Yo
creo que un relato es siempre parte
o continuación de los demás que hemos hecho, vivido, soñado u oído
como bellas mentiras, y por eso suelo superponer algún trazo coloquial o
algún nombre afín de no romper la unidad invisible de todo lo narrado. Y
también están aquellos sucesos que nos transmitieron como reales, pero
se ignora si quien relata ha sido testigo, protagonista o simplemente
lector, y en este último caso el suscribirlos sería una apropiación
indebida. Entonces el narrador contumaz toma la anécdota y la repite
oralmente aquí, allá y quién sabe si de pronto aparezca el que le diga:
Pero si eso lo leí en o lo escuché a... De modo que por simple eliminación
o por cansancio de que nadie haya acusado hasta hoy el golpe, decidí
contar lo de Azucena y Adelaida.
Vita
Azucena
era la primera niña que había parido Adelaida, y las dos, hija y madre,
se parecieron en algo más que la A inicial de sus nombres: una mancha de
color vinoso que la chica heredara en plena mejilla, y que con el tiempo
la ya adolescente disimuló mediante una leve caída de cabellera rubia en
tal punto crítico. Y ese detalle de coquetería, por estar enamorada en
silencio de un muchachuelo del barrio muy parecido en color a un cuadro naif:
piel blanca, ojos azules, pelo rojo, pecas herrumbre puro, y al que quizás
por tal policromía y brillantez le endilgaran el apodo de El Cometa.
La
madre de Azucena, o sea Adelaida, dio a luz siete hijos en su corta vida
matrimonial, que habrá durado aproximadamente el producto de esta breve
multiplicación, 7 x 9 "= 63 meses, con algo de margen para los
puerperios, es claro, menos el séptimo, al que no sobreviviera. Y como la
dueña de aquella fecundidad estuviese tan ocupada en hacer esos siete
chicos en tan poco tiempo, vino a ser la primogénita Azucena quien, desde
que tuvo algunas escasas fuerzas, los acogió en sus brazos durante la época
indefensa de cada uno. Es como una madre, se acostumbró a oír decir a la
gente, viéndola siempre con niño vivo, nunca con muñecas inertes. O
mejor dicho, cargando aquellos muñecos que berreaban, comían, ensuciaban
el habitat, dormían y despertaban para volver a hacerlo todo de nuevo en
un interminable ciclo.
Pero
algo iba a suceder como un fenómeno muy especial no investigado aún por
los relatores: que a medida que nacían, como si se fuera agostando el árbol
luego de cada remesa frutal, las criaturas eran cada vez más chicas. Quizás
por la rapidez de las hornadas, o por lo que la genética quiera explicar,
el asunto continuó así en la línea evolutiva, o en la involución, si
se mantiene fidelidad a la palabra. Y con el último niño, es decir el séptimo,
la mujer murió. Y Azucena se abrazó a éste como a las anteriores,
sintiendo cada vez menos el peso de la carga. De pronto, pasados ya siete
años del último
vástago, a quien se le pusiera el obvio nombre de Septimio, se cayó en
la cuenta de que aquel achicamiento progresivo de las crías había ido en
serio: el niño era, y así lo confirmaron los médicos, enano, pero de un
enanismo muy particular, ya que nunca pasaría de los cincuenta centímetros
de estatura.
Azucena
siguió con el enano en brazos mientras caían las hojas del almanaque con
el color de las estaciones sucesivas. Los demás hermanos se fueron de la
casa cada cual a su destino, como ocurre siempre para que este mundo sea
un muestrario de diferencias. Y con el ensañamiento del tiempo al que
nadie ha descrito en la exacta medida de su ferocidad, los años se
abalanzaron sobre la ya mujer que, con el pequeño pigmeo encima, envejeció
hasta llegar a los ochenta..
Por
una operación matemática simple, fácil es colegir cuántos años tendría
entonces Septimio, nacido durante el décimo de Azucena.
Y
este vino a ser el final, un final tan humilde y tan anónimo que quedó
sin registrar en ningún The End cinematográfico, en ningún libro de
cuentas rendidas con el cielo, en ningún memorial de la tristeza. Porque
lo cierto es que una tarde tibia de sol otoñal, parada Azucena en la
puerta de su antigua y semiderruida casa -casa de cien años, mujer de
ochenta, enano envuelto en ropas de bebé de setenta-, acertó a pasar un
anciano decrepito apoyado en su bastón, la miró, descubrió cierta
mancha vinosa de su cara, que también había sido la marca de la madre, y
le dijo: Hola, doña Adelaida, ¿ »e acuerda de mí? Soy aquel muchacho
pelirrojo del barrio a quien le decían El Cometa. Sabrá ahora que yo
estaba enamorado de su hija Azucena, tan bonita y tan maternal, con su
rebelde pelo rubio que le cubría un lado de la cara. Pero un día nos
cambiamos de zona, yo me estiré, me casé, tuve hijos y nietos, enviudé,
y hoy he venido a despedir a un amigo de la infancia que murió en la otra
cuadra. Y no sabe cuántos buenos y bullangueros recuerdos me despertó el
obituario a pesar de ser lo que era, un toque de silencio... Su voz de
tortuga vieja, que deben tenerla como todos
los
seres comunicantes, quedó flotando en el aire dorado unos segundos
mientras el dicente se alejaba siempre renqueando. Y de pronto el hombre
que recapacita, se vuelve y pregunta: Pero dígame, doña Adelaida, ¿hasta
cuándo piensa usted seguir teniendo niños?
Mortis
Sí:
Azucena murió allí mismo de un síncope. El homúnculo envuelto en
puntillerías antiguas, rodó y se desnucó. Y esto último no lo contaba
Gastón, pero hay que ser piadosos aunque a fuerza de la desnuda verdad,
pues ¿qué iba a hacer un anciano tan pequeño en este inhóspito mundo?,
¿irse a vivir a una colmena para cuidar a la reina? Gastón sabe lo demás,
hasta el nombre de la calle en que ocurrió aquello tan extraño, unos
niños que nadan cada vez más pequeños al punto de alcanzar lo absoluto.
Yo respondo sólo del final, ya que suelo darme a investigar historias
truncas, tengo un
banco de datos. No, computadora no, las
fichas me caen más humanas. Al manejar la de Azucena creí aspirar un
vaho sutil de leche coagulada.
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