Hoy duelen tanto los recuerdos lindos
como los malos:
ojalá pudiera desprenderme de ambos,
rosas secas, incordios
en los meandros de las dos memorias.
Sin embargo
anotaré aquí
-como quien asienta
su diaria contabilidad-
lo que quedó de aquel lejano verano
del setenta y seis…
Atardecía
y desde la playa se veían luminosas
barquitas sobre el agua.
Y volaban insectos, o mariposas amarillas
como grandes chispas aladas.
Pensé: saludarían a la vida, a nuestro encuentro,
al amor que nacía.
Y pensé otras cosas, allí a tu lado,
mientras hablábamos:
en un sueño, en el tema para algún
futuro poema.
Y en la muerte de algunos de esos insectos
que caían sobre las aguas,
aquietando su aleteo de cuatro alas…
El viento de enero
daba vuelta las hojas de un libro
de poesías de Rilke.
Y aún veo tan nítido
tu cabello con gotitas de agua
deslizándose en tus sienes.
Y tu sonrisa,
y el beso aquel...
(Y el ruido de un insecto azul
que caía sobre la arena…)
Y un medio sol escondiéndose
entre nubes del Oeste,
de color índigo y rojizo:
serían para siempre el lazo en mi memoria.
Y esa extraña leyenda
-anfisbena de un verano-
espejismos, reverberación
de dos soles o dos lunas
en tres tiempos. Como un vals…
Pudo más el amor.
Siempre.
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