45 x 1 Ángel Rama. “Guárdame lo que tu puedas del olvido" |
En su última carta, fechada el 15 de octubre del 83, un mes antes de su muerte, Ángel Rama me dedica una frase risueña que ahora, después de lo que pasó, adquiere otra dimensión y golpea con la fuerza de un pedido concreto, de un último pedido. “Espero —dice— recibir pronto el opus 135 de Pocha (que es mi sobrenombre) para escribirle los versos darianos: "Mírame transparentemente con tu marido y guárdame lo que tu puedas del olvido". Ahora, al releer después de casi dos años la carta de Ángel, me parece una coincidencia significativa que esa frase que ya no recordaba, me encuentre entregada desde hace un tiempo, a la tarea de tratar de guardar del olvido —dentro de mis posibilidades— a mis amigos del 45 y en consecuencia estuviera en mis planes, desde un principio, escribir sobre Ángel. Aunque muchas veces sostuvimos en broma que ni él ni yo pertenecíamos a la generación del 45 sino a la siguiente, los dos sabíamos que nos habíamos subido a esa embarcación desde el comienzo y no queríamos navegar en otra, no porque fuera mejor sino porque, en definitiva, era la nuestra. Según los tiempos de ese tiempo fue que empezamos a vivir. —¿Saben con quién estuvimos en París? —pregunta Marco, mi hijo, no bien apoya la valija en el suelo— con Ángel. —¡Qué lindo! —digo yo y antes que pueda formular la pregunta obligada para los amigos de Ángel en los últimos años, Maggi se me adelanta: —¿Como está de salud? —Claro. Y trabajando mucho. Escribe cada mañana. Está feliz. Se pasó todo el tiempo preguntando por ustedes. Quería saber todo. —Se divirtió con el cuento de la mudanza a Las Toscas —acota Sylvia, mi nuera. —¿Cómo dieron con él? —Por Amparo, le dio el número de nuestro hotel y llamó al otro día, temprano. Cenamos con ellos esa misma noche. —¿Y conocieron a Martha Traba? —Sí. Encantadora. —Estuvimos con ella una noche, en Morini —dice Maggi— Cenamos con ellos y Leopoldo Marechal. —¿Y de Ángel te acordabas, Marco? pregunto yo, porque ya he perdido la cuenta de los años que nos hemos pasado sin vernos. —No mucho. Pero fue como si lo hubiera visto toda la vida. Cariñoso, alegre. Fue notable. —Tendríamos que ir... —sugiero yo y por un momento el reencuentro fraterno y parisino se me hace cierto y estamos con Ángel en el “Café de Flore”, en una de las mesitas de la vereda, inventando algún proyecto impracticable o riéndonos de la casa compartida. Es un estilo: recordar divirtiéndonos, como si no quisiéramos someternos a la ley general de llorar lo perdido. Se cuenta y se ríe lo perdido; cualquier cosa menos tango. Todo ese día, en medio de los cuentos de Marco y Sylvia se mecharon las historias graciosas de los cientos de abrazos y peleas que caracterizaron nuestra entrañable relación con Ángel. Siempre había sido así. De tanto en tanto, él o Maggi encontraban motivo suficiente para resentirse con el otro, pero a los pocos días la cosa se olvidaba o pasaba a engrosar ese pintoresco anecdotario que generan las amistades largas, o el hecho de ser hermanos. Yo siempre me mantuve aparte de estos berrinches pasajeros, pero llegué a darme cuenta, sí, que Maggi sólo se enojaba cuando le parecía ver en alguna actitud de Ángel una falta de aprecio o más precisamente, un aprecio insuficiente; y me atrevería a asegurar que a Ángel le pasaba lo mismo. Hay un episodio bastante ilustrativo. Un 24 de diciembre, de mañana, cayó Ángel por casa y pensamos que venía a darnos un abrazo por las fiestas. Pero no. Venía a decirle a Maggi que no dirigiera Capítulo Oriental (una publicación mensual sobre la literatura uruguaya preparada en Montevideo y editada en Buenos Aires por Spivacov y Achával). Ángel explicó absurdamente, que íbamos a quedar sirviendo a la influencia argentina ¡al imperialismo de Buenos Aires! Como sabíamos que Ángel estaba planeando una publicación similar, La Enciclopedia Uruguaya, Maggi interpretó que lo que quería su amigo era sacarlo del medio, como competidor, y no le gustó nada. “Debe pensar que soy imbécil. Que voy a creerle”, decía indignado. Puede que tuviera parte de razón y que Ángel estuviera probando sus armas en esa especie de picaresca que genera siempre la libre competencia; lo que resultaba evidente — para mí al menos — era que no podía soportar que Maggi estuviera trabajando en el bando contrario en vez de estar colaborando los dos del mismo lado. Que Maggi no dejara plantados a Carlitos Martínez Moreno y a Real de Azúa, que eran los codirectores de Capítulo Oriental, para irse a trabajar con él en la Enciclopedia Uruguaya, debe haberlo defraudado bastante. Seguramente, también él se sintió en esa oportunidad insuficientemente querido. De cualquier manera, el enojo les duró poco a los dos. Cada uno terminó colaborando en la publicación del otro. No hay más que consultar esas dos colecciones para comprobar que Maggi escribió el número 41 de la Enciclopedia Uruguaya (“Los años locos”) y Ángel el número 29 de Capítulo Oriental (“Felisberto Hernández”). Lo que dije: como los hermanos, se peleaban sin dejar de llevarse bien. Por todo esto, esta tarde, mientras intercambiábamos con los chicos noticias nuevas llegadas de Europa —la casa de Daniel Amaro entre los fiordos de Noruega— y noticias viejas de los domingos en Mangaripé, la Facultad de Humanidades y la casa de la calle Martí, yo no podía entender por qué habían pasado tantos años sin que cruzáramos ni siquiera una carta con Angel. Quizás, sin darnos cuenta, ni él en el exilio, ni nosotros en el Montevideo de la dictadura, queríamos hablar del tema obligado: la situación del país, la opresión, la soledad, la desesperanza. Ahora, que empezábamos a vislumbrar una salida de ese largo túnel, todo volvería a ser como antes entre nosotros, o mejor: dentro de un corto tiempo, sería antes otra vez. Un mes más tarde recibimos la primera carta de Ángel: París, 8 de agosto de 1983 Queridos Pibe y Pocha: Bien mirado y considerado, después de tantos libros y tantos estrenos, después de tantos sucesos y vicisitudes, la verdad verdadera es que lo que mejor nos ha salido han sido los hijos. Y como de esto solo somos responsables parcial e indirectamente, deberemos convenir que la suerte nos ha acompañado. Esto va por la alegría que me produjo la visita de Marquito y su preciosa compañera, que se sumó a la que había tenido semanas antes de Beatriz[1] que nos visitó con Chacha[2]. Desde mi instalación en París este ha sido el regalo continuado e inesperado, comprobando que tenía razón mi hija cuando me escribía que en París había recuperado su sociabilidad montevideana, porque he ido reanudando un lazo con mis amigos montevideanos, salvo que con el desplazamiento del caballo de ajedrez, porque se ha hecho con la generación subsiguiente, con lo cual se ha hecho posible la ilusión de revivir tal cual los bellos años juveniles y convenir que veinte años no es nada. Como además nos ha tocado el tiempo revuelto en que son los hijos los que se dedican a enseñar a los padres, la experiencia se ha hecho deliciosamente compleja y divertida, como en las narraciones indirectas, porque he estado recuperando a todos Ustedes a través de la mirada de los hijos, lo que permite dobles y hasta triples lecturas de los amigos perdidos por tantos años. Estoy descubriendo que París vale bastante más de una “visa” como me acostumbré a decir cuando debí salir de U.S.A.. Más aún cuando pude certificar que la conformación cultural uruguaya sigue rindiendo sus excelentes réditos, a pesar de la noche actual, y sus cabañas siguen proporcionando buenos ejemplares de concurso. Acababa de leer el segundo tomo de Vanger sobre Batlle (The Model Country) con la grata extrañeza de encontrar ya en 1911 a la gente como uno y corroboré mi idea de que a todos nos debían marcar con un bonito sello redondo que diga “Uruguay made me”. Sé por lo tanto que el falansterio progresa, que están trabajando para poner buenas vallas al mal tiempo, ¡que están escribiendo! que es la mejor señal, que han revivido los tiempos juveniles gracias a la presencia de los jóvenes alrededor, y espero que me lleguen esos productos del tesón oriental. Es la mejor respuesta y es la que asegura el triunfo. Tomen nota de mis señas aquí, donde espero verlos. El proyecto inicial era una instalación por dos años, pero apenas cuatro meses transcurridos empezamos a pensar que “de aquí, al Pére Lachaise”, por lo cual estoy tratando de reunir, como despedida, la biblioteca que he desparramado por el mundo, procurando escribir todos los libros que he soñado y, sobre todo, disfrutando de “La folie de Chaillot” que es París en su bizantina decadencia. Gracias a Marquito, volví a la Calle Martí, y ahora que murió Don Pepe[3] reviví nuestras ruedas ¡de fines de los 40! Que todo eso siga vivo y ardiente, no es poca cosa. Un fuerte abrazo de, Ángel. Notas: [1] Beatriz: la hija de Maneco Flores Mora [2] Chacha: mi hermana y madre de Beatriz [3] Don Pepe: José Bergamín —No vamos a tener más remedio que ir a París —dijo Maggi y me pasó la carta— Terminamos la casa en Las Toscas y nos vamos a verlo. Después de ese anuncio, también yo volví a la calle Martí y aún antes, al desdibujado café donde Angel anunció que Ida y él tenían pensado casarse en julio. —¿El sueldo les alcanza? —preguntó Maggi , que también trabajaba en la Biblioteca Nacional y aún no se había repuesto del susto económico experimentado al verse al frente de su familia, después de la muerte repentina de su padre. —Estamos buscando un apartamentito — contestó Ida— pero... Fue entonces que surgió la idea salvadora: nosotros también nos casaríamos y pagaríamos un solo alquiler, a medias. De esa manera tan poco romántica me enteré que se me estaba proponiendo matrimonio. No sé como fue, pero ese plan sensato a los pocos días amagó convertirse en disparate: durante una semana o dos buscamos casa en la periferia de Montevideo, porque habíamos decidido convertirnos en granjeros sin saber una palabra del asunto. Fue en una de esas chacras, que Ida, señalando a un animal, le preguntó al encargado: —Eso es un toro, ¿no?— —Es un buey —contestó el hombre—, —¿Y qué diferencia tienen? —insistió la poetisa compatriota— que se enojó muchísimo por la retardada explosión de risa que provocó, ya de vuelta en el auto, su intervención estratosférica. Me cuidé muy bien de confesar que pude haber preguntado lo mismo. Por suerte, despertamos a tiempo de nuestro sueño rural y el dato que nos dio un amigo nos llevó al 3097 de la calle Martí, una casa que se estaba por desalquilar y que nos venía muy bien. Al primer intento, Maggi fracasó: el propietario pedía 150 pesos y nosotros solo podíamos llegar a 130. Esos 15 pesos, al parecer, eran decisivos (7.50 por pareja). La segunda vez, me llevó a mí y cuando salíamos triunfantes la mujer del dueño le dijo a Maggi: —Es vivo, Ud. Se vino con su novia. Ignacio les rebajó, estoy segura. En efecto, el hombre bueno había transado con los 135 pesos que podíamos pagar. Teníamos casa. Ángel e Ida se casaron en julio. Cuando nosotros volvimos de la luna de miel (3 días en Buenos Aires) a mediados de agosto, ya estaban los Rama instalados en la casa, esperándonos. Las bibliotecas cubrían las 4 paredes del escritorio en toda su extensión imaginable (tenían 10 veces más libros que nosotros) y ya tenían sintonizada la radio en CX 6, que sería la encargada de proporcionar, en régimen de monopolio, el fondo musical a nuestra vida hogareña. También formaban parte del obligado repertorio los informativos del Ministerio de Ganadería; lo que fuera: Allí era la oficial o nada. Los muchachos trabajaban en la Biblioteca Nacional, en el mismo horario; todos escribíamos, Ida estudiaba canto, y yo gastaba mis horas despacito como me gusta. Una vez al año nos divertíamos dividiendo entre los cuatro la ciruela única, enorme y dulcísima que daba el ciruelo del fondo. Cuando nació Amparo, la hija de Ida y de Ángel y a los pocos meses mi hija, Ana María, nos dimos cuenta que la casa iba a resultar chica. El día del nacimiento de Ana María recibí un regalo especialmente precioso para mí: un ejemplar de “La Mano de Nieve”, mi primer libro de cuentos, recién salido de la imprenta y “Polvo Enamorado”, de Maggi. Esos dos libros formaban parte de una pequeña colección, Ediciones Fábula, publicada por el dúo Rama-Maggi, que llegó a los cinco títulos con “Oh Sombra Puritana”, de Ángel, “La Rebelión de Galatea” de Jacobo Langsner y un precioso “Figari” con ilustraciones del autor. A casi todos nuestros primeros pasos literarios está vinculado el nombre de Ángel Rama. Unos años después, hacia 1957, Ángel le dio a Maggi dos entradas para ver Doña Rosita, en Club de Teatro y además lo convenció que fuera. A esa fecha, nosotros no habíamos visto nada del teatro independiente. Al otro día Maggi me dijo: —“La Biblioteca” no es una novela. Es una obra de teatro; es lo mismo que “Doña Rosita”. Un conjunto de tipos quedados y el tiempo los atraviesa y los quiebra. A los pocos días Maggi se fue para una granja en San José y volvió una semana después con su primera obra de teatro. Llevaba tres años queriendo escribir “La Biblioteca” y hacía y rehacía inútilmente el primer capítulo. Dialogó los tres actos de un tirón, uno por día. “Estaba hecha antes de empezarles igual a Doña Rosita”, decía. Yo nunca pude encontrar el parecido. Pero vuelvo a mi tema ¡teníamos tantas ganas de ver a Ángel! Iríamos a París. Estaba decidido. Entretanto, Maggi fue el encargado de escribirle (yo siempre dejo para después) y Ángel le contestó. Esas son las dos cartas que quiero publicar en mi próxima nota. Confío que ayuden a guardar a nuestro amigo del olvido, más de lo que yo puedo. |
Publicado, originalmente, en: Jaque Revista Semanario - Montevideo, 2 al 9 de agosto de 1985 Año II N° 85
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/11963
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Carlos Maggi en Letras Uruguay
María Inés Silva Vila en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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