Ahora he llegado y sé que no hay
envejecimiento en las cosas nuevamente encontradas. Hay una separación
entre ellas y yo, una de las formas crueles de la fidelidad. Todos los
veranos que yo no vi y no únicamente éste que se acaba ahora, han tejido
con su agotamiento el oro para los follajes. Y ellos se acercan no sin
curiosidad a la ventana de un cuarto adonde por azar penetro.
Es una habitación que no significa nada. No he recordado ninguno de sus
objetos, sólo y vagamente la ventana, aunque es parte de una casa de la
cual salí hace mucho tiempo decidida a vivir o a morir.
Cerrada la ventana se respira una humedad engañosamente blanca del color
del hongo que crece en el cercano cantero más o menos entregado a sí
mismo hace mucho tiempo. Todo está nuevamente delante de mí y nada se ha
movido como para dejarme medir la fidelidad de mi separación.
Veo entonces un cuadro bastante grande que representa unas flores,
quiero caminar hacia el pero el cuadro no me deja tiempo; se coloca
bruscamente delante de mí y devora las paredes desnudas y bajas. Había
olvidado el cuadro pero no la sensación, el momento del salto cuando
casi antes de ser visto parecía venir a mi encuentro. Había olvidado el
cuadro pero ahora sé que había buscado sus flores; intrigada por ellas
las perseguía en sueños. Las flores caían sobre los ojos repentinamente
sin que ellos supieran de qué parte del cuadro provenían. Y durante
muchos años pesó sobre mi ausencia el secreto de las flores saliendo
inesperadamente de un marco que parecía limitarlas en pleno crecimiento.
La presencia de estas flores sin tierra me había seguido por muchas
tierras, la abundancia de los setos hacía pensar en una floresta
oprimida sin sitio para respirar, las corolas ordenadas y dóciles en un
jardín del centro de Francia. Su desbordamiento estaba hecho de una
aridez sin nombre como si el excesivo deseo de respirar que habitaba en
ellas lo volviera infecundo. Entretanto las gamas de sus colores
entremezcladas hablaban de una noble saciedad.
Ahora sé que me había obstinado en buscar el nombre de esas flores
aunque podía reconocerlas sin llamarlas.
Quería saber cómo y de dónde salían del cuadro cuando avanzaban sobre
los ojos, a la manera de ciertos films humorísticos en relieve. Eran tan
insistentes que para verlas yo hubiera venido mucho antes, cuando
comprendí que había salido en vano de la casa y del paisaje y que en
aquel momento no era posible ni vivir ni morir. Pero ignoraba entonces
dónde estaban las flores y no podía volver a ellas. Las flores me
seguían por el mundo, crecían en mí, prestaban sus formas a los sueños
que sin ellas no hubieran conocido imágenes. Salidas de su cuadro
volvían a salir de un espejo, de una estatua, de un campo no plantado,
de un torso humano; tenían raíces simultáneas en las tierras cuyos mapas
nunca miran el uno hacia el otro.
Busqué su nombre entre flores reales e inventadas. Entre unos agapantos
que se estiraban queriendo salir de sí mismos para poder respirar, en un
jardín interior de París con las paredes pintadas como si prolongaran
los lambrises de las salas. Busqué su nombre en el color de los laureles
a la orilla de un mar que esconde sus furias.
Durante un tiempo pensé que estaba entre las rosas de mi infancia
encontradas y perdidas. En un cuarto lleno de rosas y sobre una alfombra
desteñida que parecía contenerlas todas; las de los cuadros, las de los
vasos y las rosas obscuras y suyas que por momentos se encendían. El
cuarto tenía un aire Victoriano y hasta la caoba labrada imitaba la
forma de una rosa. Lentamente fueron retirando objetos y cuadros, luego
la alfombra, y el aire Victoriano también desapareció, después pusieron
en su lugar algo que no era el cuarto, otra sala, un corredor, parte de
una calle, algo que no era el. Pero en mis sueños aparecen y se enredan
alfombras que nunca se encontraron en vida y sobre aquella de las rosas
se colocan las flores sin nombre; más tarde cuando se desgarran las
alfombras y me desgarro en ellas al despertar, sin saberlo yo vuelven al
cuadro colgado por años en un lugar adonde nunca se detuvo la sombra de
mi ausencia cuando venía a tocar los objetos uno a uno.
Delante de mis ojos está el cuadro desbordado de flores; ahora sé que
las he buscado día tras día en otro cuadro pequeño y diferente, en el
unos pistilos monstruosamente finos escondían y señalaban a una mujer
recostada debajo de una ventana.
En apariencia un siglo separaba las dos pinturas. Era normal que en el
cuadro de las flores como inventadas, ellas salieran de la figura
secretamente alargada debajo de la ventana.
Pero la pintura tranquila que está nuevamente ante mis ojos ha sido
hecha en una isla favorable a los jardines y en ella el misterio no
esperado amenaza mareos y paredes con una ruptura imprevista. Y hace
desbordar las flores no se sabe de dónde ni hacia adonde; ahora las
reconozco por el salto, el empuje peculiar que tenían en el sueño cuando
éste se obstinaba en trenzarlas con otras flores para hacer de ellas una
guirnalda absurda. Las flores están aquí, como en otro tiempo,
absorbentes hasta la exasperación y repentinamente sé que no saldrán
nunca más de su marco. Acabo de ver en un ángulo del cuadro, sugerido a
la derecha una tapia de jardín pequeña y amarillenta que explica la
presencia de las’ plantas trepadoras. El muro las ordena en un manojo,
las sostiene como una mano, les impide que vayan por el mundo a
perturbar las rosas victorianas recogidas en una alfombra que perdió su
color mucho antes de que el sueño la encontrara.
He penetrado al azar en una habitación en el instante en que el follaje
del otro lado de la reja desviaba hacia un ángulo del cuadro el rayo de
luz necesaria para mostrarme lo que por años no había sabido ver.
Por otros muchos años he caminado a lo lejos para hacer ese solo
descubrimiento. Aquí todo estaba en orden, como el amor y el odio sabían
que estaba. Habían sido lo bastante poderosos para conocer los cambios
de las cosas. El cuadro solo, aparecía ordenado por sí mismo. Y la
ausencia se partía contra la pequeña pared que ella ayudara a
descubrir.. |