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Por venir |
¡Por
fin salgo de verdad al mundo! Es cierto que en el vientre de mi madre
estaba contento y muy cómodo, pero ya era tiempo de vivir más libre y más
activo. Mientras
me lavan, me miman y hacen todo lo que corresponde a un recién nacido,
mientras hablan y ríen esos que me rodean y veo vagamente y a los que
luego conoceré mejor, me voy dando cuenta de que el mundo debe ser muy,
muy grande; y de que puedo hacer ahora mismo una primera recorrida, porque
tengo en mí todo lo que vendrá: un larguísimo futuro, que me espera y
que puedo contemplar y entender, ahora mismo, desde el principio hasta el
final. No voy a perder tiempo preguntándome por qué lo sé, eso lo dejo
para cuando tenga, digamos, ochenta y ocho años. Mis
padres no tendrán más hijos. Y aunque lamentaré alguna vez no contar
con un hermano o una hermana con quien jugar y pelear, mi infancia –ahí
la tengo- se desarrollará felizmente. Y ser hijo único me favorecerá:
no tendré que compartir el avión de chapa, con dos motores y luces, ni
el Meccano que tanto disfrutaré. Ni el Billiken: me encuentro leyéndolo
de punta a punta, sentado en la escalera, bajo la claraboya, mientras
devoro un gran pedazo de pan todavía caliente, en la ancha escalera de
madera que conduce a mi cuarto favorito, donde están mi pequeño
escritorio y la biblioteca con puertas. Y allí pasaré miles de momentos
dichosos, infancia y adolescencia, acompañados por la escuela y el liceo. En
mis primeros años, los únicos momentos ingratos serán: la pérdida de
aquel globo rojo, recién comprado, que, corriendo, rozará una áspera
pared; la de una goma
grandota en el camino a la escuela, y el desagrado al ver las piedras
arrojadas por mis compañeros contra un sapo, sólo por ser muy feo. No me
afectará mayormente hacerme caca en el primer año de la escuela; ni
orinarme en clase, en quinto, culpa de la maestra por no dejarme salir. Sí,
algunas veces estaré enfermo, tendré fiebre y dolor de oídos; y también
difteria; pero todo pasará. Como
surgidas de las páginas de Billiken, ricas en aventuras, a mis doce años,
ya decidido a ser escritor –enfermedad de la que nunca podré ni querré
librarme- brotará de mi lápiz mi primera novela: cuatro años me llevará
conducir a mis héroes en sus luchas contra los piratas del Caribe. Mientras
tanto crezco, crezco y voy descubriendo el mundo. Ahí está mi
adolescencia, no menos feliz que mi infancia. El cine, que dejará de ser
mudo cuando yo use todavía pantalón corto. El liceo. El mate, los
primeros cigarrillos. Y la música, gracias a la radio, a poco de
inventada: cederé sucesivamente a la fascinación del tango, y del jazz,
nacidos no mucho antes que yo; de las oberturas italianas, de Mozart, y
tantos otros; aunque no a la de Bach ni de su instrumento favorito. Hacia
los quince, mi primera consideración inteligente: “la corbata es un
trapo que cuelga; en consecuencia, no usarla”. Y mi primera reflexión:
“somos hijos de la casualidad”: hallaré muchos motivos para
confirmarla. Una
dictadura de la que apenas seré consciente hará que mi padre permanezca
el resto de sus días en casa, jubilado a la fuerza. Ya terminado el
liceo, entraré a estudiar Derecho, la menos distante de mis aficiones. Entonces
mis padres decidirán mudarse a otro barrio. Y eso, sí, lo sentiré.
Viviré largos años más con ellos, viendo pocas veces algún amigo. Los
libros, la música en la radio, el cine, los apuntes del curso. Varias
muchachas invadirán una tras otra mis pensamientos. Y una los absorberá,
para mi desdicha: el amor, el empecinamiento, o lo que fuera: habrá una
larga y estúpida agonía. Lograré publicar un cuento. Sabré, de lejos,
de la segunda horrorosa guerra mundial. Pero el impulso que ahora siento
dentro de mí ¿qué se ha hecho? Me veo escribiendo versos: “felicidad,
¿por qué extraños caminos te has perdido?” Dejo de estudiar: “¿qué
hago ahí?”, y no me arrepentiré. Una noche, noche de mi cumpleaños,
mientras mis padres duermen, espantado de mi casa por ciertos vecinos que,
por ser fin de semana, cantaban en coro versos de murga y se aplaudían,
me encontraré vagando por la Plaza Libertad, rodeado por gritos, abrazos
y bailes de gente: festejos de un triunfo futbolístico. Y me sentiré
como si hubiese caído en otro planeta. Un
aviso en un diario me llevará a una estación de servicio para automóviles.
Lo único digno de recordar de ese empleo será la llama que de pronto
surgirá de un depósito subterráneo de combustible, sorpresa sin susto a
la que dará fin un empleado con un extinguidor. Y como me pagarán menos
de lo prometido, me iré. En casa, como siempre, ningún reproche. El
tiempo transcurrirá hasta el día en que mi padre, que había acudido
calladamente a ciertas amistades, me diga que me presente a una prueba en
una oficina pública. De ese modo ingresaré a una contaduría. Algunos días
después, alguien me entregará un nombramiento como representante del
partido político de mi padre en un pueblo del país; por supuesto, iré a
votar como tal en las elecciones del partido; y nadie me volverá a hablar
más del asunto. Ese será el comienzo de una larguísima época: siempre
padeciendo un empleo que será aún menos “lo mío” que la Facultad.
Aunque, al menos, de ahí saldrá un montón de páginas: uno de mis ocho
a nueve libros inéditos para siempre. Una
tarde, tomando una caña en un café del centro, me enteraré de la
existencia de un instituto de formación de profesores. Con mi ingreso
llegaré a estar mucho más cerca de mi vocación; aunque continuando
todavía años en la maldita oficina. Cuatro
años después, un título, una rifa y un “viaje de estudios” de fin
de cursos –con licencia no paga en la oficina- me llevarán a recorrer
varios países de Europa. Una maravilla entre las muchas cuyo recuerdo me
acompañará: desde la ancha terraza de una vivienda suiza, frente al río,
un hombre arroja al aire pequeños trozos de carne que decenas de gaviotas
atrapan chillando gozosamente. En Roma besaré a la más linda del grupo.
Un año más tarde, nos casaremos. Tendremos hijos, que nos darán alegrías,
y afortunadamente no seré yo quien tenga que parirlos. Ellos vivirán sus
vidas, tendrán hijos, tendremos nietos. Mi
padre verá acortada su vida y morirá ante mis ojos: cáncer de próstata.
Lo que me enseñará a evitarlo en mí mismo. Mi madre vivirá mucho más,
y alquilará parte de la casa a una inquilina. Llegará
un tiempo en que, por desavenencias, o discrepancias, o desinteligencias,
o algo así, la madre mis hijos hablará de divorcio, yo diré que bueno,
y nos separaremos pacíficamente. Aunque luego pensaré: “me han robado
mis hijos”. Iré
a vivir, con todo lo que pueda llevar, a la casita de un solo ambiente,
pero con abundante campo arbolado, que mis padres comprarán a plazos en
Shangri-la, no lejos de la playa. Hasta que el hombre que con su mujer y
su hija habitaban la vieja casa de mi infancia y mi adolescencia, luego de
años de no pagar el alquiler, tras la muerte de la hija, decidieron irse
del país. Entonces podré volver a ella y probar a ser feliz otra vez. Sí,
pero algo falta en mis recuerdos del futuro. Voy hacia atrás, ya que
desde aquí, desde mis pañales, puedo ir y venir a mi antojo surcando mi
existencia. Antes del divorcio, mi mujer me había impulsado a tomar más
horas de clase: fue así cómo me coloqué en un liceo privado, lo cual me
hizo conocer a una profesora mucho más joven que yo. Simpatizamos. Supe
que se estaba divorciando y que tenía dos hijos pequeños. Cuando me
separé de mi mujer y mis hijos, temblando por mi audacia y desde el
mostrador de un bar y por teléfono, me atrevía a preguntarle a mi colega
si podía visitarla. Ella, Elena, aceptó la visita. Pronto
supe que, aunque nunca hubiera querido abandonar el país, estaba por irse
a vivir a Chile, con sus hijos. Pues el Uruguay se encrespaba: una
guerrilla urbana –que de alguna manera, mucho después de ser derrotada
pasará a ser gobierno en el país-, esa guerrilla a la que, desde el
mismo día en que me fui de la casa de mis hijos siguieron dictadura,
represión, prohibiciones de todas clases, destituciones y acomodos,
asesinatos y desapariciones de personas. Pero precisamente cuando comenzábamos
una relación que no tenía futuro, estalló en Chile una revolución
militar y se instaló una dictadura feroz. Viaje suspendido. Y así pasará
a ser, tras la que me dio seis hijos, la mujer más importante de mi vida.
Siento ahora mismo cómo me gustaría tener otro hijo, mío y de Elena;
aunque ya sé, porque lo sé todo, que eso nunca podrá ocurrir. Durante
casi cinco años pasaremos horas dichosas: en su casa, en la casita de la
playa, en mi vieja casa recuperada. Además de sus clases y el cuidado de
sus hijos, llegará a completar sus estudios de medicina y tendrá su título.
Nada hará contra la dictadura, salvo odiarla; pero su entorno la conducirá
a un persistente acoso. Y
de pronto, casi sin despedirnos, desaparecerá de mi existencia, sin que
yo pueda soñar en oponerme a su partida. “Nunca más”, pensaré.
Cuando llegue con sus hijos a España, ya habrá terminado allí una larga
y sangrienta dictadura. Nos
escribiremos. Mis cartas la encontrarán en los lugares en que buscará
subsistir, como tantos otros exiliados. Tras comprender que ella y sus
hijos han logrado enraizarse, dejaré de escribirle. Continuaré
en mi detestado empleo, seguiré dando clases, publicaré cuadernos sobre
autores incluidos en los programas de literatura. Un amigo me hará
publicar dos cuentos en revistas extranjeras. Me sentiré un poco muerto. En
esos días de ausencia, llegará súbitamente el momento en que me diré:
puedo adelantar mi jubilación –como en el caso de mi padre, pero esta
vez por voluntad propia- y quiero hacerlo. Del dicho al hecho. Así, pues,
haré los trámites y pondré en manos de una agencia la venta de mi
recuperado hogar, única manera de salir a respirar fuera de mi tierra
asolada. Pero pasarán meses, sin novedad. Curiosamente, un día me
visitarán los dos miembros de la agencia asegurándome que tienen un
comprador seguro –nunca más supe de ellos-; y otro hombre, que me dirá
ser marido de una escribana, quien me asegurará que el supuesto comprador
no puede comprar la casa; por lo cual me pedirá permiso para poner un
aviso económico en el diario. Le diré que… bien, y que también pondré
mi aviso y mi horario de atención. Y en mi horario de atención llegarán
al otro día, al mismo tiempo dos candidatos; y venderé al mejor pagador. Entretanto,
yo habré conseguido una especie de beca en la Ciudad Universitaria de
Madrid, con todos los gastos a mi cargo. Mientras que una delicada demora
oficial en concederme el pasaporte se agregaba a una sutil sugerencia de
que “hablar allá”, teniendo seis hijos acá, tal vez no sería
adecuado. Uno
de mis hijos querrá acompañarme a Madrid. Luego, cuando comiencen mis
cursos, él se irá a Montreal, donde estarán esperándolo una de sus
hermanas y un tío. Lo cual decidirá su futuro. De manera que los hijos
dedicados al comercio o a la psicología van a quedar en tierra natal; y
los que buscarán sobresalir con sus canciones vivirán en una lejana y fría
ciudad del norte. Por
mi parte, con una habitación para mí solo en un colegio, pasaré los
siguientes meses asistiendo a clases que no moverán demasiado mi interés
y haré algunos amigos. Pasado el invierno, tras el almuerzo se me hará
costumbre cruzar la calle y tenderme en el paso del Parque del Oeste,
fumando plácidamente un grueso cigarro de hoja. Una de esas tardes me
sorprenderá escuchar un maravilloso concierto de flauta: detrás de una
pequeña loma, alguien, seguramente un estudiante como yo, deleitándose a
su manera. No
habré ido a España para ver a Elena, pero la visitaré. Me parecerá
que, en tan poco tiempo, su rostro ha envejecido. Finalmente, concluidos
los cursos, retornaré a mi tierra. A
convivir con mi madre. No nos entenderemos bien, su vejez se complicará
con su sordera creciente, sus puntos de vista chocarán con los míos. Más
tarde, delirios que la harán ver delante suyo lo que no está, me
conducirán a una situación en la que desearé abandonarla e irme a vivir
muy lejos. De ese infierno me sacará una visita de la madre de mis hijos,
quien la convencerá de lo bueno de alojarse en una residencia para
ancianos lindera de la casa que ella ocupa en ese entonces, con sus
nietos. Allá iré a verla aprovechando la ocasión para encontrarme con
algunos de mis hijos. Mi madre habrá olvidado sus delirios, caminará por
la sala de estar, apoyada en su bastón. Pero una tarde la veré jadear en
su lecho hasta morir. Continuaré
habitando, solo, la casa en donde no había sido feliz. Leyendo,
escribiendo a ratos, fumando mis pipas cargadas con tabaco de obrero,
deleitándome con eso de tener un fueguito humeando graciosamente cerca de
mi cara, sin tragar el humo. Un amigo publicará a su costo y beneficio un
librito con mis narraciones. Yo habré aprendido que mi lugar debe
encontrarse en una indefinida y larga lista de escritores más o menos
desconocidos de mi país. Y con algunos de ellos me habituaré a compartir
charlas semanales en un bar céntrico. Como
la amplitud del terreno trasero lo permitirá, una de mis hijas se hará
allí una casita, en la que vivirá con su único hijo. Y este nieto mío
tendrá dos perros, como cuando yo estaba con todos mis hijos. Me gustará
sentarme junto a la vieja pared de la cocina, frente a las plantas que
crecen a su antojo, salvajemente; tomar un poco de sol, ponerles comida a
los gorriones; y en primavera, inmóvil, sentado junto a una planta
surgida de la nada y provista de raras flores azules, ver cerca de mis
ojos a los exquisitos picaflores. Una
tarde iré a una sala de Cinemateca para ver una película suiza –algo
sobre una exiliada con problemas. En la entrada veré a Elena con su
madre. Nos saludaremos, cambiaremos algunas palabras. Sabré que sus
hijos, afianzados en España, están casados y tienen hijos. Pero ella,
lejana ya la época de nuestra dictadura, ha preferido volver. Oscuramente
sentiremos que nos seguimos queriendo y que nos necesitamos. Me dará su
teléfono. La visitaré muy pronto: nos besaremos; nuestra relación se
reanudará. Más adelante vendrá a vivir conmigo; su madre quedará
acompañada por una hermana de Elena. Otra
de mis hijas me ayudará a publicar un segundo libro de cuentos. Lo que me
permitirá comprobar que, como yo mismo haría, no se compra una obra de
autor desconocido. En
Elena, no sólo el rostro y el color de sus cabellos han cambiado: también
su carácter. Su voz, antes sencillamente clara –muy natural en quien
pertenece a una familia de maestras-, se ha vuelto en España notablemente
fuerte. Sobre todo cuando algo –casi todas las cosas- le interesa, o la
apasiona, o la irrita. A menudo desatará su furia contra la dictadura y
contra los que la apoyaron, o la aprovecharon, los corrompidos, los cínicos,
los hipócritas, los indiferentes, con todo lo cual estaré de acuerdo; y
contra los que nada hacen para cambiar el mundo, y aquí me preguntaré si
estoy aludido. O bien me contará, una y otra vez, sus experiencias allá,
con sus hijos y otros uruguayos exiliados. Tras los difíciles comienzos,
logró trabajar en su verdadera profesión –en la que no encontró
mujeres-, primero en forma clandestina, luego legal. A
pesar de su indiscutible vitalidad, la acosarán dolores de cabeza y tendrá
pesadillas que no me contará. En sus sueños dirá palabras y frases cuyo
sentido no habré de alcanzar. La lectura la ayudará a espantar sus
momentos de depresión –y a menudo la cerveza, que no le trabará la
lengua, sino todo lo contrario. No me parecerá bien, porque un vicio
puede no estar mal, pero dos es mucho. Leerá incansablemente, tanto o más
que yo, estimulada además por el afán de conocer todo lo que ocurre en
el mundo, y en eso nos pareceremos; aunque discrepando: ella buscará lo
dramático, yo la comedia, ella crítica, yo contemplador. Por
mis años en ese entonces, y para no dejarla sola, saldré poco de casa: a
la reunión semanal con amigos en el café, a nadar en una piscina, a ver
a un médico. En los primeros tiempos de nuestro reencuentro, fumando uno
de sus casi sesenta cigarrillos diarios, me dirá que lo mejor es morirse
pronto. Una manchita en un pulmón y la operación consiguiente –porque,
claro, el tabaco-, podrán
hacerle pensar en su final. Pero el cáncer no será tal. En cambio, la
alarma le brindará el inefable deleite de que desde España vengan a
verla y a atenderla. Luego va a encarar mejor el futuro, fumará menos, me
exigirá que no me muera antes que ella y yo haré todo lo posible por
cumplir su orden. Y su cuerpo siempre será joven en mis brazos. No
hallará energía suficiente para reanudar su carrera de médico. Pero sí
para otras tareas: como había podido comprobar desde que la conocí,
seguirá siendo una persona ayudadora, servicial, hará favores a amigas,
amigos y parientes –y alguno pagará mal
por bien; y hará por otros los mismos trámites engorrosos,
interminables, que le permitirán a ella conseguir una modesta compensación
allá, donde trabajó hasta el agotamiento, y acá, como exiliada política.
Sus hijos le pagarán cada año los costosos viajes para que pueda
convivir con ellos y los nietos. Y esas ausencias me harán sentir, cada
vez, cuánta falta me hace. La
sostendrá asimismo su sentido del humor, un humor inclinado a resaltar lo
malsano y lo ridículo de los seres humanos. Ella me impulsará a reparar
más en el sufrimiento de tantos. Es que el mundo en el que me toca vivir
será muy interesante, muy curioso, pero también tremendo. En gran parte
debido a la ambición, el afán de poder, la estupidez y la crueldad
surgida en seres como yo. Buscaré, pues, tener una visión lo más amplia
y profunda que me sea posible de la Humanidad a la que pertenezco. Y ya
tengo pensado el mejor título para lo que podría llegar a ser un libro:
“Un mundo loco: el normal”. Y
pasará el tiempo en este extraño y cambiante planeta, maravilloso y
terrible, en el que entraremos a alternar con nuestro pequeño empuje.
Elena y yo seremos felices, e infelices, soportaremos enfermedades y
operaciones, asaltos, angustias y envejecimiento. Y una insolente campaña
mundial contra nuestro amigo de siempre: el tabaco. Llevados
por nuestras apetencias, viviremos leyendo Cien años de soledad, La
guerra del fin del mundo, Ensayo sobre la ceguera, sin olvidar el Quijote,
El
otoño de la Edad Media, El genoma humano, Teorías modernas del
Universo… y mucho más. Discutiendo, amándonos, riéndonos de ser tan
distintos y estar tan juntos y de que sólo ella puede soportarme y de que
sólo yo pueda soportarla. A
pesar de todas las calamidades que conoceré ¿quiero vivir? ¡Claro que sí! Pero dejo ya de espiar en el inagotable futuro, lo doy al olvido y tomo posesión permanente de mi ahora. Ya mi madre me acomoda contra su pecho y ya saboreo el precioso jugo. |
Antón Sívori
(Canelones, Uruguay, 1922)
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