La muerte tiene mi altura

por María Inés Silva Vila

Sé que no debiera hacerlo, que tal vez no se oyen los pasos que escucho persiguiendo los míos, pero no puedo dejar de correr, a pesar de las sandalias de raso y de los últimos volados del vestido, tan blancos, tan livianos, levantando el barro de la calle que se trepa en gotas espesas y se instala en el tul, como una palabra fea, como un mal pensamiento, en el tul desgarrado y multiplicado en el aire que deja detrás de mí una estela interminable, como lo que seguramente dejan los fantasmas.

Sé que ella nunca me perderá de vista; yo misma le voy señalando el camino con mi estela blanca y los azahares que caen en la vereda y permanecen silenciosos, como astros aburridos de su pequeña historia, que hubieran empezado a desaparecer, a borrarse poco a poco en el cielo para llegar a ser un punto helado, muerto, y que no pasan sin embargo del blanco o de la temperatura de una estrella de mar.

Pero tengo que apurarme, tengo que correr para que no me alcance, porque en ella reconozco la niña que hace diez años conocí en la Iglesia y que ahora tiene mi misma altura. No debe importarme ni la lluvia, ni los letreros apagados balanceándose sobre mi cabeza. No puedo detenerme; tampoco puedo gritar porque los hombres y las mujeres que ahora se contentan con asombrarse me rodearían y no me dejarían seguir; ella elegiría ese momento para acercarse con su paso lento y su inocencia, por detrás, como la primera vez.

Es extraño cómo de repente, se recobra íntegro un recuerdo que ha permanecido ajeno, no sabemos en quién, durante años; uno se ve desde afuera, se mira la figura vaga y melancólica, apenas familiar, y a veces, sólo a veces se reconoce.

Así aparece, desperezándose en la superficie, el episodio de la Iglesia.

Se levantó del confesionario y se arrodilló frente a un altarcito. Su nombre era Andrea; tal vez vivía en una casita blanca con sus padres y sus hermanos y la habían construido ellos mismos ladrillo por ladrillo, mientras la madre hacía el pan y los vestidos; tal vez se reunían noche a noche alrededor del fuego y el padre decía las oraciones antes de las comidas; tal vez eran de esa gente milagrosa que festeja la Nochebuena con el árbol y el Nacimiento, y se entristece un poco al dar las doce. Tal vez era una niña o una princesa encantada. Tenía nueve años. Detrás de ella pasó el cura, alto y silencioso como una columna más, apenas desplazada, arrastrando solemnemente al caminar un lento agujero de sayal y barba blanca. Tenía que rezar las tres avemarias de la penitencia y esperar a que su padre viniera a buscarla. En su casa trataría de no hablar con nadie y de estarse lo más quieta posible para no pecar y tomar al día siguiente la primera comunión. Se encerraría en su cuarto y esperaría a dormirse. Y si se despertaba después de media noche, con sed, como tantas veces, y olvidada, tomaba agua? No podría vestir al día siguiente el traje blanco ni acercarse al altar mayor por primera vez, esperando al sacerdote y al cirio también blanco sobre la bandejita dorada de las hostias. Y si tenía algún sueño malo? Era pecado también soñar? No lo había preguntado, pero tal vez su madre lo supiera. Era más fácil hablar de esas cosas con su madre que con los demás, porque ella no mencionaba nunca ni el infierno ni la muerte. Cuando le hablaban de la muerte, se asustaba mucho y se sentía como en esos sueños en que a medida que uno va caminando se le va hundiendo el suelo abajo. No entendía todo aquello. Sólo tenía miedo. Por eso, las noches anteriores había inventado ruidos y ladrones para que vinieran a acompañarla. Pensaba en la muerte y le daba una sensación de vacío que le hacía mal. Hasta prefería pensar en el infierno ¡entonces podía imaginarse las llamas y las colas de los diablos! Pero pensar en la muerte, era como no pensar en nada, como escribir palabras en el agua y pretender leerlas. A veces intentaba conocerla, dejando de respirar hasta que se le subían los colores a la cara. Pero no adelantaba nada.

En ese momento sintió frío en la espalda, como si terminaran de abrir una puerta. Seguramente era su padre o algún capuchino.

No quería volver la cabeza porque le habían dicho que estaba mal comportarse en la Iglesia como en la confitería. Los cirios parecían haberse apagado un poco, o mejor, haberse detenido en una luz más suave, en suspenso. El sacristán apareció por una puerta del altar mayor, se arrodilló y desapareció por la otra. Una nueva abertura de frío le llegó a la cintura y la hizo girar hasta enfrentar la puerta de entrada, apenas recortada en el aire, que persistía oscuro, para aclararse vacilante, junto al primer santo de la Iglesia. Allí donde empezaba la luz había una niña. Venía acercándose lentamente, copiando el paso y la solemnidad del cura y la columna. Cuando estuvo a unos metros, advirtió que se parecía a ella, a sus propios retratos de hacía algún tiempo, era como si el aire se hubiera convertido en un espejo que retuviera aún su imagen, la imagen resignada, estática, y a la vez perdida, que había quedado detrás de cuatro o cinco años. Entre tanto, la niña seguía aproximándose, mostrando una sonrisa clara, recién nacida; por un momento le pareció ver a través de ella el fondo de la Iglesia, y más alto el campanario y más abajo una cruz en la tierra, marcando triste, la caja de cristal, donde tan sólo dormía la Blanca Nieves del cuento.

Cuando estuvo a su lado, habló:

—Andrea, me llamabas.

—No sé quién eres, pensaba en una princesa muerta.

—No, sólo buscabas una niña dormida.

—La veía tendida en una caja de cristal, su piel blanca y sus labios tan rojos que parecían esperar un beso.

—Era un sueño, o menos, un hechizo. Yo estuve en esa caja de cristal.

—¿Entonces, eras tú? ¿Despertaste hace tiempo?

—No desperté, en mi lugar dejé una muerta.

Cuando tú creciste y fuiste ya una muchacha, te enamoraste como todas las muchachas del mundo. La mañana anterior a tu boda, te despertaste con esa maravillosa sensación de que “algo hermoso está sucediendo” y te demoraste entre las sábanas más de lo debido. Sabías que era el último momento tranquilo del día.

Eran las ocho de la mañana en el reloj de tu mesita de luz. Pensaste en tus hermanos, desayunándose, abajo. Estabas muy contenta y sin embargo, tuviste un poco de pena, siempre te pasó lo mismo, ¿verdad? Saltaste de la cama y te apuraste para encontrarlos a todos en el comedor. Además querías pedirle a tu madre, que diera permiso a María Cristina para no ir al colegio. Sabías que era el mejor regalo que podías hacer a tu hermana menor, y como eras un poco tonta, también eso te daba ganas de llorar. Todos estuvieron muy ceremoniosos durante el desayuno; querían estar serios, como personas mayores, como tú, que ya te podías casar.

Antes de salir, lo llamaste por teléfono y hablaron un rato. A veces, aparecía uno de los muchachos y no te dejaba hablar; hasta entonces te había molestado mucho que lo hicieran, pero ese día los querías más cada vez que se asomaban por la puerta.

Cuando saliste a la calle, pensaste si no sería de mal agüero que lloviera, pero te tranquilizaste pensando que ese no sería el día de tu boda, sino que era solamente la víspera.

En la casa de modas, los vidrios empañados trataban de ocultar las incansables novias que parecían esperar frente al altar, repitiendo día y noche el gesto de una novia de verdad. Cuando entraste, las novias se multiplicaron por todos lados. Te sentaste a esperar que alguien quedara libre para atenderte —pensaste que tu madre lo hubiera solucionado todo en seguida— y te abandonaste a los tules y los mantos que te rozaban al pasar. Cuando al fin se fijaron en ti te llevaron a una salita y te dejaron sola.

En una vitrina, habían pequeños ramos de azahar, broches de perlas para sujetar el manto, pañuelitos tan transparentes como una telaraña. La empleada trajo el miriñaque y el manto. Otra, apareció detrás de la primera con el vestido sobre los dos brazos estirados. Era la última prueba. Te parecía mentira que fuera para ti, tan blanco, tan delicado que podía romperse con sólo respirar cerca. Te ayudaron entre las dos. No querían que te miraras hasta que te avisaran. Tú sentías cómo arreglaban el tul para que cayera mejor, cómo te colocaban el velo y abrían la vitrina en busca de los azahares. Cuando por fin te dejaron mirar en el espejo, pensaste que nunca te habías visto tan linda. Sentiste ganas de llamar a la gente que estaba afuera, esperando, para que te viera y se alegrara contigo.

Nunca te habías considerado una muchacha muy linda, pero en ese momento, quedaste deslumbrada contigo misma. Estaba bien así, no te importaba ser todos los días una criatura insignificante, pero el día de tu casamiento era distinto. Te hubiera parecido bien estrenarte una nueva cara para celebrarlo. Sabías que el día del casamiento era importante para todos, pero este además, era el día de tu casamiento con Pablo.

Fue entonces, cuando pensabas estas cosas, que se asomó alguien con una vaga forma de mujer—recién advertiste que las dos muchachas habían desaparecido— y te dijo lo del accidente.

Pablo había tenido un accidente. Habían llamado de tu casa. No tenías que asustarte, no era nada. Al hablar repetía mucho “señorita Andrea, señorita Andrea”, y tú apenas reconociste que ese era tu nombre. Te dijeron algo de un taxi, seguramente que iban a llamar un taxi. Pero tú no podías oír porque estabas pensando que Pablo estaba muerto. Por el espejo viste caer la cortina al desaparecer la mujer. No te habías dado vuelta. Seguías mirándote, inmóvil, como una de las novias de la vidriera. La cortina se levantó un poco y surgió otra imagen en el espejo, detrás de la tuya. Casi antes de mirarla te diste cuenta de que era otro reflejo tuyo, pero de milagro. Sabías desde el primer momento que era tu propia cara la que se acercaba, tras el espejo, a tu imagen verdadera. Por un momento tembló en el aire un campanario y una cruz; tal vez un pájaro o la desolación en una plaza. Cuando advertiste que las dos imágenes se iban a confundir en una y sobre todo, cuando advertiste que la más alejada, la que en realidad no eras tú a pesar de tener tu rostro, tenía tu misma altura, creiste, como aún crees ahora, que también había llegado la hora de tu muerte. Te pareció que si permanecías quieta, ella helaría primero tu imagen y que después avanzarían las dos juntas hacia ti para recorrerte de frío y de silencio. Fue eso lo que te impulsó a salir corriendo, vestida de novia, de la casa de modas, que escandalizaste con tus maneras, y el portazo final que coronó tu huida. No podías detenerte. Tampoco podías gritar. Los letreros se balanceaban por el viento y chorreaban lluvia, como los balcones y las azoteas. Las gotas de barro se extendían en el tul, dibujando formas nunca vistas. Las sandalias de raso se te hundían en los charcos. Andrea, Andrea, corre.

Y tú seguías corriendo con el temor de los pasos y de los monstruos agazapados en el tul. Andrea, Andrea. Yo soy Andrea. Los letreros se balancean y me amenazan por encima de la lluvia. Pero no me importan. Sólo me importa escapar porque ahora oigo los pasos más cerca. Estoy cansada. Quisiera estar con Pablo. Pero Pablo está muerto y no puede ayudarme. Ya nadie puede ayudarme, porque está muerto. Y sin embargo, lo recuerdo tan bien, tan nítidamente, que me parece mentira que le haya sucedido algo; lo veo apoyado en la puerta de su casa, esperándome. Cuando me ve, empieza a caminar despacito hacia mí. De pronto empieza a correr. Pero eso no sucedía. No sé por qué recuerdo cosas que no pasaron. Me decía siempre que le gustaba verme venir, y que por eso se demoraba. Además, lo veo con una venda en la cabeza. No puedo dar un paso más. Tiene que ser, es Pablo. No está muerto. Los pasos se detienen junto a mí. No los pasos de Pablo, los otros. No puedo mirar. Sé que ella está allí, a mi lado.

La voz de Pablo que me llama: Andrea, Andrea, y que parece recuperarme de un mal sueño. Ya no llueve. Seguramente en un lugar del cielo ha aparecido el arco iris. De alguna de las casas escapa rápida, alegre, la risa de un niño. Sin embargo, en una vidriera, a mi derecha, está mi imagen y la imagen de mi perseguidora.

Pablo entra en el cristal y camina hacia nosotras dos. Cuando me abraza, ella nos queda mirando. Aún tiene mi vestido de novia, blanco, sin una mancha ni una arruga en el tul, donde sospecho un ángel.

De pronto, tiembla un poco y desaparece, sin empequeñecerse, para no dejarme lugar a dudas: ella tiene mi misma altura.

por María Inés Silva Vila
De "Felicidad y otras tristezas"

Biblioteca Artigas Colección de Clásicos Uruguayos Volumen 187

Biblioteca Nacional de Uruguay Montevideo 2011

 

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