Los objetos renuentes |
Estoy en mi casa. Los demás han salido y estoy sola. Sería, pues, una buena ocasión para entablar relación con los objetos que pueblan las habitaciones y lograr que me cuenten sus secretos. En otras ocasiones he creído vislumbrar algún atisbo de comunicación con ellos: por ejemplo, al cuadro que cuelga sobre la chimenea del estar, lo he visto danzar, girar en remolinos y lanzar centelleantes chorros de luz y chispas de colores. Sin embargo, hoy está quieto. Estáticas y tiesas las torres y las rejas, sin movimientos los árboles y las enredaderas. La luna cuelga inmóvil y todo parece empequeñecerse y yacer sin vida entre las cuatro líneas del marco. En vano yo acecho, esperando ver signos de un nuevo despertar. Abajo, el hueco de la estufa, sucio de hollín, es un agujero negro y siniestro, una boca sin dientes aguardando en ominosos silencio a su presa. Idos están los días en que el fuego cantaba allí, las lenguas de las llamas abrazando los troncos como los brazos de un amante. Le doy la espalda, me voy. Entro en el comedor. Allí los muebles oscuros contrastan con las paredes claras. La gran chocolatera ventruda, sola sobre la rinconera, es un anciano bonachón que preside la reunión. Las sillas forman una ronda alrededor de la mesa y en el centro un ramo de claveles se ruboriza de timidez o quizá de placer. La vitrina muestra sus estantes: las delicadas tacitas japonesas se alinean como filas de niñitas en el patio de una escuela, el pico de la cafetera tiene toda la elegancia del cuello de un cisne y al fondo hacen guardia las altas copas talladas. Creo estos objetos domésticos charlan entre ellos, pero no entienden mis preguntas. Atravieso las habitaciones y finalmente me siento en el gran sofá de la sala solitaria. La pana azul del tapizado me resulta extrañamente astringente al tacto y hay una frialdad desusada en el aire. Permanezco sin moverme observando a mi alrededor. Me rodea una multitud de objetos, pero todos rehúsan hablarme; me abruman con su fría reserva, con su obstinado hieratismo. Me deslumbran, en cambio, con la multiplicidad de sus galas, con las mil y una texturas que se ofrecen a mi vista. Todos los materiales nobles están allí: las maderas lustradas, los metales pulidos, los fríos mármoles, las suaves porcelanas, los cristales de cuerpo facetado, los esmaltes y los yesos. Trato de entablar relación con ellos, pero se niegan: miran hacia otro lado. La mirada de las ágatas se pierde en el vacío, tercamente. Las cobras de bronce, en su erección ritual sobre la repisa, fingen no verme. Hay un silencio que se trepa por las paredes, rebota en el blanco decorado del cielo-raso y vuelve a caer a mis pies, sobre el índigo sombrío y apasionado de la alfombra. No puedo hacer nada; dejo que se derrame, hasta que cubre toda la superficie del suelo. Anochece. Las sombras se apretujan en los rincones, en las hornacinas de las paredes, en los caprichosos recovecos detrás de los muebles y suben por las escaleras hasta el piso alto. Melancólicamente, las últimas luces del día se cuelan, tamizadas por los vitrales multicolores del ventanal. Me pongo de pie lentamente y enciendo la lámpara. El globo de opalina reluce con frío resplandor, como un redondo pez fosforescente que flotara sobre la mesa. Enciendo también las demás lámparas y la luz da a la habitación un remedo de animación. Se refleja generosamente en los antiguos espejos biselados, arranca chispas de los prismáticos caireles de las arañas, hace brillar con mayor o menor intensidad a todas las superficies pulidas. Los objetos parecen perder algo de su hostilidad, pero la incomunicación persiste. ¿Cómo romper su reserva? ¿Cuándo se abrirán a mí y me revelarán sus secretos? Me asalta una angustia amarga y dulce a la vez. ¡Qué ardua es la búsqueda! Sin que yo lo notara, lágrimas ardientes han brotado de mis ojos y corren por mis mejillas; siento de pronto que el corazón me quiere estallar en el pecho. Pero entonces, inesperadamente, milagrosamente, llega a mis sentidos el olor de la salvia y el cedrón: provienen de un ramo silvestre que alguna mano infantil colocó en una pequeña vasija. Con su sensibilidad vegetal, las humildes plantas me envían así su mensaje de consuelo y aliento. Y yo las comprendo. La búsqueda es ardua, sí, pero es también un derecho inalienable, una esperanza a la que no podemos renunciar. Algún día la renuencia de la materia podrá ser vencida. Me vuelve la confianza. Sonrío y en una lágrima que quedó prendida en mis pestañas se forma un arco iris. |
Sylvia Simonet
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Simonet, Sylvia |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |