La comunión |
Cerca del mediodía, cuando abrasaba el sol sobre las casas, las calles polvorientas fueron perdiendo su soledad estival y se vio gente venir de todas partes, algunos como si fueran hormigas trayendo cargas sobre sus cabezas. Los ojitos brillantes de la Vichona espiaron rápidos detrás de la arpillera y con la velocidad de quien tiene años en observar los acontecimientos del barrio identificó de inmediato el punto de concentración de esos grupos desordenados y coloridos. -¡Van a lo de Silva!-, dijo y allí, en efecto, detrás del galpón grande y debajo del alero se estaban colocando unas contra otras mesitas de todas formas y tamaños en una larga fila cubierta con manteles diversos y unos metros más al fondo la parrilla humeante anticipaba el asado. La Vichona no abandonaba su puesto de observación alertando a las compañeras cada vez que veía alguien en especial como se abrió la puerta de lo de Carmela. - ¡Ahí va la rica!- chilló- ¡Invitaron a la rica!- y no separó la mirada de ella hasta que Carmela, un poco agobiada por el peso del tocadiscos, el paso vacilante y los tacos torcidos, desapareció detrás de la pared de Silva. Allí, los hombres circundaban el fuego hablando poco y bebiendo más, mientras las mujeres picaban frenéticamente ensalada y luchaban por organizar la larga mesa que una banda de chiquilines revoltosos se empeñaba en dislocar cada vez que querían pasar de un lado a otro provocando llantos y disturbios al enredarse en los cables de los ventiladores y del tocadiscos, peligrosamente colocado sobre una banqueta. A medida que llegaba gente, vasos y cubiertos en grupos desordenados iban invadiendo toda superficie libre. Como llevadas por el violento “chamamé” que empezó a sonar, algunas bolsas de nylon, liberadas de sus contenidos, escaparon de la mesa y quedaron suspendidas sobre el pasto. La Vichona, resignada dejó caer la punta de la cortina; ya todos estaban detrás del muro y sólo podían oírse la música, los gritos, las risotadas. Los que habían ido temprano a la capilla, conservando resabios de pulcritud endomingada, se sintieron pronto en minoría frente a la horda de los que vinieron directamente a la comida, francos, abiertos y descamisados y fueron apagando poco a poco los comentarios de “qué bien estuvo” y “qué linda la ceremonia” hasta que los de zapatillas fueron tantos que era casi una vergüenza haber estado en ese asunto de la comunión y mejor era hablar de cualquier otra cosa, a pesar de que por un rato persistió el único vestigio clerical de la nena mostrando estampitas, revoloteando de un lado a otro como una efímera mariposa blanca, porque después el calor apretaba y apareció de short, camiseta rayada y sin la moña para poder jugar a gusto con los chicos que sólo se aquietaron cuando el grito de “¡A comer, el asado está pronto!”, se repitió en la polifonía de muchísimas madres. La carne empezó a ser distribuida desde grandes bandejas esmaltadas que circulaban por detrás de las sillas, llevadas por el brasilero solícito, el brillo de oro al borde de la sonrisa, los brazos huesudos, fuertes y morenos, y por Silva, satisfecho, esforzándose en atender cada detalle, porque qué lindo es ver a tantos amigos reunidos, su mujer apretada en la seda floreada, yendo y viniendo con jarras de vino, su cuñada destapando botellas de gaseosa mientras vigilaba con un ojo al novio recién llegado de Tucumán, de mucha conversación con la Juanita, de semejante escote y las moscas, moscas sobrevolando todo en círculos cortos, moscas corriendo en trayectorias rectas, precisas, zizgagueantes, en los platos, el borde de los vasos y sobre el leve sostén de la lechuga. En la punta de la mesa se habían ubicado el gordo Paz y el carnicero Domínguez, levemente risueños, con la estudiada quietud de los que están por dentro preparándose para ser protagonistas, intercambiando cortas frases sin importancia, seguros de que en cualquier momento reanudarían la discusión de política que continuaban vez tras vez en cada acontecimiento social del pueblo, y estaban también rodeándolos los flacos boquiabiertos de siempre, jaraneando con el pan y con el vino, tirando pelotillas a los sectores más lejanos de la mesa, tratando de evitar la parte central, limitada por el privilegio de un mantel de encaje desde donde la abuela, flaca y morena, supervisaba las bandejas con gesto agrio y la atención de un ave de rapiña, mientras que alrededor las nueras acomodaban sus carnes en las sillas o bancos que les hubiera tocado en suerte, entreverando anécdotas acerca de sus niños en un desordenado parloteo en el que para ser oído había que gritar más que las otras, llevando el volumen general a niveles imprevisibles. El paso del brasilero repartiendo la carne iba acallando grupo tras grupo hasta que al fin sólo se oían palabras aisladas ahogadas por el masticar sordo y confuso, convertido en un único murmullo sobre el que a veces tintineaba el golpe de una botella contra el plato, entregados todos a la tarea de cortar y engullir, sacudiéndose por momentos las moscas demasiado impertinentes que siempre volvían, como el griterío que surgía levantándose una vez más en una ola creciente hasta que después de otra vuelta del asado iba acallándose, dejando sólo persistir las voces de los que ya no comían más aunque siguieran circulando las bandejas repletas de carne jugosa. Una flaca pálida, como perdida entre el vigor sudoroso de las nueras, se defendía de la insistencia de ofrecimientos reiterados con unos “no gracias, ya estoy llena” tan repetidos como el vuelo de las moscas que la maestra espantaba metódicamente mientras iba pensando en la mejor manera de dirigirse a cada uno para pedir colaboración para la escuela, y hasta se anticipaba en suponer cuanto darían, recorriéndolos a todos con una mirada fría tras los anteojos, inalterable la ondita de su pelo y el prendedor dorado sobre la vainilla de la blusa, aún cuando interiormente sintiera espanto por los boquiabiertos, a los que prefería ignorar y entre los que podía reconocer ex alumnos de los que recordaba vergonzozas anécdotas. La Juanita fue una de las primeras en saciarse; el tucumano le prendió un cigarrillo y ella tiraba bocanadas de humo hacia arriba mirando al hombre, sin entender mucho de las explicaciones de la zafra del azúcar que él se esforzaba en detallar, pensando a la vez en cómo empezaría a hablarle de otra cosa y en cómo defenderse más tarde del ataque seguro de la novia, hasta el momento desaparecida en la cocina. Paz y Domínguez estaban ya en plena discusión y los boquiabiertos aplaudían ora a uno, ora al otro y se apoyaban casi extendiéndose sobre la mesa todos mirando hacia la punta donde estaban los contendientes, dejando a sus espaldas al hombrecito de traje que sonreía en silencio delante de su plato, sin saber si atender a las definiciones de política o a la conversación acerca de avícolas que se desarrollaba a su izquierda, ignorante también de la desilusión de la Carmela por estar ubicada tan lejos y que mientras tanto soñaba con él, sabiéndolo desprotegido y un poco incómodo, como cada vez que la vida lo arrastraba fuera de la ventanilla de correos donde, cortés y seguro de sí mismo, atendía al público de lunes a sábados. La maestra intentaba sustraer a algunas mujeres del hechizo logrado por el cuñado de Silva, que contaba a varios metros a la redonda cómo pudo recuperar su dinero de manos de un abogado tramposo, pero cada vez que ella llegaba a los pormenores del jardín de la escuela, que cuesta tanto trabajo mantener o al osado proyecto de una cancha de deportes, el hombre daba un fiero puñetazo a la mesa y reproduciendo el momento crucial de su anécdota repetía :” ¡Le hice volar los expedientes!”, en un grito que distraía a toda la audiencia. Una gorda de rojo preguntó chillando en dónde podía comprar una buena piscina para los chicos, tan sólo por el gusto de que Carmela oyera su propósito, pero para llegar hasta ella, esos enfáticos “que sea bien grande como para que quepan todos”, “que sea resistente para dejarla afuera, porque tenemos mucho terreno en el fondo”, debían atravesar una barrera de recetas de cocina, discutidas, aprobadas, modificadas: yo no le pongo morrón hasta que no esté bien espesa, y la cebolla tiene que estar muy finita, yo no, ¿y cuántas tazas?, ¡estás loca, mujer!.¿cómo te queda?, así la hago siempre, no me digas, ¡Y le hice volar los expedientes!; pero Carmela no hubiera sentido envidia, porque muy lejos de salsas y piscinas, estaba pensando en un paseo compartido por la plaza y en una posible colección de estampillas que le diera motivos para acercarse y preguntar. Los sobrinos de Silva hablaban de fútbol y entre ellos cayó como llegada de otro mundo la mujer del gallego, que venía apenas desde la cocina, como todavía sintiendo la mano ardiente sobre su nalga, y pensando en algún pretexto para una nueva incursión en el ámbito de los platos sucios que le permitiera volver a enfrentarse con el inesperado fervor del brasilero. Silva puso la Misa Criolla para que la profesora de piano de la nena viera que en la casa había discos buenos, pero ella ni siquiera lo notó porque escuchaba resignada las cuitas de la flaca pálida, ofreciendo el contraste de su majestuosa gordura y acompasando su paciencia con un enorme abanico de colores Cuando ya todos habían terminado de comer, la movilidad de varios permitió que algunos cambiaran posiciones en la mesa. Los boquiabiertos se dispersaron; Paz y Domínguez, sin su auditorio, fueron apagando su discusión hasta que” ya sabe, usté perdone, pero para mí la siesta es sagrada”, y se fueron caminando despacio a lo largo del alambrado. El tucumano junto a la parrilla, ayudaba a Silva a apagar las últimas brasas.¿Y Juanita? ¿Dónde está la Juanita? Nadie vio cuando se fue la Juanita; pero circulaban historias de un intercambio de cachetadas en la cocina, episodio confuso y controvertido en el que sin duda había participado la cuñada, que se había visto enfurruñada y llorosa. ¿Para qué la invitaste, me querés decír? ¡No tiene vergüenza la Juanita! Y la mujer del gallego, parada junto a la puerta, medía el riesgo, saboreaba el peligro de irse en una escapada hasta las casas, y si alguien me ve puede pensar que me olvidé de algo, pero había que avisarle al brasilero o que de algún modo se diera cuenta, que salga un poquito después que yo y que me siga, pero él como un idiota allí lavando platos. Y Silva miraba enternecido al brasilero trabajando frente a la tina y le decía a su mujer: -Mirá ese hombre, no ha parado ni un minuto, cómo nos ayudó, ¿no te parece?, y pensar que el pobre está sin trabajo..., ¿ y no querrá ir a la chacra de Manuel?, le vendría bien un hombre así, ¿no te parece? Las doñas juntaban restos para los perros pero la Silva les insistió en que llevaran también carne de la que había sobrado, -Para los de allá abajo, pobre gente, los de la orilla, José trajo algunos a casa cuando la crecida. El los conoce, puede llevarles. Cada vez son más, ¡Dios nos libre! Cada vez son más... -¡Como no voy a querer, Don Silva! ,¡ Si hace seis meses que estoy sin trabajo! Lo que sea Don, lo que sea... Y no se despega más de la charla y yo digo, ¿para qué me tocó el culo si no quería? -¡Cómo no voy a querer, Don Silva, agradecido y para lo que sea, si hace seis meses que estoy sin trabajo... Algunos hombres seguían sentados a la mesa en una charla pastosa y lenta. La Silva, de vez en cuando les traía otra botella que ellos vaciaban equitativamente y recomenzaban a beber despacio como cumpliendo con un ritual cansado. De tanto en tanto despedían con mirada triste al que debía abandonar la rueda cuando su respectiva pasaba a buscarlo, y lo sacaba del grupo en un acto que parecía injusto y cruel porque rompía la tenue magia que sin querer habían creado y que temblaba dorada como el vino en los vasos. Silva se sentó fatigado y satisfecho. -Todo salió muy bien, ¿no te parece? Dos de las nueras gordas flanqueaban a la abuela en retirada. Muchos se alejaban con mesitas a cuestas. Otros llevaban en brazos a sus niños dormidos. Carmela se iba también, avanzando a pasitos cortos sobre el pasto, arrobada en conversación con el hombrecito del correo, que inclinaba el pescuezo hacia delante en un gesto parecido al de las tres o cuatro gallinas que picoteaban cerca del portón. El terreno quedó casi vacío. Sillas dispersas, papeles sobre el pasto, un hombre dormido al borde de la mesa y otra vez la Misa Criolla, que recién entonces podía oírse expandiéndose en el aire calmo de la tarde, para llegar a los confines del barrio. ¡Señor
ten piedad de nosotros! ¡Señor
ten piedad de nosotros! ¡Señor
ten piedad de nosotros! Piedad, Señor, piedad, ten piedad de nosotros. |
Mireya Soriano Lagarmilla
La rosa de los cuentos
Editorial El Galeón - Montevideo - 2002
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