La conquista de Buenos Aires |
La temporada de 1923 de la Troupe Jurídico Ateniense con "Tut Ankh Amon" terminó bajo palio. Público y crítica seleccionaron los mejores elogios para volcarlos sobre nuestras cabezas que ya estaban presintiendo los laureles. Y, como consecuencia, crecieron las ínfulas de los muchachos. Ya Montevideo nos quedaba estrecho. Y el deseo se transformó en una idea fija: Buenos Aires. Comenzó entonces la búsqueda de un valiente que tuviera tanto optimismo como nosotros, pero más plata y apechugara con la aventura de financiar el viaje. Aunque ya nos sentíamos unos divos nuestras pretensiones eran modestas: pasaje de ida y vuelta y un hotelito decente. Sin embargo, cuando se hacían los cálculos de los gastos probables, eran tantos los ceros que había que agregar a la cifra inicial que el desencanto pasaba una raya muy gruesa sobre las perspectivas. Felizmente, en aquellos tiempos aún quedaba un hombre bueno. Por ejemplo, don Vicente Curci. Vinculado a los negocios teatrales, se interesó por nuestra suerte, pensó que bien valía la pena arriesgar un montón de pesos a cambio de proporcionarle una gran alegría a aquella muchachada formidable y puso su firma en la hoja de gastos. Como Dios premia siempre las buenas obras, nunca hizo don Vicente un negocio más brillante que el de aquel día. Y una noche zarpó el vapor de la carrera con su carga bullanguera de conquistadores. Ensayamos esa tarde en el Coliseo con displicencia, sobrándonos. Nos teníamos fe y se trataba sólo de ajustar a los cantantes con la orquesta. Algunos amigos que desde la mañana se habían acoplado a la caravana y los maquinistas del teatro que claveteaban los decorados mientras intentábamos ponernos de acuerdo con los músicos, no parecían muy optimistas cuando terminó el ensayo. Pero si fuera verdad que la confianza mata al hombre hubiéramos caído todos fulminados en ese momento. Cuando llegamos al teatro por la noche -era el 11 de octubre de 1923- para el deslumbramiento de los porteños, se exhibía un cartel en la boletería que es la máxima aspiración de los empresarios y que a nosotros nos produjo, a la vez, asombro y escalofrío: "No hay más localidades". Mentiría si dijera que cuando se levantó el telón y entonamos "Mont ´la d'ssus", la canción de guerra, la imponencia de la sala repleta no había apagado muchos ánimos. Pero bastó que al terminar la canción estallara la primera ovación para que la desenvoltura y el dominio de los actores diera la sensación de que se movían en terreno conquistado. Los aplausos siguieron fervorosos hasta que, caído el telón sobre la primera parte, la platea se convirtió en una caldera hirviente de comentrios generosos que se detuvieron unos minutos cuando surgió en un palco un hincha espontáneo que se creyó en la obligación de endosarle al público un discurso de circunstancias en el que, con el pretexto de la confraternidad, se nos colocaba en los cuernos de la luna. Y cuando se apagaron los acordes finales de la orquesta mezclados con los últimos aplausos, nos mirábamos sorprendidos para convencernos nosotros mismos de que era realidad aquel triunfo de sueño. Y ya empezó a correr la voz por los camarines. Todos al Casino Pigall!. . . Algunas obligaciones protocolares, especialmente con la prensa que nos había recibido con todos los honores, hicieron que llegáramos al cabaret pasadas las dos de la mañana. Apenas un vistazo por la sala fue suficiente para comprobar que los muchachos ya eran dueños absolutos de la situación. Con vestimenta improvisada con servilletas y manteles se repitieron los cantables y bailes de la revista, mientras un grupo de muchachos porteños requería, mesa por mesa, el asentimiento de los asistentes para un escote que no nos permitió pagar un centavo aquella noche. Una noche de las que no se olvidan!. . . Matos Rodríguez interpretó en ese momento al piano "La Cumparsita". Era la primera y una de las muy pocas veces que el autor del tango máximo tocó frente al público porteño. Recuerdo a aquella pobre chica compatriota, contratada en el cabaret, que vivió, seguramente, uno de sus pocos momentos felices bailando orgullosa con un cartel colgado en la espalda en el que se leía: "Yo también soy uruguaya". La cosa siguió hasta las seis de la mañana, cuando una farándula final, al son de "Sacate la caretita" llegó hasta la calle que dormía todavía. Un agente, con muy buenas maneras, nos insinuó la conveniencia de disolver el grupo porque se corría el riesgo de que no hubiera función aquella noche. Al día siguiente devorábamos los diarios. Y nos costaba creer que todo lo que se decía estuviera destinado a nosotros. La prensa aplaudía con más entusiasmo -si cabe- que el público. El mono Taborda publicaba en "Crítica" media página de caricaturas y las notas gráficas ocupaban columnas y columnas. Las informaciones de taquilla eran increíbles. En la mañana se habían agotado, prácticamente, las entradas para los tres espectáculos que restaban. La gente se desesperaba por lograr una localidad. Una señora, parienta de un famoso político argentino, que no se conformaba, nos planteó, entre otras soluciones impracticables, la de presenciar la función desde una silla colocada entre bambalinas. -Pero señora -le argumentamos- en el elenco no hay mujeres y los muchachos andan por el escenario con cierta despreocupación y bastante livianos de ropa. -No se preocupen.. . ¿ Ustedes creen que a mi edad yo me puedo asustar de algo? Y oronda y feliz aplaudía entusiasmada desde su localidad de emergencia. Por la noche, poco antes de levantarse el telón, nuestro embajador don Daniel Muñoz, con sus años y su simpatía echando chispas de alegría por los ojos y agitando los brazos en alto llegó hasta los camarines para decirnos: "Muchachos .. . Han hecho ustedes más en un día que yo en años"... Y cuando se le recordó que la noche anterior su palco era la única localidad vacía del teatro, con esa gracia socarrona que le dio tono a su vida, respondió: -Estudiantes!... Y de mi país!... Cualquier día corro yo ese riesgo!... Con la sección vermouth del domingo 14 estaba decidido que terminara la temporada. Hubo que rechazar todas las solicitudes para prolongar las funciones porque muchos tenían que estar el lunes en Montevideo requeridos por compromisos inaplazables. Pero esa mañana, la señora del doctor Gallardo, ministro de Relaciones Exteriores, llegó hasta el hotel para ponernos en antecedentes de una gestión increíble que estaba realizando: obtener que se aplazara la salida del vapor de la carrera hasta la una de la mañana y efectuar otro espectáculo en la noche. Y -créase o no- el vapor -obedeciendo por primera vez a una razón semejante- nos esperó hasta la una de la mañana. Esa tarde se corría en Palermo el Gran Premio Nacional. Nuestras caballerizas estaban representadas por Sisley, un pingo que piloteaba Benjamín Gómez. Los muchachos, unos por despuntar el vicio y otros por patriotismo turfístico, habían juntado los escasos nacionales que a esa altura de los acontecimientos aún sobrevivían y los encomendaron a las patas gloriosas del crack uruguayo. Precisamente en el momento en que se desarrollaba el cuadro titulado "En la Plaza Independencia", en el que aparecía la estatua de Artigas y el prócer mantenía un diálogo desopilante con el caballo, mientras desfilaban todas las figuras de notoriedad que conmovieron aquel año el ambiente montevideano, llega la noticia al teatro. Y el prócer -que era Roberto Fontaina y algún boletito había arriesgado en la parada- se apiló en el equino y gritó a pulmón pleno: "Sisley, viejo y peludo". El público comprendió de inmediato y los aplausos estallaron como una catarata. No hubo tiempo, prácticamente, para anunciar la función improvisada de la noche. Apenas si logramos que las últimas ediciones de "Crítica" y de "Última Hora" alcanzaran a dar la noticia. Pero en aquella sucesión de milagros que estábamos viviendo a nadie le sorprendió un milagro más: una hora después de la salida de los diarios no quedaba una localidad disponible. Si toda la temporada fue una apoteosis, resulta difícil encontrar un término que de la tónica exacta de aquella noche de despedida. La farándula final por la platea -ya con las maletas prontas- tuvo una característica inusitada: la mitad de los integrantes -los que habían tenido tiempo de quitarse el maquillaje y vestirse- desfilaron de particular y los que actuaban en el cuadro final con las ropas y las pelucas de la revista. Las familias argentinas que presenciaron la función, cedían los asientos disponibles de sus autos para llevar a los "artistas" a la dársena y algunas ponían los coches con sus chauffeurs totalmente a nuestra disposición. Medio teatro se trasladó hasta el puerto a gritarnos una vez más su simpatía y cuando el barco se separaba del muro, todos pensaban que habían terminado una de las más gratas aventuras de los buenos años. Algunos nos quedamos unos días más en Buenos Aires. Había que agradecer atenciones que, como las de la prensa, exigían un reconocimiento especial y dar también alguna explicación. Habíamos ofrecido cinco funciones y los inspectores municipales nos habían aplicado cinco multas por exceso de público. Y nos preocupaba el temor de que se pudiera interpretar como una burla nuestra desatención a las sugerencias de los funcionarios. Llegaban todas las noches al teatro a cumplir su cometido de vigilancia e indefectiblemente, formando un marco a la platea y recostadas contra los palcos, comprobaban una o dos filas de espectadores parados, contraviniendo las disposiciones. Nos señalaban la anormalidad y nos indicaban la necesidad de corregirla. Cuando volvían, en la segunda recorrida, el mal se había agravado. Los infractores habían aumentado considerablemente. Y la multa, lógicamente, se imponía. Es que el problema no tenía solución. Eran uruguayos ... Llegaban de la provincia y aún de más lejos atraídos por los elogios unánimes de la prensa y, al no encontrar localidades, se negaban a abandonar el teatro y exigían una solución. No había más que una: formar en la fila de los infractores. Esta fue la explicación que le dimos al doctor Noel, intendente de Buenos Aires, cuando le presentamos nuestras excusas. No vale la pena decir que inmediatamente quedaron sin efecto las sanciones. Y todavía unos ecos simpáticos, cuando ya la muchachada estaba de vuelta en Montevideo. Al día siguiente de la partida, en la dársena, sobre el muelle donde maniobra normalmente el vapor de la carrera se veían dos boxes con sus caballos respectivos esperando que la grúa los colocara en la cubierta del vapor. Uno era Sisley, el crack uruguayo que volvía a su patria chica para repetir al domingo siguiente la hazaña de ganar también en Maroñas el Gran Premio Nacional, y el otro era -fané y descangayado- el caballo de papier maché de la troupe. Acertó a pasar un fotógrafo de "Crítica" por allí y no quiso perderse la nota. Al otro día en el diario porteño se publicaba la foto a cinco columnas con esta leyenda:: "Dos grandes caballos uruguayos que triunfaron en Buenos Aires". Y el 16 de octubre, "La Razón", en un editorial que titulaba "Las grandes cosas que se hacen sin querer", decía: "Los estudiantes uruguayos organizadores del espectáculo teatral últimamente ofrecido a nuestro público en el Coliseo, han regresado a su país desoyendo numerosos pedidos y bien intencionados consejos de prolongar su permanencia y sus exhibiciones en Buenos Aires. Los exámenes se acercan, van a tener comienzo muy pronto y la falange universitaria no cree del caso abandonar la verdadera y natural escena de su trabajo y sus afanes por el escenario accidental de su humorada fantasista, aunque grande haya sido el éxito de la misma y muy halagadoras las perspectivas de su posible continuación. "Entretanto han hecho los estudiantes uruguayos algo más que mostrarnos su habilidad, algo más que darnos una prueba decisiva de la inteligencia, del gusto, del excelente buen humor con que se les ha agrupado y disciplinado y conque se han adaptado a las exigencias de un oficio lleno de dificultades y peligros. Su revista es graciosísima y espiritual; sus parodias e imitaciones revelan talento teatral nada común; el espectáculo resulta de una vivacidad y animación extraordinarias. Con todo, la visita estudiantil deja entre nosotros algo más que esas impresiones. "Es un poco del alma de Montevideo lo que ha pasado por Buenos Aires; es una verdadera visita espiritual de aquella ciudad la que ha recibido esta otra. Y eso tiene un valor y deja un rastro profundo. Sin anuncios, sin preparación, sin empaque, con juvenil espontaneidad, sencillamente, los muchachos montevideanos se vinieron, se presentaron, triunfaron plenamente y se fueron a reabrir sus libros y reocupar sus puestos en las aulas como si no hubiesen realizado nada importante. Y han hecho empero un gran acto; nos han dado una prueba de la identidad moral de ambos pueblos, pues lo que ellos hacían aquí se entendía tan bien como si aquí mismo se lo hubiese concebido y ejecutado. Y esto no es diplomacia, no es oficial, no tiene una ceremoniosa gravedad ni invoca la fraternidad; pero crea, afianza, robustece una simpatía, una corriente de risa que engendra un gran deseo alegre de abrazarse ampliamente y de decirse recíprocamente después: hasta pronto, muchachos. No dejen de volver acá; los esperamos. Nosotros también iremos a verlos! "Y esto es obra, grande obra buena y sana, de paz, de concordia, de amistad. Y es todo eso porque es alegre, porque es propio de hombres, como el reír". La influencia de "Tut Ankh Amon" en los teatros porteños tomó las proporciones de un virus. No había revista en la que no se tomara como modelo el cuadro de la estatua de Artigas y se pusiera en solfa a alguno de los próceres. Y como no todos los autores guardaron el equilibrio necesario para no trasponer el limite que separa al humor de la desconsideración, un decreto municipal prohibió para siempre la caracterización de los abuelos de la patria en los escenarios festivos. Para establecer un fondo que permitiera crear becas para estudiantes de campaña volvimos a actuar el 6 de octubre y una semana después, la Compañía Rioplatense que actuaba en el Artigas presentaba una versión corregida de "Tut Ankh Amon" adaptada a las posibilidades del elenco, ya que se le había eliminado toda la parte cantable y se le había transformado en una especie de sainete. |
por Víctor Soliño
De "Mis tangos y Los Atenienses"
Libros populares Alfa
Editorial Alfa. Montevideo, 1967
Ver, además:
Víctor Soliño en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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