El eslabón perdido
cuento de Armonía Somers

El jeep arrancó bruscamente, con mucha mayor violencia con que lo hubiera hecho un vehículo convencional.

La cara del chofer no aparecía visible. Un sombrero de paja con el ala gacha de la frente a la nuca, los hombros levantados por demás, y quizás los brazos demasiado largos le conferían, tanto para los dos hombres que habían ocupado el asiento trasero como para el que prefiriera acompañarlo adelante, un aire de ser hermético y fuera de lo común que no parecía conveniente indagar.

Era ya medianoche. El mundo se hallaba de suyo a oscuras, la tormenta se les venía aceleradamente encima, los estómagos de los tres pasajeros estaban ahítos por la cena recién consumada en la hostería de la costa y la soñera de boa no les permitía inquirir na. da en ese tono elemental de quién es este hombre, cómo será su rostro, adonde nos llevará si no le dijimos hacia qué punto vamos. Si hubiera sido un caballo atado al palenque iríamos montados en él los tres. Vimos el jeep y eso bastó. Sólo que el caballo esperaría órdenes, mientras que este sujeto empuñó el volante y salió así disparado, con una especie de terror atávico al trueno que se venía reptando entre las dunas.

—Dunas y médanos... Esto parece un camino blando sólo transitable por un jeep —dijo el primer hombre del asiento posterior a la izquierda.

—¿Pero por qué un miserable jeep y no un cómodo taxi o un coche de remise? Plata sobró para los gastos extras de las vacaciones. No veo si porqué de andar jineteando este camello viejo entre la arena —masculló un segundo hombre de atrás a la derecha, mientras manoteaba el aire a consecuencia de tres o cuatro baches en cadena.

La voz fue interferida por un vaho de vino con resabios de ajo, cebolla y frutos del mar que estaban siendo malamente batidos en la coctelera gástrica. El poeta sentado adelante junto al misterioso conductor protestó entonces con su voz modulada:

—La noche, la tormenta, el próximo mar atlántico. No es cuestión de cuatro ruedas, amigos, sino de naves metafísicas. Y yo os digo —añadió con cierto tono de burla hacia las antiguas formas: Como ligero esquife con las velas tendidas / me alejo de las playas sonoras de la vida...

La risa de los dos hombres de atrás llenó el ámbito impregnado ahora por el segundo olor reinante: una mezcla vil de gasolina, caucho y encerados del jeep.

—Y sin embargo yo seguiría insistiendo en que es cuestión de ruedas —afirmó el de atrás izquierda. El jeep tiene transmisión directa en las cuatro, de modo que hay tracción individual en cada una, lo que le permite prenderse en este terreno arenoso.

El segundo derecha quedó sin habla ante tanto alarde de suficiencia en mecánica de su amigo abogado y quién lo hubiera dicho. Para él, que sólo estaba en lo suyo, fina artesanía de pieles, un jeep era sólo un jeep, qué diablos. Podría haber hablado del diferente tacto de un visón y una piel de lobo, pero un jeep maloliente jamás aceptaría una piel por tapiz, y en ese límite se hallaba la diferencia.

Fue en tal momento que la luz de un relámpago iluminó el desierto que atravesaban, acentuando las formas de las dunas como pequeñas cordilleras brotadas entre los tamarices y los juncos. Y a continuación el retumbar del trueno y luego la recién parida lluvia que se había ido gestando cielo arriba.

El chofer no se inmuta ni vuelve la cara. Es un hombre sin rostro, o quizás con algo tan horrendo como tal que ha preferido la máscara de hierro de la no intervención. Pero en todo caso su asunto parece ser hendir la noche que se les ha licuado encima aumentando con ello el peso del mundo.

Y para ese momento ya no será sólo la aplastante lluvia. Vientos arranchados venidos quién sabe desde dónde silban entre las estructuras de la capota del jeep. El acompasado vaivén de las escobillas del limpiaparabrisas únicamente se oye, no sirve para nada. Allí no existe visibilidad ante la noche que? bajó la cortina. Y el objeto móvil es sólo una realidad aparente, no funciona sino como un arrorró sobre las conciencias tratando de que no vayan demasiado despiertas.

El hombre de izquierda atrás (en realidad hubieran debido juntarse los tres allí para que el conductor tuviese mayor movilidad y acceso a las palancas de comando afectadas directamente al piso), el hombre izquierda atrás ha entrado de pronto en la premonición del pánico. Su lengua se endurece, sus conocimiento sobre el jeep han quedado en punto muerto. Fue entonces cuando un rayo cayó del lado suyo y no del otro. Se lo vio iluminar como un disparo desde arriba, se le oyó el chasquido seco e inapelable. Esa inauguración de la amenaza en su contra lo saca del mutismo para aportar algún argumento en la defensa, y dice sin ton ni son:

—In dubia pro reo...

—¿Quién es el reo aquí? —preguntó como para acogerse al beneficio de la duda el hombre de las pieles.

—Somos reos los cuatro, sólo que no veo de qué se nos acusa, por qué se nos vino esta tormenta, a qué obedece el juicio colectivo.

Otro rayo igualmente vertical y de sonido restallante, pero esta vez del lado del hombre atrás derecha, iluminó con su luz azulada el rostro de líneas serenas que en una fracción de segundo se contrajeron por el espanto.

—Los que realizamos tareas sedentarias —habló de pronto el dueño de la cara— los relojeros, los peleteros, tenemos tiempo para pensar. Y en uno de esos largos plazos yo lo he visto.

—¿A quién?

—Al mundo. Muchas veces le quito mentalmente cosas y no sucede nada.

Pero un día se me ocurrió sacarle las culpas, y entonces no quedó mucho, sino una red vacía, algo formado por los agujeros que antes ocuparan esas culpas...

El jeep seguía andando con su individuo impasible cada vez más encogido de brazos, como un jockey cabeza contra cabeza del caballo. Fue ese el momento sn que el poeta del asiento delantero derecha tuvo una inspiración de corte ciclotímico: arrojarse a los brazos de la tormenta, hacer la experiencia del connubio con el terror para evadirse del terror mismo:

—Corónenme de flores y pónganme mortaja / una mortaja blanca como el cisne encantado / que conduce la barca del paladín sagrado... —dijo, y abriendo sorpresivamente la puerta se arrojó del jeep para zambullir sn las tinieblas chorreantes.

El conductor detuvo la marcha. Para la próxima luz del cielo miraron todos hacia los cuatro horizontes. El poeta no estaba más allí. Su disolución en la lluvia y la oscuridad circundante había acontecido en forma integral, tal como debía serlo.

Nuevos latigazos del fuego celeste cruzaron la cara de la noche, tanto que el piloto interpretó la orden de arriba: seguir la marcha sin la poesía. Iban quedando allí, según lo había podido colegir, figuras representativas del mundo: un administrador del derecho y defensor de la ley (“no deberá saber éste quién soy”); y el hombre de las pieles ("lo que tengo debajo de las ropas halagaría su acto y estimularía su vocación homicida, cuidado con él...”).

Entonces el viaje sin rumbo aparente se hizo más monótono y angustiante que nunca. La inundación crecía en todas las dimensiones cuantitativas y la tracción del jeep era ya dificultosa en grado máximo. El tiempo que se mide a clepsidra estaba devorando allí tanta arena mojada que casi no era tiempo, sino más bien el parte de su derrota.

Alguien dijo de pronto "miedo” y, al parecer a causa de ello, quien comandaba las baterías del infinito empezó a arreciar sus descargas, de modo que en adelante la palabra maldita fue suprimida precaucionalmente. Pero tampoco podían pronunciarse sus antónimos, porque la confianza era un resabio de viejas edades en que se pastaba hierba tierna en los prados felices.

A todas éstas, si es que el tiempo no estaba desterrado completamente aún como noción dentro del jeep, habían pasado ya las horas, horas que alguno calculó en el reloj del tablero, justo al nivel del agua que inundaba el vehículo. Momento este en que el hombre sin rostro responsable de la marcha tuvo el accidente. Perdido todo control a causa de algo invisible, fue a estrellar el pequeño coche contra un árbol semisumergido. La puerta trasera se abrió simultáneamente como consecuencia de la conmoción provocada por el impacto y los dos ocupantes, hombre de atrás izquierda y hombre de atrás derecha, fueron arrojados a la masa líquida que los arrastró descortésmente tal como el agua que corre tiende sus trampas.

... Entonces yo quedé para contar —dijo el ser ambiguo encaramado en la copa de un árbol frente al día recién amanecido. Mirado desde allí el mundo aparecía verdaderamente redondo, con reminiscencias de arca. A lo lejos, la parte superior dé la capota del jeep emergía como un oscuro continente entre las ya aquietadas aguas. Yo me toqué mi piel pilosa salvada del diluvio y las eventuales curtiembres humanas. Era sólo problema de volver a empezar la historia del hombre y el mito del eslabón perdido. Y eso vino a tocarme en desgracia justamente a mí...

(A Carlos Darwin).

cuento de Armonía Somers

Publicado, originalmente, en: Maldoror Revista de la Ciudad de Montevideo Nº 11 Agosto de 1976

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/5661

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Ver, además:

                  Armonía Somers en Letras Uruguay

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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