el perfil cambiante de
los barcos hasta formar como ciudades flotantes construidas con cubos de
colores. Un
día ella logró interceptar esa mirada, incursionando al borde de los
muelles. -¿Quien
es esa? -La
mujer de Mulin. Todavía
para él sólo un obstáculo en el ir y venir del montacargas. Miraba
al suelo como buscando algo. Chalina al viento, tan frágil se perdía en
un suave caminar irresponsable. -¿Qué
tal? Me llamo Brenda. -¿Qué
tal? Soy Jorge Vargas. -Me
dijo mi marido que vos sos un fenómeno. -¿Qué
sabe tu marido? Y
rieron al sol, casi al unísono, en la vastedad de la explanada. Los
días hermosos empezaron a gustarle, porque entre los coquetos cuchitriles
diseminados en las áreas comerciales, había uno en el que podía estar
ella: Solo un momento. Me voy. Gracias. Nos vemos. El
escuchaba, por una vez estático, latiendo el pecho apenas descubierto, y
ella muy cerca como una enredadera que trepa a una columna lo rodeaba
contando tribulaciones de mujer: “Hay un perrito, Jorge, ¿no lo viste?
Y me parece que no está muy bien...” El
no había visto el perro o tal vez sí, pero tampoco podía recordarlo
entre los tanto tristes vagabundos echados a la sombra de los muros. El
auto de ella podía aparecer en el momento más inesperado. El lo buscaba
y a veces creía verlo en cualquier otro lejano fulgor blanco. Su
mirada certera sólo atenta a maniobras, empezó a soñar sobre las playas
coloridas, repletas de automóviles en tránsito, que allí esperaban sin
dueño, sin matrícula, sin el desorden tibio del interior del auto que él
pudo conocer: “ Vení, te muestro el perro....” “¿ Ya no está?¿Dónde
fue?” -Otro
día te llamo si lo encuentro. Y si no lo encuentro también llamo... El
número aprendido de memoria no le abrió el paraíso. El insistía. “
La señora no está” “No sé decirle”, escuchaba de odiosas
carcerberas. Una
de esas mañanas recibió una esquela. “No me llames a casa” apenas se
leía y él entendió que todo estaba claro. El
puerto era una gloria. Las grúas hundían sus grapos en el vientre de las
bodegas para salir de nuevo rebosantes de un polvo dorado que vertían en
tolvas. Unas
pequeñas nubes transparentes volaban alrededor hasta perderse. En
un día de lluvia se cruzaron. El auto se detuvo junto al muelle. El
lo siguió y dejó la camioneta con el quieto latido de sus luces. Afrontó
la tormenta en un instante y corrió radio en mano a guarecerse. Estás
mojado, amor, estás mojado. Los
cristales se fueron empañando con cada respirar, cada palabra. En esa
tarde no contestaba el radio. Atento Vargas. Atento Vargas. Nadie. “No
te regales así. Cuidate Vargas”, le decían algunos compañeros. Ya las
visitas no eran tan frecuentes pero él solía faltar por las mañanas.
Una hora o dos. ¿Qué pasa Vargas? Los ojos de la envidia lo observaban.
Era el momento de cobrar antiguas cuentas. Se filtraba el veneno
lentamente como el pesado aceite de las máquinas. Había
una mísera covacha con teléfono, en la zona más retirada de los
muelles, cerca de un predio en que palos y chapas oxidadas se entreveraban
al cuidado de un tuerto: odioso para muchos, un ángel para ellos. Era
él quién les daba los mensajes. Anunciaba a cada uno el día y la hora
en que las puertas del cielo se abrirían. -¿Dónde
está Vargas?, repetían algunos y la pregunta moría en el silencio,
mientras el auto vacío, estacionado, quedaba por unas horas por fin
quieto, en un rincón del puerto bien guardado. Lo
hicieron ir al dique un mediodía. No era claro el motivo pero él fue,
con la esperanza de estar ante una clave. Era dulce e inesperado el paraíso
y había que estar atento a sus señales. Dejó
la camioneta y recorrió la ardiente soledad del astillero. Le
tiraron de lejos y ahí cayó con el radio prendido de su mano. ¡Atento
Vargas! ¡Atento Vargas! Nadie. |
Mireya
Soriano Lagarmilla
La rosa de los cuentos
Editorial El Galeón - Montevideo - 2002
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Soriano Lagarmilla, Mireya |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |