Esa noche el cielo se descolgó. Entre el silbido de las locomotoras y el viento que arrancaba los pegotes de diarios de los agujeros, se protagonizó un dúo salvaje que sólo le fue posible dominar echándose algo fuerte en el estómago y metiendo la cabeza bajo las cobijas. Iba ya a soplar la llama cuando un rayo brutal caído en la cantera próxima, y acompañado en su resonancia por una chasquido como de resquebrajamiento, casi arrancó la vivienda. Menos mal que dejara bien amarrado el caballo al cerco, pensó, porque entreabrir nomás la puerta sería para salir por los aires con casilla y todo como en un globo antiguo. Y el olor azufrado del aire fue tumbando de a poco en el sueño.
A la mañana siguiente todo había quedado en silencio. Era, cierto, una calma sospechosa de campo de batalla cuando el pelotón yace por tierra. Abrió con ciertas aprensiones de sobreviviente único, miró en redondo. El barro formaba alrededor de la casilla una especie de compota negra que ni con siete días de sol iría a endurecerse. Notó además, algo raro en su entorno. Era como un despertar en la habitación de un amigo que ha llevado a dormir a su compañero de beberajes después de una noche violenta. Hasta que de pronto hizo pie en la realidad, viendo que no estaba más cerca. Y bueno, un chisme así, qué puede interesar después de tanta pérdida... Pero tampoco vio el caballo que la había arrancado en la noche con su fuerza bruta exaltada por el espanto, a la caída del rayo y al no poder reventar el cabestro.
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