Último coche a Fraile Muerto
Cuento de María Inés Silva Vila

La cara pálida y alejada de Cecilia saltaba y se hundía dentro del agua oscura; saltaba y se hundía otra vez: era una campana tocando entre dos aires, llamándolo triste, urgente.

La sala de espera seguía vacía. En el piso, oscuro y polvoriento, las colillas de los cigarrillos asomaban bajo las cicatrices pardas de las pisadas una piel humillada y blanca, de un blanco gastado y lechoso como el blanco de los huesos, de los huesos acostados en las tumbas, o de las lápidas detenidas en los cementerios. Estaba sentado frente al reloj. Sacó los lentes del estuche y los calzó sobre la nariz — una nariz recta y afilada por donde los lentes siempre amenazaban bajar como por un pequeño tobogán — y miró la hora: en el agujero, hasta entonces vacío del reloj, aparecieron los números en rueda, casi en intimidad: eran las 3 de la mañana. Sin sacarse los lentes siguió mirando el resto de la habitación: los mapas de las paredes se cubrieron de pronto de ríos y arroyos, olvidaron su reciente y ya pasada existencia de manchas de colores; en la tapa de la revista que estaba encima de la mesa; se sentó una mujer en traje de baño azul y quedó sonriente sobre la arena. Todas las cosas parecieron saltar de sí mismas y acercársele un poco. Cuando volvió los lentes al estuche hubo un segundo movimiento de las cosas hacia atrás, hacia sus sitios primitivos: retrocedieron a sus caras antiguas y lejanas.

La cara de Cecilia apareció un momento y se hundió luego como una piedra, mientras el agua, arriba, abría sus círculos oscuros.

Estaba encendiendo un cigarrillo cuando oyó la voz por primera vez: era una voz extraña, ahuecada. No sabía de donde venía. Probablemente había un altoparlante por algún rincón.

—Ultimo coche a Fraile Muerto — dijo la voz.

Lenta, ritualmente, pisó el cigarrillo contra el suelo; sintió al hacerlo que estaba formando su propio y pequeño cadáver.

Ya afuera, mientras cerraba la puerta, miró por última vez hacia adentro a través del cristal; las grandes manchas de los mapas en las paredes; la revista, ya sin mujer en la tapa; los cigarrillos apagados en el suelo.

La noche estaba clara y fría; metálica. Ladraba, próximo, un perro que él no veía, que parecía no estar en ningún lado.

Vio llegar el ómnibus, blanco — de un blanco gastado y lechoso, como el blanco de los cigarrillos en el suelo — detrás de un padre capuchino que en el medio de la carretera extendía el brazo para detenerlo.

Ya dentro del coche advirtió que todas las ventanillas del lado izquierdo tenían las cortinas bajas: en el primer asiento había una mujer con una niña, las dos vestidas de negro. El cura ocupó el segundo asiento. El sintió ganas de sentarse del otro lado, donde no había nadie y las cortinas estaban altas, pero al pasar por el tercer asiento algo lo impulsó a quedarse allí, detrás del cura.

El ómnibus arrancó sin ruido. Por el espejo podía ver la cara cuadrada y los bigotes rojos del chauffeur. No sabía si iban a mucha velocidad. No podía ver para afuera. Sólo sentía que deslizaban sobre la carretera.

Observó que la mujer de negro movía los labios un poco, casi imperceptiblemente. Debía estar rezando porque cada tanto tiempo levantaba la mano y hacía la señal de la cruz.

Estaban delante de él la mujer y la niña, el imperturbable gorrito del cura, la cara cuadrada del chauffeur.

Cuando la mujer abrió la portezuela, presumió que se habían detenido. La mano de la niña en el barrote de bronce, al bajar, quedó quieta un momento, como una mariposa blanca, aplastada, y se abrió luego al soltarlo para desaparecer, detrás de las cortinas caídas, junto con la carretera y la noche clara, y las pequeñas iglesias del camino y las cruces y las campanas de las iglesias, y la sala de espera y los cigarrillos en el suelo.

Quedaban delante de él, el gorrito negro y redondo del cura; la cara del espejo, la ausencia de la mujer y de la niña, diferenciando el lugar que habían ocupado, de loe otros, simplemente vacíos.

El ómnibus partió deslizando, inmóvil, cuidando el silencio. Sólo había una lucecita encendida en el centro del coche, sólo una lucecita colgada del techo blanco que alumbraba apenas un largo aire de hospital nocturno.

El capuchino hacía girar lentamente un rosario entre las manos. A cada momento aparecía una cuenta nueva entre los dedos blancos y gordos del cura. La apretaba y la movía entre el índice y el pulgar como para redondearla aún más. Después la dejaba caer alineada, junto con las otras.

Cuando el cura se levantó y se acercó a la puerta pensó que se habían detenido nuevamente sin que lo advirtiera; sintió ganas de ponerse los lentes para ver hacia donde desaparecía, pero de un lado las cortinas estaban bajas —no se le ocurrió que podían subirse— y del otro lado, la noche, aunque clara, se cerraba para mostrar tan sólo alguna luz o algún grupo de árboles en una masa sombría y compacta. Prefirió que todo quedara así; él allí adentro, único pasajero a Fraile Muerto y el cura afuera, no sabía dónde, caminando por la carretera blanca, yendo tal vez al encuentro de la mujer y de la niña, tal vez ya de la mano de alguna de ellas.

Casi en seguida el chofer se dio vuelta y dijo:

—Baje, ya estamos.

—¿Fraile Muerto?

El otro repitió: —Baje, ya estamos.

Cuando se levantó él sabía que allí no era Fraile Muerto. Sin embargo bajó.    '

Quedó solo en el medio de la carretera. Un poco más lejos asomaba un caserío.

El ladrido moribundo de un perro, largo como una hilacha, le hizo apurar el paso.

Un farol redondo señalaba la pequeña estación de nafta. En la puerta de la casilla estaba sentado un muchacho.

El se acercó y gritó.

—Eh, amigo, ¿me podría decir...

Los ojos del muchacho eran grises, de un gris muy pálido, casi descoloridos. Por un momento le relampagueó la imagen de aquellos ojos en blanco de Cecilia.

—.. .qué pueblo es éste?

El muchacho siguió inmóvil, tirado junto a la puerta do la casilla.

—Esto no es Fraile Muerto, ¿verdad!

El muchacho continuó en silencio.

—¿Queda lejos Fraile Muerto!

El insistía en las preguntas casi sin advertir el silencio del otro, tratando de apresurar la respuesta con sus propias palabras, empujándola con su deseo de cortar la situación.

—Me podría indicar...

De repente se dio cuenta de que el muchacho no lo miraba. Tenía los ojos fijos encima de él, hacia la derecha. Pensó que debía ser ciego, aunque también existía la posibilidad de que aquellas dos manchitas pálidas que no distinguía bien fueran los párpados bajos del muchacho.

Volvió sobre sus pasos y se encontró de nuevo en la calleja de barro.

El perro ladró de nuevo y esta vez el eco fue más largo y más próximo. Todas las casas estaban a oscuras, con las puertas y las persianas cerradas. La plaza tenía un farol en cada esquina; era una manzana cuadrada, sin árboles, ni flores ni estatuas. De pronto descubrió una luz, un rectángulo pálido sobre la oscuridad. Se acercó a esa casa, la única iluminada. La puerta de la calle estaba entornada. Golpeó una, dos, tres veces. Los golpes persistían dentro de la casa; los sentía prolongarse por los corredores, interminables, ciertos.

Empujó la puerta lentamente, sin que cambiara por eso el fondo oscuro, como si hubiera surgido otra puerta detrás de la primera.

Caminó por el corredor y subió dos escalones. Apartó la cortina y entró. Era un salón muy grande, con una ventana —por la que él había visto la luz desde afuera— y muchas sillas amontonadas en un rincón.

En el fondo de la habitación, sobre una tarima alumbrada por la luz de cuatro cirios blancos, había un ataúd sostenido por sillas. Sin saber por qué, le pareció que estaba vacío. Un viejo de túnica, de pie e inmóvil, — parecía un extraño pariente de los cirios—, miraba adentro del ataúd la cara de la muerte, tal vez su propia cara.

El no intentó hablar. Dejó la pieza y atravesó de nuevo el corredor oscuro. Otra vez la noche, otra vez el ladrido del perro.

Caminó hasta el final de la calle y se decidió a llamar en la última casa. A la puerta cerrada sustituyó muy pronto la figura alta y fina de una mujer, encuadrada por el aire sin luz del cuarto, fantasmal dentro de su bata clara, iluminada sólo ella por la pequeña lámpara que llevaba en la mano.

—Necesito un caballo — dijo él.

La mujer no contestó, mantuvo sin gestos la cara inexpresiva.

—Necesito un caballo — insistió él.

Ella se dirigió al galpón que quedaba al lado de la casa. El la siguió con ansiedad, y vio cómo abría la gran puerta de madera, sin ruido, y cómo desaparecía adentro.

Un nuevo ladrido marcó el tiempo que él quedó solo, esperando.

Al rato, ella volvió trayendo un caballo por el cabestro.

Una vez montado, él dijo, a manera de despedida:

—De regreso lo traeré.

—Es un caballo muy flaco —dijo ella— pero antes fue un buen caballo.

La cara de ella, junto al estribo, iluminada por la lámpara que ya se consumía, se movió como si estuviera debajo de un agua oscura y rápida: el caballo ya estaba caminando.

Llegó a la carretera y siguió la dirección del ómnibus.

La noche se había cerrado de pronto, como si el tiempo se hubiera puesto malo.

De a ratos le parecía ver el caballo y le parecía que iba cabalgando en el aire, tal vez en el agua.

Pensó por primera vez que él también había dejado el ómnibus como la mujer, la niña y el cura; pensó que en cualquier momento podría encontrarlos. Seguramente el ómnibus todavía seguiría deslizándose, blanco y silencioso por la carretera: el último coche a Fraile Muerto viajaba sin pasajeros.

A veces la parecía ver flotar, abajo, junto al estribo, una cara pálida de mujer iluminada por una lámpara, una cara con las finas cejas de Cecilia.

Apuró el caballo; no muy lejos se veían unas luces. Se preguntó si estaría por llegar a Fraile Muerto.

Al desmontar le pareció reconocer una voz extraña, y ahuecada, como de altoparlante. No logró entender lo que decía; las palabras se unían unas a las otras y sólo permitían oír la voz.

Al acercarse, la luz se aclaró detrás de la puerta de cristales.

En ese momento creyó escuchar los cascos de su caballo sobre la carretera.

Volvió al lugar donde lo había dejado: ya no estaba.

La noche se había aclarado nuevamente. Esperó un momento tratando de oír algo que le indicara la dirección que había tomado el caballo: solamente oyó el silencio de la carretera.

Un momento después veía llegar el ómnibus, blanco, de un blanco gastado y lechoso cruzando detrás de un padre capuchino que en el medio de la carretera, extendía el brazo para detenerlo.

Pensó que él ya había perdido el último coche a Fraile Muerto. La cara de Cecilia resbaló como una gota espesa y blanca dentro de él y quedó quieta llamándolo.

Tenía que llegar: se dio vuelta y se alejó en busca del caballo.

Cuento de María Inés Silva Vila

Publicado, originalmente, en: Revista "Escritura" Nº 2 - Noviembre de 1947 - Montevideo.

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/3874

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)


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                       María Inés Silva Vila en Letras Uruguay

 

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