Sin el caballo y ni siquiera la cerca para tomarla de trampolín, decidió escapar como pudiese de aquella masa movediza de lodo. De vez en cuanto alguna piedra sobresalida le permitía dar el salto y buscar otra que sirviera de próximo apoyo. Hasta que logró advertir los hilos del alambrado que lo separaban de la vía. Sólo uno, el de arriba. Los otros colgaban reventados por las tensiones de la noche. Recordó también que el alambre era de púas, y lo fue tomando con grandes precauciones. Pero aun así resultaba difícil eludir los pinchos, más juntos que lo que da el ancho de una mano. Además, cada vez que intentaba preocuparse de disminuir el riesgo, o se hundía en el barro o se agarraba con más fuerza del hilo, siempre dispuesto a recordarle el precio del peaje. En uno de esos forcejeos cayó de espaldas. Fue una sensación humillante de cucaracha accidentada, que lo enajenó de sus últimos vestigios de orgullo humano. Incorporándose como pudo, volvió a prenderse con todas las uñas, sin importarle ya las criminales rosetas del hilo. En medio de su dolor, y por breves instantes de recuperación de la memoria, se aparecían en el aire cosas extrañas (el gallo que gira en la veleta, el perro, la mujer y el caballo en una pista de circo), la mitad en una zona real y la otra en la de las pesadillas. Pero era necesario por encima de todo aquello mantenerse en forma ante las alternativas del barro y el alambre, un barro que seguiría extendiéndose un buen trecho, pero un alambre que en determinado momento pudiera estar cortado.
Fue cuando ya no acertaba si a continuar o caer de una vez, y además su instinto le decía que algún próximo ferrocarril estaba por echarle su aliento en la cara, que le ocurrió alumbrar una idea perdida en un recodo de su existencia, cuando le arrojaran durante noches y noches una extraña imploración contra cierto mal del niño que parecía querer llevárselo. Una mujer cuya cara se hallaba oculta bajo toneladas de tiempo invocaba en aquel entonces a alguien en la misma forma especial con que él lo estaba haciendo respecto a la continuidad del alambre. Era más que extraño eso de haber perdido el final del asunto, como una novela a la que le han arrancado la última página, pero que en tal forma será el espejo de la propia vida que sobren los desenlaces. Un remate como éste, por ejemplo, que se acabase ahora el hilo. El cruce de un camino firme lo interrumpía al llegar al poste. Agarrándose a este último sostén, el hombre vio pasar a cierta distancia el mundo desprevenido de vehículos y gente a pie que se desplazaba. Iba ya a enrostrarles a gritos lo que terminaban de hacerle, nada menos que interrumpir su trance evocativo, cuando el misterioso ser aguantador de las arengas de la curandera, que quizás se habría enfundado en el alambre, pareció cambiar el mensaje. Y él vio todo de pronto, allí cerca, casi sin creerlo. Su mujer, de regreso de la aventura estéril, venía en su dirección por la carretera, con el gallo flaco bajo el brazo y la actitud de una madre que encuentra jugando junto al río al chico perdido y lo trae a arreglar cuentas en la casa. Detrás, con las orejas gachas y un mundo de experiencias incomunicables en la mirada, trotaba al sesgo el perro. Era cuestión, pensó el hombre aun sin largar el poste, de salir ahora los tres en busca del caballo, para volver a empezar el ciclo.
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