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Ruta a Babilonia a Jaime Roos |
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-¡A Babil, a Babil! El taxista detiene el Impala 1960 desteñido por el sol del desierto y sonríe, una dentadura de agujeros negros. Cien kilómetros hacia el norte, dos dólares americanos, el sitio del mundo donde el petróleo es más barato. Las calles de la ciudad son sucias y polvorientas. No hay ciudad, no hay casco viejo. Las mujeres van con rostros cubiertos por máscaras de metal y apenas nos ven pasar. Los ojos les resbalan sobre la superficie de fachadas y seres humanos y no se detienen nunca. Serían lapidadas si la mirada se cruzara con otra. Miriam me roza la cabeza suavemente y casi de inmediato aparece el hombre del palo y la ahuyenta. Esa es toda mi historia con Miriam. Las esclavas no tienen derechos. Solo si el dueño lo ordena deben dormir con un huésped. El pago es en cheques de más de tres ceros. Quién tiene tantos en un banco. Yo no. Aunque no hubiera pagado por dormir con Miriam. Es demasiado frágil como para comprar una hora con ella. La invitaría a escuchar música en mi habitación, compartir un buñuelo de chocolate, reírnos un rato. Beber té o yogur, lo mejor de este lugar. Hace semanas que estamos aquí, nos han quitado los pasaportes. Para qué pueden quererlos. Cruzar la frontera es imposible, hay enfrentamientos en todas partes. La línea de combate se extiende a lo largo de toda la zona, adentro del desierto. -A Babil, a Babil. Cada fin de semana venimos aquí. El único lugar donde no vemos lo que no queremos ver. A veces una tribu de tuaregs pasa delante de nosotros, en cámara lenta. Los camellos parecen sonreír. Me hacen acordar a Miriam, pero también a otras. Las yugoslavas, que, por ser europeas, tienen otros derechos. Miriam tiene pechos flacos, vientre movedizo. Quién sabe a quién albergó alguna vez. No a mí. O las cristianas que andan a rostro limpio y pueden exhibir las rodillas. Nadie les habla. Los hombres ni las miran, más ocupados en sentir la piel de otros hombres, meñique enlazado a meñique. A partir de las cuatro de la tarde, la ciudad es de ellos, no de nosotros. En Babil puede verse el asfalto que construyeron los mesopotamios hace miles de años. Como si supieran que bajo la tierra se anidaba el oro negro. Un mensaje, anuncio de guerras. ¿Qué hacemos nosotros acá? Sopa de cebolla en aquel barrio a seis francos el tazón. -Garçon, deux soup a l'onion, s'il vous plaít. Hace mucho frío esta noche, primera vez que se come en forma decente. Festejo con el primer jornal. La navidad ha sido helada y de estómago vacío. Spaguettis robados con ketchup robada en el almacén de los griegos. Ahora el cabaret está lleno de humo. Todos los cabarets del mundo tienen el humo de los que no quieren ser vistos a la luz del día. Vivimos dentro de un cabaret. Salir, escapar, dejar de ser vampiros. No hay sangre que nos alimente, salvo la de nuestros propios deseos. Este cabaret es igual a todos, acá casi no hay mujeres. En este país, las mujeres son menos que las cabras. Tocamos temas del cincuenta. Hemos ensayado escuchando grabaciones robadas en los mercados de pulgas. Somos una orquesta de simuladores. Ni un rostro que me devuelva lógica o presente. Hasta que llegan los asirios. Asirios. La palabra no devuelve ningún eco en la mente. Llegan y se paran delante de nosotros y nos miran tocar. No escuchan. Miran los instrumentos, quieren comprarlos. Qué pueden hacer asirios nómades con guitarras eléctricas en el desierto. Las quieren. Que cuando nos vayamos se las dejemos. Es imposible. Miriam está haciendo la danza del vientre. Un vientre estéril, sus hijos han quedado en El Cairo, atendidos por mujeres que también dejaron a sus hijos en alguna parte y danzaron para gordos sudorosos y de piel color aceituna. La cadena continúa hacia atrás hasta un principio. Miriam que me ha rozado la cabeza y sonreído. Tras su velo de esclava es humana. Quizá yo soy humano. A la salida del cabaret se ven los primeros tanques. Desfilan a todas horas, día y noche, por los callejones. En algún momento función privada para la alta comandancia. Qué pueden entender. Smoke is in your eyes. O capito che ti amo. Se ríen bebiendo algo que quema la garganta. Después traen té helado a la mesa y más de la bebida de fuego. En la pared el general nos mira serio. Miriam sigue danzando. El bajo resuena en la cabeza. El viernes vamos a Babil. El viernes tenemos franco. Cuarenta dólares por día, habitación y comida. Un sueldo por aceptar tocar entre las cabras y los nómadas. Amir conduce a velocidad luz, cincuenta si el tanque está lleno y las ruedas bien infladas. Nos ofreció diversión. -Los occidentales son perversos- dice. Que nos gustan las mujeres de piel blanca, si son vírgenes mejor. Acá hay niños vírgenes. Mujeres no. Es difícil de imaginar. Las tiendas azules despliegan sus mantos en el desierto. El sol calienta. De noche nos congelamos. Amir nos apura. Hay que llegar antes del toque de queda, antes de la patrulla. Hay amenazas en el aire. Solo somos unos músicos de cabaret. Miriam desliza un resto de haschish bajo el plato. El sueño de la madrugada asegurado. Spacecake estirado con harina sin levadura y agua con gusto a polvo. Estamos aquí y en el hotel tienen los pasaportes. Un pasaporte cuesta mucho dinero, papeles, firmas. Acá un pasaporte sólo es la salida. El cabaret ya no tiene nombre. Se ha borrado con las tormentas de tierra, el cartel desapareció. No llueve nunca. No hay problemas con la humedad en los huesos. No hay problemas. El desierto lava todo. A nosotros también. - A Babil, a Babil. Entender la historia, los ancestros que me hicieron así. No hay raíces. En el desierto, solo hay palmeras. Palmeras y algún camello y muchos tuaregs de cara cubierta y ojos oscuros. Piel mate. Los tuaregs trafican armas, kif, mujeres, niños. Dicen que son crueles. Sólo son trashumantes. Los asirios ni siquiera tienen un pedazo de tierra. No pertenecen a ninguna parte, nadie los quiere. Les tienen miedo. Hablan una lengua que solo ellos entienden, Acarician la Fender. Les brillan los ojos a la luz de las escobillas y los platillos. Asirios en esta ciudad-cabaret que aplauden como si existiéramos realmente. En Babil los monumentos hablan otras lenguas. En Babil entiendo qué hago aquí, pero en cuanto abandonamos el desierto se me olvida. Un tazón hirviendo de sopa de cebolla, un viaje en metro de Notre Dame a escuchar el coro y el órgano. En Bagdad estamos para eso. Para escapar del cus-cus y los crepes de nada y comprar pan fresco y vino suelto. En Bagdad me enamoro de Miriam pero la historia queda trunca porque es esclava y yo no y no tengo dinero y el hombre del palo grita cuando me ve cerca de las mujeres. En París Miriam no es esclava pero no sabría ser otra cosa, yo no tengo dinero y el hombre de inmigración querría papeles y sellos, y se me acabaron las promesas. No somos tan distintos de los tuaregs, me digo el último día en Babil, y ni siquiera imagino que alguna vez voy a relatárselo a un desconocido, porque no sé que este es el último día en Babil, en el desierto, con Amir, y que dentro de años voy a verlo como si fuera una fotografía desteñida y lo voy a añorar. Tampoco compongo la canción que debiera y no sé que nunca va a llegar el momento de hacerlo. Se pasó el momento. Amir arranca por fin el Impala, volvemos, alguien tira por la ventanilla un envase de gaseosa que mañana será polvo rojo y no habrá quedado ninguna marca de ninguno de nosotros en esta ninguna parte. |
cuento de Ana Solari
Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Nacional de Letras Tercera época - N° 4 - Julio - Diciembre 1998
Boletín de la Academia Nacional de Letras es una publicación editada por la Academia Nacional de Letras
Link del texto: https://www.gub.uy/ministerio-educacion-cultura/academia-nacional-letras/boletin-anl-tercera-epoca-4
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Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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