Una aventura nocturna |
Pablo y Andrés eran dos hermanitos que vivían en el campo. Todos los días salían juntos a recorrer los alrededores de la casa, pues había lugares muy pintorescos e interesantes. Muy cerca se levantaba un cerro, de poca altura pero escarpado y pedregoso y más lejos había una pradera atravesada por una cañada. Los hermanitos disfrutaban de sus correrías y acostumbraban a recoger todo lo que les llamaba la atención: hoy una piedra de forma curiosa, mañana lindas semillas, otro día hongos o quizás plumas que algún ave había perdido. Cerca de la cañada encontraban caparazones de tortuga, caracoles, cucharillas del agua… Todo les interesaba y nunca volvían con las manos vacías. Un día, bajaban la ladera del cerro, cuando vieron un cacto espinoso, de esos que llaman erizos, de tamaño poco común. Sin dudarlo mucho, lo sacaron del lugar y se lo llevaron consigo, sosteniéndolo de las raíces para no pincharse. En su casa, la mamá les proporcionó una maceta para plantarlo, maceta que los hermanitos colocaron en el alféizar de la ventana de su dormitorio. Observando el cacto con atención, descubrieron en su parte superior unos pequeños botones: eran los pimpollos de la planta. En los días subsiguientes los botones aumentaron de tamaño. La mamá dijo: -Pronto florecerá. Pablo y Andrés esperaban con impaciencia el momento de poder ver las flores que nacerían de esa planta tan espinosa y de aspecto tan hosco. Finalmente, una soleada mañana abrieron unas hermosísimas corolas de color amarillo azafrán, para la gran satisfacción de los dos niños, que llenaron de elogios a su cacto. Esa noche, cuando ya se habían acostado y estaban a punto de dormirse, oyeron suaves voces que los llamaban desde la ventana: -¡Pablo…! ¡Andrés…! Muy sorprendidos se levantaron y se acercaron a la ventana. Y ¡oh, sorpresa! ¿Quiénes les hablaban sino las flores del cacto?! -¿Qué pasa? ¿Qué quieren?-atinó a preguntar Andrés, que era un poco más decidido que Pablo. -Queremos pedirles que nos ayuden. -¿Qué los ayudemos? ¿A ustedes? -Sí, sucede que hoy es el primer plenilunio de verano, y como sabrán, es la noche que los espíritus de la naturaleza, a los que los hombres llaman a veces hadas, recorren los campos y en esa ocasión las flores los agasajamos con un baile. -¿Con un baile? ¿Las flores bailan? -Sí, esa noche sí. Y ya verán de qué manera. Porque lo que queremos pedirles a ustedes es que nos devuelvan a nuestro lugar en el cerro para que podamos participar de la fiesta. Pablo y Andrés se miraron. -Podemos llevar el cacto de nuevo al lugar donde lo encontramos- dijo Andrés. -¿Habrá tiempo?- preguntó su hermano. -Sí. Lo hay- se apresuraron a contestar las flores.-La luna aún no está demasiado alta en el cielo. Pero debemos apresurarnos. -Bueno, vamos- dijeron los niños. Tratando de no hacer ruido, porque sospechaban que sus padres no estarían muy de acuerdo con una escapada nocturna, los niños abrieron la puerta que daba al jardín. La luna llena iluminaba con una luz plateada que permitía verlo todo sin necesidad de linternas o faroles. Andrés llevaba la maceta con el cacto y Pablo le seguía. Avanzaron por el sendero, cruzaron el portón y después caminaron por el campo hasta llegar al cerro. Allí depositaron el cacto entre unas piedras y esperaron la llegada de las hadas. Y porque eran niños inocentes y además estaban dotados de natural imaginación, les fue dado contemplar a estos fantásticos seres y aún hablar con ellos. Las hadas se presentaron después de medianoche, cuando la luna estaba cerca del cenit. Tenían la apariencia de hermosos ángeles de largos cabellos verdes y estaban coronadas con diademas de luciérnagas, que brillaban más que los diamantes de cualquier rey de la Tierra. Todas las flores del campo se habían congregado para saludarlas y bailar en su honor, cosa que hicieron con inigualable gracia y habilidad. Pablo y Andrés miraban fascinados el maravilloso espectáculo. Más tarde, las hadas hablaron con los niños y les explicaron que el baile recordaba un hecho sucedido hacía muchísimo tiempo. Representaba cómo las propias hadas habían pintado las flores silvestres con los colores más bellos del universo, para que de ese modo los campos y los montes se vieran engalanados como el mejor de los jardines. Así fue que los rojos más vibrantes fueron asignados a los ceibos y los plumerillos, los celestes y los lilas más delicados a los camalotes y los cardos, los amarillos más intensos a los aromos y los cactos, mientras que se concedió el azul al huraño canutillo, el rosado a los tiernos macachines, el púrpura a las portulacas que crecen entre las piedras. Estas flores y muchas más nombraron las hadas a los niños, que las escuchaban con profunda atención. También añadieron que tales bellezas sólo se ofrecen al que sabe buscarlas con amor y dedicación, porque la naturaleza, con ser generosa, es también celosa de sus tesoros y los oculta a quienes no se lo merecen. Avanzada la noche, llegó la hora de dar por finalizada la fiesta y todos se despidieron con gran pena de Pablo y Andrés, que hubieran querido continuar en tan extraordinaria compañía. Pronto el campo quedó desierto y sólo permaneció el cacto junto a los niños. -Será mejor que dejemos el cacto aquí- dijo al fin Pablo. -Sí, será mejor que quede en el cerro. Es su hogar- concordó Andrés. A la mañana siguiente, cuando los hermanitos contaron a su mamá los extraordinarios acontecimientos de la noche, ella los miró sonriendo y dijo: -Ustedes lo han soñado todo, niños. Eso no ha sucedido realmente. Y fue tan convincente en las razones que les dio, que Pablo y Andrés quedaron desconcertados y hasta llegaron a pensar que su aventura nocturna no había sido más que un sueño. Pero más tarde, al comentar el asunto entre ellos, recordaron un detalle que los hizo cavilar, y fue éste: si todo había sido un sueño, ¿cómo se explicaba el hecho de que los dos habían soñado lo mismo? |
Sylvia
Simonet
"Nina-Minina y otros cuentos", edición de A.U.L.I.
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