La noche impar |
Junito
veía subir y bajar el horizonte La noche plena de estrellas sobre el mar,
calmo, ondulante, como una oscura pantera a su alrededor. El
seguía sentado, inmóvil sobre la casilla de la barca, abrazado a sus
rodillas, aún sin atreverse a bajar. Los
otros tres dormían adentro, vencidos por el cansancio y el alcohol. Junito
sabía que no tenía que sentir miedo, esa era la condición para ser
pescador. Así se lo había dicho, pocos días antes, el primero que lo
llevó mar adentro. Pensó que esa era la tercer salida y el primer
problema, todo número impar, lo que según él era buena cosa. Además no
había nada que temer. Era
verano y ni asomo de tormenta. El mar estaba calmo y la nave bien anclada,
aunque a más de veinte millas de la costa. La
primer salida había sido mala. No por el trabajo duro, que ya estaba
previsto, porque es sabido que en la pesca no se puede llevar peso de
sobra y nadie puede darse el lujo de estar allí sólo para mirar. Cuando
le había tocado recoger el trasmayo, sólo él y su fuerza en la punta de
la pernacha, demostró ser tan voluntarioso como inexperiente. Todavía no
había aprendido lo que supo en la segunda salida: que para hacerlo hay
que aprovechar el “bulto”, como ellos le llamaban,
o sea usar a su favor el movimiento del mar que sube y baja para
recoger o soltar soga. Ese era el secreto de por qué a los demás les
resultaba la tarea más fácil, pero a Junito no se lo habían dicho, y
eso a él le dolió más que los cortes de la cuerda en la piel de sus
manos.
La
última madrugada habían salido con la Doida, la más pequeña de las
tres embarcaciones de Avelino. Junito se sentía más seguro, porque en
las salidas anteriores había aprendido cosas, sobre todo en la segunda,
con el Patrón Figueredo, que le explicó hasta cómo cuidarse del
Angelito Mozo, un pez que no ahorra mordidas ni siquiera cuando lo están
sacando de la red. El
Patrón de la Doida era Aniceto, un hombre de pocas palabras dichas como
con enojo. Además iban el Hormiga y el Tatú, hombres rudos y callados a
los que él recordaba haber visto sólo una vez en un bar de Punta del
Diablo. Habían
llegado de mañana temprano, echaron ancla en el sitio que les indicó el
Patrón y se pusieron a tender las vagas, tres en total, cada una con dos
trasmayos. Junito
ya conocía cuales eran sus derechos sobre el producto de la pesca: una
vaga completa para el patrón, una y media para los otros dos y un
trasmayo para él, de todo lo cual Avelino llevaría la mitad como es de
norma. Después
de terminado el tendido del modo que indicó Aniceto y de colocadas las
banderas, retiraron la barca unos doscientos metros para quedar allí a la
espera. El
sol ya estaba fuerte y el mar centelleaba amigable en miles de luces. El
Hormiga y el Tatú prepararon sus aparejos para la pesca individual y el
Patrón se echó a dormir dentro de la casilla. -¿Tú
no pescas, gurí?- dijo el Hormiga – Mira que es verano y así como
llegamos están esperando de los hoteles para comprar. La pesca blanca se
da bien. El
sonrió y negó con la cabeza. Todavía prefería observar y quedó
sentado en la cubierta mirando el azul del cielo sobre el
que a veces refulgía un pez como relámpago, sostenido por el hilo
que los hombres levantaban alegres. Al
promediar la tarde el Patrón les mandó que se prepararan para recoger el
equipo. Junito esperó alguna orden pero se la dieron al Tatú, que corrió
presto a darle arranque al motor. Después
de tres o cuatro intentos fallidos el Patrón se acercó y apartando al
Tatú de muy mala manera, dio un tirón maestro de la piola como para enseñarle
el modo de hacerlo. Pero
el motor no arrancó. Entonces él volvió a insistir dos, tres, cuatro,
cinco veces. Junito las iba contando y le pareció mal augurio que se
detuviera en la sexta, sólo porque era número par. El
Patrón quedó mirando hacia abajo con un silencio que invitaba a opinar.
Junito, observando a cierta distancia, sintió que hablaban de la toma de
aire y de la bujía que podía estar empastada. Probaron
a encender dos veces más antes de decidirse a levantar la tapa del motor.
Luego de abrirlo lo observaron detenidamente en respetuoso silencio;
sacaron la bujía, la rasparon y limpiaron con gas oil. Después que
volvieron a colocar todo en su sitio, estuvieron largo rato frotándose
las manos con una estopa que se pasaban de uno a otro sin decir palabra. A
Junito eso le recordó cierto gesto de los curas en una parte de la misa. Por
fin los hombres quedaron mirando el motor ya tapado, como si estuvieran
pensando en quién sería el próximo en pegar el tirón. Finalmente lo
hizo Aniceto. Una, dos, tres veces. Nada. -Ta
ahogado, Patrón. Déjelo que se repose un poco- dijo el Hormiga. Esperaron
un tiempo no demasiado largo y entonces probó el Hormiga. En un momento
pareció que arrancaba pero el ímpetu se desvaneció en una tosesita agónica.
Entonces la mirada del Patrón le cayó a Junito como un rayo. -¿Qué
haces ahí, abombado de mierda? ¡Súbete arriba de la casilla! Junito
trepó de un salto y desde allí siguió mirando. Sabía
que poco podía esperar una explicación de lo que sucedería más tarde
si es que el motor persistía en no arrancar. Intentó adivinar en las
caras de los hombres hasta dónde llegaba la gravedad del caso, pero ellos
se sentaron sobre unos cajones mirando hacia el poniente y él sólo podía
verles las espaldas, cada vez más oscuras sobre el cielo que iba apagando
uno a uno sus colores. La
barca comenzó a mecerse un poco más fuerte y se levantó una brisa
fresca que desordenaba los plásticos esparcidos sobre el piso de
cubierta. Muy de vez en cuando alguno de los tres se levantaba, se
acercaba despacio hasta el motor como si no fuera a hacer nada importante
y tiraba de golpe la cuerda con un chasquido estéril que no lograba ni
siquiera atraer la mirada de los otros. Unas
pocas estrellas empezaban a verse débilmente cuando alguno de ellos habló
de remar hasta la costa. Aniceto, que entendía mucho de mar y de
distancias, les sacó pronto la idea de la cabeza. Pescado
no va a faltar, pensó Junito, recordando los trasmayos que seguían allá
cerca bajo el agua, probablemente repletos de peces. Cuando
ya se hizo noche cerrada los hombres empezaron a beber y sus voces se oían
más fuertes y animadas. Junito estuvo tentado de hablarles para escuchar
algo que le diera tranquilidad pero no se animó. Tenía el presentimiento
de que podían culparlo de la desgracia. No en balde ni lo miraban, como
si pensaran que en el nuevo grumete, que tripulaba por primera vez la
barca, estaba la razón de ese grave contratiempo. En
un momento dado el patrón se levantó a traer la comida y comenzaron a
pasarse el tacho. Junito, sobre la casilla, definitivamente excluido,
sintió miedo de lo que ellos pudieran hacer más tarde. Pensó que el
agua dulce estaría celosamente guardada en un bidón en el que no le
permitirían ni mojar los labios. Imaginó también a los tres, ya
borrachos, amenazándolo y el desenlace terrible de que lo tiraran al agua
para poder cambiar la suerte. Por eso quiso pasar lo más inadvertido
posible, asumiendo una inmovilidad casi total. En
eso el Patrón volvió la cabeza y lo miró con ojos torvos en los que se
podía adivinar cierto reproche. En ese minuto eterno, Junito temblando en
silencio no sabía ni de qué disculparse, hasta que el gesto del Patrón
extendiéndole la porción de comida en una lata le volvió el alma al
cuerpo. Agradeció
mientras estiraba el brazo desde arriba de la casilla y se dispuso a
comer. Era un arroz frío y viscoso, con algunos trozos de ajo y pescado. Los
tres hombres siguieron conversando tan tranquilos como si estuvieran en
tierra. Hablaban de los planes del Hormiga para comprar una barca, de los
problemas de la hija del Tatú con su trabajo en Castillos, de las quejas
que tenía Aniceto con Avelino. Junito en su somnolencia, confundía las
historias y las voces. Ya los tres eran una misma sombra apenas visible en
la oscuridad de cubierta. Una
de esas figuras se desprendió de la forma confusa para acercarse a la
casilla. Al encender la linterna la luz dio de lleno en la cara de
Aniceto. -Estamos
en la ruta de los barcos. Si alguno llega a venir nos parte al medio. A
pesar de ese anuncio inquietante Aniceto fue el primero en bajar a dormir.
Los otros dos no tardaron en seguirlo. -Estate
atento, gurí- dijo el Hormiga cuando pasó cerca y esa advertencia fue un
alivio para Junito, porque recibir una misión es sentirse aceptado. Hacía
rato que sus compañeros dormían cuando su tranquilidad comenzó a
desvanecerse. Mirando alrededor imaginó a lo lejos como un gusano de
luces que se iba haciendo cada vez más grande. Después la mole acercándose,
los gritos, las señales desesperadas, la zambullida del último instante
para una huida imposible, el frío, la sal, la barca hecha pedazos, si
aparecía, tal vez entre los abismales vórtices y después el mar, sólo
el mar, que todo da pero también todo quita, como lo oyó decir tantas
veces en el pueblo. El
miedo le hizo olvidar el horizonte limpio. Con la cabeza entre las
rodillas quedó acurrucado pensando en el barco que podía venir, quizá
tan grande como el que estaba hacía unos años encallado en una zona
solitaria de la costa, hasta donde iban con seis compañeros más a
rescatar cosas. Allí
probó su valor subiendo por un cabo suelto del que se prendían como podían
después de atravesar peligrosos remolinos. Ese
enorme barco que vio herido de muerte sobre las rocas, era tan
impresionante que no pudo olvidarlo, a pesar de que era todo quietud y
silencio, tan solo un triste objeto de saqueo. ¿Cómo sería ve uno en
movimiento, inmensas murallas corriendo sobre el agua, abriendo su camino
con olas mucho más incontroladas que las de las tormentas? No
supo cuánto estuvo con la cabeza escondida, atentos sus oídos al sonido
que sabía se debería sentir desde muy lejos, pero sólo el silencio
rodeaba su temor. El barco que él esperaba como seguro verdugo demoraba
siglos, no llegaba, sin duda desviado su destino por el número impar. Poco
a poco fue levantando la cabeza y abrió su mirada a la noche inmensa. Una
inesperada calma le sobrevino. Más allá de la incertidumbre y del
peligro, era un momento hermoso de la vida en el mar.
Allí estaba él como única conciencia alerta en muchas millas a
la redonda y podía contemplar las estrellas como nunca lo había hecho
desde tierra. El
era el centro del universo; abajo el océano lo mecía muy suavemente
mientras su mirada se perdía hacia lo alto dejándose embriagar por el
espacio. En
el centro de todo ese infinito estaba su insignificante pero segura
conciencia. ¿Qué había más allá de ese cielo? ¿Hasta dónde llegaba
el universo? Pensó
en un mar eterno sin orillas que lo estaba rodeando, un espacio inmenso en
el que giraban el polvo y los planetas a pavorosa distancia, las
incontables estrellas que seguían hasta más allá de lo desconocido y
empezó a sentir otro miedo mucho más sordo y profundo. Era un miedo sin
consuelo, mucho más grave del que había sentido antes por la posibilidad
del barco, que después de todo era uno más de los incontables peligros
de la tierra. Mucho más hondo también que el vano temor de ser castigado
o aún muerto por los hombres. Un miedo absurdo pero que crecía sin
remedio en su interior, sin que existiera razonamiento capaz de apagarlo
porque no estaba relacionado con ningún
hecho concreto cuyo efecto pudiera contrarestarse. No era algo que
acaso ocurriera o no, de lo que por azar se resultara libre. No era algo
concreto y sólido a lo que presentar combate y acaso huir. El Universo
estaba ahí y no había forma
de escapar a esa presencia tremenda. Se le hacía insoportable la
contemplación solitaria de ese espacio. Bajó
de la casilla y con su movimiento hizo caer la lata que fue rodando hasta
la puerta de donde dormían los hombres. Supuso que ellos se despertarían
furiosos y eso, sin embargo, lo reconfortó. Pero el ruido no turbó el
sueño de sus compañeros. Junito estuvo tentado de despertarles pero no sabía qué
decirles. El oscuro terror era imposible de explicar. Volvió a subir y se
echó a un lado cerrando los ojos. El fresco de la noche lo hacía
temblar, pero también el insoportable espacio que estaba allí como
segura presencia, aunque él no lo estuviera viendo. Cuando
despertó ya era de día. El infinito se había borrado con el sol. Bajó
de un salto a cubierta. Los hombres seguían durmiendo. Caminó
un poco para estirar las piernas. Al llegar junto al motor le dio un suave
tirón a la piola. El estrépito del encendido lo hizo saltar a un lado.
La barca comenzó a girar en círculos. Los hombres salieron gritando.
Aniceto intentó dominarlo pero al tratar de moderar la marcha parecía
que perdía fuerzas. “¡Corta el ancla!”, gritó Aniceto y la barca,
una vez liberada comenzó a correr a toda máquina. -¿
Y el equipo?- preguntó el Tatú. -Deja,
luego venimos- contestó Aniceto con una amabilidad desconocida. -Después
a Avelino lo vas a aguantar- observó el Hormiga. Navegaron
más de una hora alegremente rumbo a la costa, casi rebotando sobre las
olas suaves. Los
hombres algo escrutaban en la amplitud de la mañana diáfana hasta que el
Tatú pegó el grito que a todos puso alerta. -¡Olivera!
¡Allá viene Olivera! -No,
es Figueredo. -¡Son
los dos! ¡Vienen los dos! -¡Volvemos!
– dijo repentinamente Aniceto- A recoger el equipo. -Dale
con fe que nos vieron. Allá vienen, allá vienen los dos. Junito apenas podía distinguir dos puntos en el horizonte, pero sabía que eran las embarcaciones de Avelino que se acercaban seguras al rescate. Las veleidades del motor de la Doida habían dejado de ser importantes. Aniceto
destapó una botella que pasó de mano en mano hasta llegar a Junito. El
también rió y bebió como los otros. Después de todo ya era un hombre de mar. |
Mireya
Soriano Lagarmilla
La rosa de los cuentos
Editorial El Galeón - Montevideo - 2002
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