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Tarde de compras |
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El calores agobiante. La gente se amontona en los pasillos, en las escaleras mecánicas. Dentro y fuera de las boutiques, en los halles de entrada, en los espacios destinados a la publicidad. Los rostros se confunden, todos se parecen. Sudor, cansancio, ansiedad. Es la avidez navideña, la curiosidad sin motivo. Afán de posesión, alegría obligada por un calendario implacable. Fiestas, ser felices, festejar. Los villancicos se mezclan con las propagandas. El olor a cebo de las velas rojas y doradas - se venden por cientos, por kilos, porque sí - se confunde con los aromas de las comidas al paso que nada tienen que ver con el calendario. Bolsas de papel reciclado absorben grasa y colesterol de costillas americanas, tacos mexicanos, pommes frites, crêpes, ensaladas enchiladas y verdura china. La temperatura sube, la sed ahoga, los cristales refulgen con el sol de diciembre que calienta paredes, vitrinas, mesas y sillas. Las personas se agitan, son islas en el enorme mar brutalista de cemento y vidrio, se reagrupan formando continentes de límites difusos, manadas de ovejas sin pastor.
Entre los cientos de personas que van y vienen como en un hormiguero, descubre dos que le llaman la atención. Sus rostros le resultan familiares; ya los ha visto antes, piensa mientras se pierden en el gentío. Unos metros más adelante vuelve a descubrirlos entre un grupo de adolescentes torpes que dan traspiés. El hombre se inclina para mantener a la mujer en equilibrio. Los dos sonríen al ver pasar a los jóvenes. Los reconoce por fin, sorprendida de no haberlo hecho antes. Es que en el entorno le resultan diferentes, como si hubiera estado viendo una fotografía animada. Son sus padres. Los separa un enorme pasillo y dos escaleras mecánicas. Ahora que los ha identificado, una ola de sensaciones la recorre y quiere alcanzarlos, abrazarlos, caminar junto a ellos como cuando era chica. De pronto el verlos así, como seguramente iban antes de su nacimiento, cuando no había nada que se interpusiera entre ellos, le resulta intolerable. Pero más insufrible le resulta descubrir que están viejos, que ya hablan lenguas diferentes, y que dentro de un tiempo no estarán más. ¿Quién podrá escucharla entonces y entender sin necesidad de dar explicaciones? Siente frío pese a la alta temperatura y sólo escucha su silencio interior; no las voces, ni los gritos, ni las músicas mezcladas de las boutiques. Se le nubla la vista y se detiene. Su marido la apura. -¿Qué te pasa, qué te quedas mirando? -Nada -, responde, siempre con la vista hacia donde están ellos, ahora detenidos delante de una disquería. No la han visto, ni siquiera saben que ella está allí, tan cerca. ¿Debe ir hasta ellos, saludarlos? ¿Qué podría decir? No hay una palabra que contenga sus sentimientos; explicarlos sería convertirlos en algo ridículo, absurdo. Ellos, sin embargo, sonreirían al verla, como lo más natural del mundo, encontrarse un domingo de compras. Pero es que precisamente la naturalidad de la situación la hace más ajena aún, más extraña. Los sigue con la vista. ¿Qué pueden haber visto que les ha llamado la atención? -Ya voy-, dice a su marido, que se impacienta levemente. Entonces él descubre las lágrimas de ella que le dejan rastros de maquillaje en las mejillas. -¿Qué te pasó? ¿Qué pasó?
-Nada- dice ella, y la voz sale entrecortada. Mira en esa dirección pero no ve nada. -¿A quién has visto? -A nadie, no entenderías. No puede detener las lágrimas. Atina a pensar que es una suerte que el maquillaje sea water-proof, pero ve su imagen reflejada en una vidriera y se enfurece. Se dejó engañar por la vendedora, que aseguró que era a prueba de tempestades y radiación atómica, lo más nuevo de todo. Los ve una vez más perderse entre la multitud que dobla la esquina, para subir al último piso. Duda. Basta con que corra los metros que los separan o que simplemente grite: -¡Papá, mamá! Pero las piernas no se mueven, la voz no quiere salir. En ese instante sabe que ha perdido todo el tiempo que le restaba de felicidad, de ese día y de los siguientes. Los vuelve a ver otra vez, ahora parados delante de un bazar. Su padre con la camisa celeste arremangada, el último botón cerrado, siempre, haga frío o calor. Su madre con el vestido estampado, las caravanas blancas, grandes, los labios pintados de rojo. Se ven elegantes los dos. Enamorados, felices, juntos. Se siente demás, espiando algo que no le pertenece, que quizá nunca llegue a entender. Tal vez así haya sido al nacer ella. Irrumpir en la vida de dos personas que se bastaban a sí mismas. Compartir años con ellos y ahora retirarse y dejarlas juntas nuevamente. Piensa que tal vez un día su hijo la vea a ella también así, de casualidad, antes de la Navidad, y sienta lo mismo. ¿Quién estará a su lado, se pregunta, buscando con la mirada el reposo de su marido, la calma de ese hombre que siempre comprende sin decir una palabra? Cuando se da vuelta, sus padres han desaparecido. Ya no están. ¿Será así cuando no estén para siempre? Como haberlos visto subir a la escalera mecánica y no poder alcanzarlos. No poder alcanzarlos. No haberles dicho cuánto los quiere, que los necesita siempre, así, juntos los dos. La compra no la alegra. No ha podido alcanzarlos. Feliz Navidad, cantan en el piso inferior. Feliz Navidad, papá y mamá, piensa ella, feliz Navidad. |
cuento de Ana Solari
de Tarde de compras
Edit. Cal y Canto
Montevideo - Dic. 1997
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