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Por venir 
cuento de Antón Sívori 
(Canelones, Uruguay, 1922)

¡Por fin salgo de verdad al mundo! Es cierto que en el vientre de mi madre estaba contento y muy cómodo, pero ya era tiempo de vivir más libre y más activo.

Mientras me lavan, me miman y hacen todo lo que corresponde a un recién nacido, mientras hablan y ríen esos que me rodean y veo vagamente y a los que luego conoceré mejor, me voy dando cuenta de que el mundo debe ser muy, muy grande; y de que puedo hacer ahora mismo una primera recorrida, porque tengo en mí todo lo que vendrá: un larguísimo futuro, que me espera y que puedo contemplar y entender, ahora mismo, desde el principio hasta el final. No voy a perder tiempo preguntándome por qué lo sé, eso lo dejo para cuando tenga, digamos, ochenta y ocho años.

Mis padres no tendrán más hijos. Y aunque lamentaré alguna vez no contar con un hermano o una hermana con quien jugar y pelear, mi infancia –ahí la tengo- se desarrollará felizmente. Y ser hijo único me favorecerá: no tendré que compartir el avión de chapa, con dos motores y luces, ni el Meccano que tanto disfrutaré. Ni el Billiken: me encuentro leyéndolo de punta a punta, sentado en la escalera, bajo la claraboya, mientras devoro un gran pedazo de pan todavía caliente, en la ancha escalera de madera que conduce a mi cuarto favorito, donde están mi pequeño escritorio y la biblioteca con puertas. Y allí pasaré miles de momentos dichosos, infancia y adolescencia, acompañados por la escuela y el liceo.

En mis primeros años, los únicos momentos ingratos serán: la pérdida de aquel globo rojo, recién comprado, que, corriendo, rozará una áspera pared;  la de una goma grandota en el camino a la escuela, y el desagrado al ver las piedras arrojadas por mis compañeros contra un sapo, sólo por ser muy feo. No me afectará mayormente hacerme caca en el primer año de la escuela; ni orinarme en clase, en quinto, culpa de la maestra por no dejarme salir. Sí, algunas veces estaré enfermo, tendré fiebre y dolor de oídos; y también difteria; pero todo pasará.

Como surgidas de las páginas de Billiken, ricas en aventuras, a mis doce años, ya decidido a ser escritor –enfermedad de la que nunca podré ni querré librarme- brotará de mi lápiz mi primera novela: cuatro años me llevará conducir a mis héroes en sus luchas contra los piratas del Caribe.

Mientras tanto crezco, crezco y voy descubriendo el mundo. Ahí está mi adolescencia, no menos feliz que mi infancia. El cine, que dejará de ser mudo cuando yo use todavía pantalón corto. El liceo. El mate, los primeros cigarrillos. Y la música, gracias a la radio, a poco de inventada: cederé sucesivamente a la fascinación del tango, y del jazz, nacidos no mucho antes que yo; de las oberturas italianas, de Mozart, y tantos otros; aunque no a la de Bach ni de su instrumento favorito. Hacia los quince, mi primera consideración inteligente: “la corbata es un trapo que cuelga; en consecuencia, no usarla”. Y mi primera reflexión: “somos hijos de la casualidad”: hallaré muchos motivos para confirmarla.

Una dictadura de la que apenas seré consciente hará que mi padre permanezca el resto de sus días en casa, jubilado a la fuerza. Ya terminado el liceo, entraré a estudiar Derecho, la menos distante de mis aficiones.

Entonces mis padres decidirán mudarse a otro barrio. Y eso, sí, lo sentiré. Viviré largos años más con ellos, viendo pocas veces algún amigo. Los libros, la música en la radio, el cine, los apuntes del curso. Varias muchachas invadirán una tras otra mis pensamientos. Y una los absorberá, para mi desdicha: el amor, el empecinamiento, o lo que fuera: habrá una larga y estúpida agonía. Lograré publicar un cuento. Sabré, de lejos, de la segunda horrorosa guerra mundial. Pero el impulso que ahora siento dentro de mí ¿qué se ha hecho? Me veo escribiendo versos: “felicidad, ¿por qué extraños caminos te has perdido?” Dejo de estudiar: “¿qué hago ahí?”, y no me arrepentiré. Una noche, noche de mi cumpleaños, mientras mis padres duermen, espantado de mi casa por ciertos vecinos que, por ser fin de semana, cantaban en coro versos de murga y se aplaudían, me encontraré vagando por la Plaza Libertad, rodeado por gritos, abrazos y bailes de gente: festejos de un triunfo futbolístico. Y me sentiré como si hubiese caído en otro planeta.

Un aviso en un diario me llevará a una estación de servicio para automóviles. Lo único digno de recordar de ese empleo será la llama que de pronto surgirá de un depósito subterráneo de combustible, sorpresa sin susto a la que dará fin un empleado con un extinguidor. Y como me pagarán menos de lo prometido, me iré. En casa, como siempre, ningún reproche.

El tiempo transcurrirá hasta el día en que mi padre, que había acudido calladamente a ciertas amistades, me diga que me presente a una prueba en una oficina pública. De ese modo ingresaré a una contaduría. Algunos días después, alguien me entregará un nombramiento como representante del partido político de mi padre en un pueblo del país; por supuesto, iré a votar como tal en las elecciones del partido; y nadie me volverá a hablar más del asunto. Ese será el comienzo de una larguísima época: siempre padeciendo un empleo que será aún menos “lo mío” que la Facultad. Aunque, al menos, de ahí saldrá un montón de páginas: uno de mis ocho a nueve libros inéditos para siempre.

Una tarde, tomando una caña en un café del centro, me enteraré de la existencia de un instituto de formación de profesores. Con mi ingreso llegaré a estar mucho más cerca de mi vocación; aunque continuando todavía años en la maldita oficina.

Cuatro años después, un título, una rifa y un “viaje de estudios” de fin de cursos –con licencia no paga en la oficina- me llevarán a recorrer varios países de Europa. Una maravilla entre las muchas cuyo recuerdo me acompañará: desde la ancha terraza de una vivienda suiza, frente al río, un hombre arroja al aire pequeños trozos de carne que decenas de gaviotas atrapan chillando gozosamente. En Roma besaré a la más linda del grupo. Un año más tarde, nos casaremos. Tendremos hijos, que nos darán alegrías, y afortunadamente no seré yo quien tenga que parirlos. Ellos vivirán sus vidas, tendrán hijos, tendremos nietos.

Mi padre verá acortada su vida y morirá ante mis ojos: cáncer de próstata. Lo que me enseñará a evitarlo en mí mismo. Mi madre vivirá mucho más, y alquilará parte de la casa a una inquilina.

Llegará un tiempo en que, por desavenencias, o discrepancias, o desinteligencias, o algo así, la madre mis hijos hablará de divorcio, yo diré que bueno, y nos separaremos pacíficamente. Aunque luego pensaré: “me han robado mis hijos”.

Iré a vivir, con todo lo que pueda llevar, a la casita de un solo ambiente, pero con abundante campo arbolado, que mis padres comprarán a plazos en Shangri-la, no lejos de la playa. Hasta que el hombre que con su mujer y su hija habitaban la vieja casa de mi infancia y mi adolescencia, luego de años de no pagar el alquiler, tras la muerte de la hija, decidieron irse del país. Entonces podré volver a ella y probar a ser feliz otra vez.

Sí, pero algo falta en mis recuerdos del futuro. Voy hacia atrás, ya que desde aquí, desde mis pañales, puedo ir y venir a mi antojo surcando mi existencia. Antes del divorcio, mi mujer me había impulsado a tomar más horas de clase: fue así cómo me coloqué en un liceo privado, lo cual me hizo conocer a una profesora mucho más joven que yo. Simpatizamos. Supe que se estaba divorciando y que tenía dos hijos pequeños. Cuando me separé de mi mujer y mis hijos, temblando por mi audacia y desde el mostrador de un bar y por teléfono, me atrevía a preguntarle a mi colega si podía visitarla. Ella, Elena, aceptó la visita.

Pronto supe que, aunque nunca hubiera querido abandonar el país, estaba por irse a vivir a Chile, con sus hijos. Pues el Uruguay se encrespaba: una guerrilla urbana –que de alguna manera, mucho después de ser derrotada pasará a ser gobierno en el país-, esa guerrilla a la que, desde el mismo día en que me fui de la casa de mis hijos siguieron dictadura, represión, prohibiciones de todas clases, destituciones y acomodos, asesinatos y desapariciones de personas. Pero precisamente cuando comenzábamos una relación que no tenía futuro, estalló en Chile una revolución militar y se instaló una dictadura feroz. Viaje suspendido. Y así pasará a ser, tras la que me dio seis hijos, la mujer más importante de mi vida. Siento ahora mismo cómo me gustaría tener otro hijo, mío y de Elena; aunque ya sé, porque lo sé todo, que eso nunca podrá ocurrir.

Durante casi cinco años pasaremos horas dichosas: en su casa, en la casita de la playa, en mi vieja casa recuperada. Además de sus clases y el cuidado de sus hijos, llegará a completar sus estudios de medicina y tendrá su título. Nada hará contra la dictadura, salvo odiarla; pero su entorno la conducirá a un persistente acoso.

Y de pronto, casi sin despedirnos, desaparecerá de mi existencia, sin que yo pueda soñar en oponerme a su partida. “Nunca más”, pensaré. Cuando llegue con sus hijos a España, ya habrá terminado allí una larga y sangrienta dictadura.

Nos escribiremos. Mis cartas la encontrarán en los lugares en que buscará subsistir, como tantos otros exiliados. Tras comprender que ella y sus hijos han logrado enraizarse, dejaré de escribirle.

Continuaré en mi detestado empleo, seguiré dando clases, publicaré cuadernos sobre autores incluidos en los programas de literatura. Un amigo me hará publicar dos cuentos en revistas extranjeras. Me sentiré un poco muerto.

En esos días de ausencia, llegará súbitamente el momento en que me diré: puedo adelantar mi jubilación –como en el caso de mi padre, pero esta vez por voluntad propia- y quiero hacerlo. Del dicho al hecho. Así, pues, haré los trámites y pondré en manos de una agencia la venta de mi recuperado hogar, única manera de salir a respirar fuera de mi tierra asolada. Pero pasarán meses, sin novedad. Curiosamente, un día me visitarán los dos miembros de la agencia asegurándome que tienen un comprador seguro –nunca más supe de ellos-; y otro hombre, que me dirá ser marido de una escribana, quien me asegurará que el supuesto comprador no puede comprar la casa; por lo cual me pedirá permiso para poner un aviso económico en el diario. Le diré que… bien, y que también pondré mi aviso y mi horario de atención. Y en mi horario de atención llegarán al otro día, al mismo tiempo dos candidatos; y venderé al mejor pagador.

Entretanto, yo habré conseguido una especie de beca en la Ciudad Universitaria de Madrid, con todos los gastos a mi cargo. Mientras que una delicada demora oficial en concederme el pasaporte se agregaba a una sutil sugerencia de que “hablar allá”, teniendo seis hijos acá, tal vez no sería adecuado.

Uno de mis hijos querrá acompañarme a Madrid. Luego, cuando comiencen mis cursos, él se irá a Montreal, donde estarán esperándolo una de sus hermanas y un tío. Lo cual decidirá su futuro. De manera que los hijos dedicados al comercio o a la psicología van a quedar en tierra natal; y los que buscarán sobresalir con sus canciones vivirán en una lejana y fría ciudad del norte.

Por mi parte, con una habitación para mí solo en un colegio, pasaré los siguientes meses asistiendo a clases que no moverán demasiado mi interés y haré algunos amigos. Pasado el invierno, tras el almuerzo se me hará costumbre cruzar la calle y tenderme en el paso del Parque del Oeste, fumando plácidamente un grueso cigarro de hoja. Una de esas tardes me sorprenderá escuchar un maravilloso concierto de flauta: detrás de una pequeña loma, alguien, seguramente un estudiante como yo, deleitándose a su manera.

No habré ido a España para ver a Elena, pero la visitaré. Me parecerá que, en tan poco tiempo, su rostro ha envejecido. Finalmente, concluidos los cursos, retornaré a mi tierra.

A convivir con mi madre. No nos entenderemos bien, su vejez se complicará con su sordera creciente, sus puntos de vista chocarán con los míos. Más tarde, delirios que la harán ver delante suyo lo que no está,  me conducirán a una situación en la que desearé abandonarla e irme a vivir muy lejos. De ese infierno me sacará una visita de la madre de mis hijos, quien la convencerá de lo bueno de alojarse en una residencia para ancianos lindera de la casa que ella ocupa en ese entonces, con sus nietos. Allá iré a verla aprovechando la ocasión para encontrarme con algunos de mis hijos. Mi madre habrá olvidado sus delirios, caminará por la sala de estar, apoyada en su bastón. Pero una tarde la veré jadear en su lecho hasta morir.

Continuaré habitando, solo, la casa en donde no había sido feliz. Leyendo, escribiendo a ratos, fumando mis pipas cargadas con tabaco de obrero, deleitándome con eso de tener un fueguito humeando graciosamente cerca de mi cara, sin tragar el humo. Un amigo publicará a su costo y beneficio un librito con mis narraciones. Yo habré aprendido que mi lugar debe encontrarse en una indefinida y larga lista de escritores más o menos desconocidos de mi país. Y con algunos de ellos me habituaré a compartir charlas semanales en un bar céntrico.

Como la amplitud del terreno trasero lo permitirá, una de mis hijas se hará allí una casita, en la que vivirá con su único hijo. Y este nieto mío tendrá dos perros, como cuando yo estaba con todos mis hijos. Me gustará sentarme junto a la vieja pared de la cocina, frente a las plantas que crecen a su antojo, salvajemente; tomar un poco de sol, ponerles comida a los gorriones; y en primavera, inmóvil, sentado junto a una planta surgida de la nada y provista de raras flores azules, ver cerca de mis ojos a los exquisitos picaflores.

Una tarde iré a una sala de Cinemateca para ver una película suiza –algo sobre una exiliada con problemas. En la entrada veré a Elena con su madre. Nos saludaremos, cambiaremos algunas palabras. Sabré que sus hijos, afianzados en España, están casados y tienen hijos. Pero ella, lejana ya la época de nuestra dictadura, ha preferido volver.  Oscuramente sentiremos que nos seguimos queriendo y que nos necesitamos. Me dará su teléfono. La visitaré muy pronto: nos besaremos; nuestra relación se reanudará. Más adelante vendrá a vivir conmigo; su madre quedará acompañada por una hermana de Elena.

Otra de mis hijas me ayudará a publicar un segundo libro de cuentos. Lo que me permitirá comprobar que, como yo mismo haría, no se compra una obra de autor desconocido.

En Elena, no sólo el rostro y el color de sus cabellos han cambiado: también su carácter. Su voz, antes sencillamente clara –muy natural en quien pertenece a una familia de maestras-, se ha vuelto en España notablemente fuerte. Sobre todo cuando algo –casi todas las cosas- le interesa, o la apasiona, o la irrita. A menudo desatará su furia contra la dictadura y contra los que la apoyaron, o la aprovecharon, los corrompidos, los cínicos, los hipócritas, los indiferentes, con todo lo cual estaré de acuerdo; y contra los que nada hacen para cambiar el mundo, y aquí me preguntaré si estoy aludido. O bien me contará, una y otra vez, sus experiencias allá, con sus hijos y otros uruguayos exiliados. Tras los difíciles comienzos, logró trabajar en su verdadera profesión –en la que no encontró mujeres-, primero en forma clandestina, luego legal.

A pesar de su indiscutible vitalidad, la acosarán dolores de cabeza y tendrá pesadillas que no me contará. En sus sueños dirá palabras y frases cuyo sentido no habré de alcanzar. La lectura la ayudará a espantar sus momentos de depresión –y a menudo la cerveza, que no le trabará la lengua, sino todo lo contrario. No me parecerá bien, porque un vicio puede no estar mal, pero dos es mucho. Leerá incansablemente, tanto o más que yo, estimulada además por el afán de conocer todo lo que ocurre en el mundo, y en eso nos pareceremos; aunque discrepando: ella buscará lo dramático, yo la comedia, ella crítica, yo contemplador.

Por mis años en ese entonces, y para no dejarla sola, saldré poco de casa: a la reunión semanal con amigos en el café, a nadar en una piscina, a ver a un médico. En los primeros tiempos de nuestro reencuentro, fumando uno de sus casi sesenta cigarrillos diarios, me dirá que lo mejor es morirse pronto. Una manchita en un pulmón y la operación consiguiente –porque, claro, el tabaco-,  podrán hacerle pensar en su final. Pero el cáncer no será tal. En cambio, la alarma le brindará el inefable deleite de que desde España vengan a verla y a atenderla. Luego va a encarar mejor el futuro, fumará menos, me exigirá que no me muera antes que ella y yo haré todo lo posible por cumplir su orden. Y su cuerpo siempre será joven en mis brazos.

No hallará energía suficiente para reanudar su carrera de médico. Pero sí para otras tareas: como había podido comprobar desde que la conocí, seguirá siendo una persona ayudadora, servicial, hará favores a amigas, amigos y parientes y alguno pagará mal por bien; y hará por otros los mismos trámites engorrosos, interminables, que le permitirán a ella conseguir una modesta compensación allá, donde trabajó hasta el agotamiento, y acá, como exiliada política. Sus hijos le pagarán cada año los costosos viajes para que pueda convivir con ellos y los nietos. Y esas ausencias me harán sentir, cada vez, cuánta falta me hace.

La sostendrá asimismo su sentido del humor, un humor inclinado a resaltar lo malsano y lo ridículo de los seres humanos. Ella me impulsará a reparar más en el sufrimiento de tantos. Es que el mundo en el que me toca vivir será muy interesante, muy curioso, pero también tremendo. En gran parte debido a la ambición, el afán de poder, la estupidez y la crueldad surgida en seres como yo. Buscaré, pues, tener una visión lo más amplia y profunda que me sea posible de la Humanidad a la que pertenezco. Y ya tengo pensado el mejor título para lo que podría llegar a ser un libro: “Un mundo loco: el normal”.

Y pasará el tiempo en este extraño y cambiante planeta, maravilloso y terrible, en el que entraremos a alternar con nuestro pequeño empuje. Elena y yo seremos felices, e infelices, soportaremos enfermedades y operaciones, asaltos, angustias y envejecimiento. Y una insolente campaña mundial contra nuestro amigo de siempre: el tabaco.

Llevados por nuestras apetencias, viviremos leyendo Cien años de soledad, La guerra del fin del mundo, Ensayo sobre la ceguera, sin olvidar el Quijote,  El otoño de la Edad Media, El genoma humano, Teorías modernas del Universo… y mucho más. Discutiendo, amándonos, riéndonos de ser tan distintos y estar tan juntos y de que sólo ella puede soportarme y de que sólo yo pueda soportarla.

A pesar de todas las calamidades que conoceré ¿quiero vivir? ¡Claro que sí!

Pero dejo ya de espiar en el inagotable futuro, lo doy al olvido y tomo posesión permanente de mi ahora. Ya mi madre me acomoda contra su pecho y ya saboreo el precioso jugo.

 

Antón Sívori 
(Canelones, Uruguay, 1922)

 

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