Una pluma de pájaro

por María Inés Silva Vila

Estoy mirando la plaza desde mi ventana, sus canteros sin flores, sus vereditas sombrías, correteando en lo más bajo de un alto prisma de aire, endurecido entre los rascacielos.

Me gusta mirar la plaza. Es como una manzana de casas transparentes y antiguas, de escaleras crujientes y miradores milagrosos. Allí hay relojes que dan otra hora y calendarios que marcan otros días distintos a los nuestros y que, sin embargo, se les parecen: hay abuelas que duermen la siesta en los sillones y acuestan un gato al sol para dormir mejor.

Estas casas tienen sus habitantes, además de las abuelas, y yo los conozco a todos. Aparecen ante mí cuando miro la plaza, en un segundo piso, en una escalera, se sientan en una butaca blanca, abren un piano, dibujan una flor. Nunca he podido enterarme en qué año viven, porque ellos no los numeran: les dan nombres. Sospecho que el año en que ahora viven, empezó hace unos veinte días de los nuestros, cuando dieron la fiesta.

Una mañana —para ellos tal vez fuera de noche— las mujeres se vistieron de traje largo y los hombres de frac, y se encontraron en una terraza enorme, que apenas había visto antes. Recuerdo cómo acudían de todos lados, cómo se encontraban en los pasillos y murmuraban cosas que hacían reír. Después seguían caminando juntos, en un aire de organza y de tul, arremolinando en vuelos, zigzagueando en la débil media luz de los corredores, hasta que llegaban al cortinado que velaba el aire de la terraza.

Allí estaba la orquesta, esperando. Desde mi ventana, parecían todos muy viejos. No se habían movido de sus asientos desde que yo los había encontrado. Permanecían inmóviles, en el fondo de la terraza iluminada por los reflectores, que a veces los dejaba en la sombra y otras los enfocaba como en un escenario. Usaban anteojos y pelucas blancas. De pronto empezó la música. Era un vals. Pero la orquesta seguía inmóvil, las manos prontas a arrancar la primera nota que parecía haber vibrado a destiempo, adelantándose.

En una esquina de la terraza, había un altoparlante. Al terminar el vals, se oyó la voz del speaker, pasando un reclame. Cuando aparecieron los primeros mozos, que simulaban llevar sus propias cabezas sobre las bandejas, alguien apagó la radio. Las parejas, que habían empezado a bailar, se detuvieron. Se acercaron al borde de la terraza y levantaron las copas.

La falsa orquesta pareció adquirir, en el silencio, una nueva oportunidad. De haber salido entonces al balcón, nuevamente hubiera creído en ella.

Frente a mí, en el mismo edificio donde se realizó la fiesta, vive una muchacha llamada Alicia. Debe tener mi edad. Su casa, de varios pisos, es la más grande y la más vieja de toda la plaza: tiene muchas ventanas y muchos salones vacíos. Las paredes han tomado un color amarillento que le prestan un aire de casa de papel. Las grietas, oscuras y largas, en forma de raíces, parecen correr a veces como un río y detenerse de golpe, cuando las miramos, y entonces sorprendemos en ellas una cara, un molino, un hombre en un bote, con un sombrero grande, un gato, un castillo feudal, una forma imprecisa que nos asusta más que el guerrero que le aparece al lado, porque no sabemos qué es. Se dice que en su primera época la casa de Alicia fue un convento. Las monjas subían y bajaban las escaleras, con sus hábitos silenciosos y cirios encendidos en la mano. De noche, se acostaban en un ataúd, por si la muerte las sorprendía en el sueño. Yo no las vi, pero me lo han contado. Ahora, en cada piso, viven dos o tres familias; Alicia y la Sra. Leopardi, en el tercero, frente a mí.

La Sra. Leopardi no se mueve nunca de la cama. Pasa en ella las horas, rígida y silenciosa, con las manos de un relieve violáceo y nudoso, las venas a flor de piel, cruzadas sobre el doblez de la sábana.

Alicia no sale casi nunca. Pasa el día recorriendo los grandes salones. Descorre las cortinas, desviste los muebles de sus fundas blancas, cubre los altos espejos dorados con unos paños violetas, como si fueran altares de una Iglesia, y los descubre luego, como en el día de Gloria. Cambia de sitio los retratos de la galería, dejando al padre de la anciana en el lugar del bisabuelo y al bisabuelo en el pestillo de la ventana. Cuando entra un poco de viento, el retrato se balancea como un ahorcado y el bisabuelo parece decir que no.

Como la Sra. Leopardi no baja nunca de su cama y nadie entra en la casa, Alicia puede jugar con todas esas cosas sin el temor de que la descubran. El día del baile Alicia dudó mucho antes de decidirse. Después subió a la bohardilla. Allí estaba. Era un cofre grande, con adornos plateados en la cerradura y una cinta rosa que llegaba al suelo. La cinta caía de una capelina. Debajo de la capelina y de un sombrero de plumas, aparecían los trajes, extendidos y quietos en el cofre. Parecían damas antiguas, dormidas, distintas entre sí, con expresiones propias. El vestido azul, con flores, tenía las mangas hacia atrás, cruzadas, bajo la nuca delicada e invisible. Otro, de terciopelo negro y gran cuello de encaje, cruzaba los puños sobre la falda y parecía sonreír con aire de matrona. Alicia se los fue probando, uno a uno. Una vez que ella los vestía parecían recuperar, como por encanto, su juventud. Abandonaban las arrugas y el color amarillento en el fondo sombrío y húmedo del cofre, abandonaban las formas y el recuerdo de sus dueñas, para ser fieles a su nueva amiga.

Alicia eligió un vestido blanco, bordado con perlas en la falda. Esperó que la anciana se durmiera y se dirigió a la terraza. No se atrevió a salir. Se quedó junto a la puerta, oculta a medias por la cortina. Las otras muchachas giraban por la pista, tan ligeras como si deslizaran sobre hielo.

Cuando el reloj dio la primera campanada de las doce, Alicia abandonó su sitio y regresó corriendo por las escaleras y los corredores. A las doce, la Sra. Leopardi tomaba su medicina. Cuando ya estaba por llegar, se le salió uno de sus zapatos de raso. Quedó allí, junto a dos botellas verdes que aparecían frente a una puerta, blanco y peque-ñito, como un zapato de juguete. Estaba apurada. Pensó en dejarlo, pero recordó que ningún príncipe se lo traería después. Lo recogió y siguió con él en la mano, corriendo con más dificultad. Se desvistió en la sala, donde había dejado, sobre una silla, su vestidito negro y su delantal. La anciana estaba despierta. Como siempre, permaneció silenciosa, pero Alicia creyó advertir que estaba enojada. Bordeó la cama y se dirigió a la mesa de luz. Abrió el cajón: aparecieron los frascos con las etiquetas de colores, dos o tres medallas, el libro de misa, un abanico de plumas, el cofrecito abierto que dejaba ver en su interior, resaltando sobre el terciopelo rojo, desgastado, un pequeñísimo rosario de nácar, de esos que regalan los padres o las madrinas el día de la primera comunión. La mano de Alicia no titubeó. Fue directamente al frasco de la etiqueta azul y lo sacó apoyándolo en el mármol de la mesita. El mármol tenía vetas oscuras, ramificaciones finísimas. Se acercó a la piel reseca, llena de manchas y arrugas, y vio cómo se abrían los labios amoratados y apretaban el cristal frío de la copa, sorbiendo de a poco el líquido par-duzco, hasta que ya no quedó nada, y los labios volvieron a juntarse.

Ya en su habitación, Alicia soñó con un muchacho que había visto en el baile. Traía en la mano un zapato de raso y la miraba, sonriente.

Un rato después, temblando de miedo, abrió la puerta que daba a la sala, en puntas de pie, para no hacer ruido.

El espejo dorado reflejó por entero su imagen cuando ella tomó el zapato que había quedado junto a él. Se veía muy extraña, dentro del camisón, que se movía apenas en un oleaje, por el airecillo que venía de la ventana abierta.

Aquella ventana es la que queda frente a la mía. Yo la estaba mirando, como siempre. El aire de la plaza tenía algo poético, de cristal o de espejo. Alicia parecía apenas, aquella noche, una imagen reflejada, pronta a desaparecer, una imagen de agua o de sueño que amenazaba quedarse entre los dedos, convertida en polvo. De pronto, la imagen se movió.

Una luz de la calle le había iluminado la cara, que aparecía como una mascarilla triste en el espejo. Se volvió y se dirigió a la puerta que daba al corredor. Estaba muy oscuro. Sólo había una lucecita encendida allá en lo alto, junto a la escalera. Avanzó unos pasos, y con mucho cuidado depositó el zapato en el suelo.

Volvió a la cama y se durmió enseguida. A la otra mañana, se levantó temprano y se dirigió al mercado. Al salir, como de costumbre, cerró la puerta con dos vueltas de llave. Fue al regresar aquella mañana que encontró la pluma por primera vez. Aparecía en el primer escalón, algo disimulado por una hoja de diario, arrugada y amarillenta. Con un gesto cansado, sin motivo, apartó el diario con el pie y se quedó mirando aquella pluma negra que sobresalía de algún modo, no sabía cómo, de los demás desperdicios del zaguán. Brillaba con un prestigio especial entre las basuras de la calle que se arremolinaban allí y el polvo que caía de los pisos altos, cuando las vecinas se levantaban perezosas y barrían escaleras abajo. Por momentos le parecía reconocerla, encontrar algo familiar en ella. Sin pensar más, se agachó a recogerla y la guardó en el bolsillo de su delantal.

A la mañana siguiente sucedió lo mismo. Ella venía desprevenida, pensando en otras cosas. Alguien le había dicho algo en el mercado, una grosería. No entendía a la gente. Si era fea, si se reían de ella, por qué no la dejaban en paz? Sintió de pronto que todo aquello que la rodeaba era malo, hostil. Se le hizo presente por un momento una vida más dulce, y la perdió de nuevo al pensar que no era para ella.

“Eso no es para ti”, “eso no es para ti”, se venía diciendo muy bajito, cuando vio la pluma, ya en el segundo tramo de la escalera de su casa. Se asustó. Sin saber por qué le pareció algo feroz, algo que la estaba esperando allí, algo malo y cruel. La suavidad, el brillo que la encantaran el día antes, se le antojaron de pronto atributos del demonio. Hubiera querido pasar de largo pero algo la detenía allí. Se sentía casi obligada a recoger la pluma negra, que era más grande que la primera.

Al tercer día, ya con dos plumas en el bolsillo, subió la escalera preocupada por aquel misterio. Ella conocía bien a sus vecinos y no estaba enterada de que tuvieran pájaros. Tan pensativa andaba que casi la deja atrás. Pero era demasiado grande para no verla. No pudo evitar dar un grito. Sin detenerse más, se agachó y la recogió. Casi no le entraba en su delantal. Esta vez la había encontrado en su propio piso. Cuando entró en la sala, le pareció escuchar un ruido adentro, en el dormitorio de la Sra. Leopardi. Será el viento, pensó. Para asegurarse, abrió la puerta y entró. Estaba durmiendo. En el reloj que colgaba de la pared vio la hora de una de las medicinas de la anciana. Abrió el cajoncito de la mesa de luz y ya iba a sacar el frasquito de la etiqueta roja, cuando vio el abanico negro. En realidad sólo se le veía un extremo; el resto desaparecía en la oscuridad del cajón.

Lo fue sacando poco a poco, los dedos helados al contacto de aquella suavidad, sin poder desviar la mirada de aquel brillo sombrío, hosco, que no podía contemplar sin renovar el susto, sin asociarlo horrorizada, a las plumas de la escalera.

Lo abrió del todo.

Las plumas de los lados eran más pequeñas, pero iban creciendo a medida que se acercaban al centro.

Alicia sacó de su bolsillo las tres plumas de la escalera y las colocó en su sitio, en el abanico. En ese momento, la anciana abrió los ojos y la miró. Alicia dejó corriendo la habitación, atravesó la sala y salió al corredor. Casi no veía los escalones al bajar. Hubiera querido gritar. Por fin apareció la vereda, más allá del cuadro de la puerta.

Cruzó la calle y se sentó en un banco. Se sentía desfallecer. Afuera, el día estaba quieto y manso. Dos niños pasaron junto a ella tomados de la mano. Una vecina apareció de pronto en una ventana y la llamó. Le avisaba que había dejado la puerta del apartamento sin llave y que se abría con el viento. Si subía enseguida ella se quedaría haciendo guardia. Había muchos ladrones, agregaba.

Tenía que ir. La vecina no iba a esperarla eternamente.

Y después la vecina se iría y ella se quedaría sola con la anciana. Pensaba en el abanico que no había abandonado nunca su lugar en la mesa de luz, que no podía haberlo abandonado, y que sin embargo, perdía sus plumas en la escalera. Tuvo una visión rápida de un abanico volando o de una inválida, pálida y fantasmal, subiendo aquellos cuatro pisos. Por un momento, la Sra. Leopardi se le apareció con hábito de monja y se la imaginó con un cirio en la mano, esperándola en alguna de las vueltas de la escalera.

Cuando la vecina la llamó por segunda vez, se levantó del banco y aventuró unos pasos por el pedregullo.

Se dio cuenta de pronto: estaba en la plaza. Y la plaza estaba desierta, sin ninguna casa, sin ningún habitante. La plaza estaba sola. Enfrente sí, había una manzana de casas verdaderas y tristes y desde una ventana, una vecina le hacía señas y le gritaba que se apurara. Pero poco importaba ya. Alicia no existía más. Se había roto el mundo de la plaza, donde había penetrado, como en un espejo, y ahora sólo quedaba yo. Yo que estoy en la plaza esperando el momento de cruzar. Me faltan fuerzas y sin embargo tengo que subir.

Estoy mirando mi casa, amarillenta, como de pergamino viejo, con su mapa de grietas, sus salones vacíos, sus habitantes pálidos y tristes.

El zaguán está sucio, cubierto de papeles y hojas secas. Al pasar por la portería veo una pequeñuela jugando con mi zapato de raso. Pronto, muy pronto, estará en una de esas latas llenas de basura que se saca a las puertas por la mañana. Y ni yo misma lo reconocería. Tengo ganas de llorar. Sin embargo, sigo subiendo. Uno, dos, tres pisos. Muchos escalones, muchas lozas blancas que quedan atrás. La vecina me espera a un lado de la puerta abierta.

—Cabeza de pájaro —me dice—, no hay que olvidarse de cerrar las puertas.

Me sonríe, bondadosa, maternalmente; espera que entre, y ella misma me cierra la puerta atrás.

por María Inés Silva Vila
De "Felicidad y otras tristezas"

Biblioteca Artigas Colección de Clásicos Uruguayos Volumen 187

Biblioteca Nacional de Uruguay Montevideo 2011

 

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