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Laura (ojo de loro)
Pablo Silva Olazábal
xilbar@gmail.com 

Laura señala la cacatúa y termina de insultarme. Se va dando un portazo tremendo. Tiembla el cuadro en la pared, tiemblan los resortes de la cama. El cuarto se bambolea por unos segundos, los mismos que tarda en estabilizarse. Bien, se fue. Estoy solo, mejor dicho, solo con el loro, que no me quita ojo. Parece estar siempre al borde del pánico. Oigo el taconeo de Laura en la escalera. También varios golpes huecos. Está furiosa, supongo que golpea las puertas de los vecinos con la cartera. No se me ocurre qué otra cosa pueda ser. Tengo que comprarle una jaula a la cacatúa. Y comida. La que trajo Laura ya se acabó. Se nota porque el loro picotea el tarrito de plástico rojo que le puse, prácticamente se ha comido la mitad. Ahora que lo pienso, tiene un ojo de ese color. Rojo. Ayer no lo tenía.

Imagino que debe ser algo eruptivo. Mañana le saldrá un grano rojo y es seguro que crecerá con los días hasta colgarle como un tubérculo flácido. Eso pasa, lo he visto. La cabeza le pesará. Andará por el fierrito con la cabeza inclinada. Me tendrá que mirar con el otro ojo, el sano. Se rascará el grano con las uñas. Pero con cuidado, sin desgarrar la bolsa del tubérculo blando, para que no se le salga el líquido viscoso que siempre contienen esos granos. No, hundirá la uña en la bolsita roja y justo antes de pincharla, comenzará a moverla lentamente. Se rascará el tumor rojo. Con paciencia y desesperación.

Se le bamboleará hacia un lado y hacia otro, como si fuera un colchón de agua. Rojo y minúsculo, colgándole del ojo. Sé que me moriré de ganas, pero no voy a tener el valor de levantarme para ir a la cocina a buscar el cuchillito negro, con la hoja consumida por el filo y la punta casi invisible. No sé si lo sacaré del cajón. Aunque tal vez sí, tal vez lo saque y le examine el brillo durante un largo rato. Le pasaré la yema del pulgar por el filo de la hoja mínima y luego avanzaré hacia el animal. La cacatúa me mirará asustada, más inquieta que nunca porque la erupción ha crecido. Mucho. Se le ha puesto horrible.

Como si le pesara demasiado, inclina la cabeza hacia el lado del colgajo rojo y mira todo lo que puede con el ojo sano. Es sorprendente. Ahí, en la pupila circular, se concentra toda la inquietud del mundo. Ha visto el cuchillito. Cada paso mío aumenta el desasosiego. No sabe qué es eso, pero sabe -tanto por su memoria como por mi gestualidad- que es una novedad. Y lo nuevo le produce terror. La cresta se le inclina. Se abre y queda desplegada. Parece que tuviera en la cabeza una mano incrustada pidiendo auxilio. Supero el asco y piso la zona blanquecina que hay en el piso, debajo del pájaro. Si hubiera tenido jaula, no existiría esta zona de exclusión.

Pero no, la cacatúa camina de costado en su varilla metálica; su esperanza de escapatoria es ridícula, termina a los treinta centímetros. Él (¿o ella?) lo sabe. Por eso ahora tiembla y las plumas se le encrespan como si estuvieran húmedas. Camina de costado, con el bulto rojo colgando. Me mira torcido. Parece el jorobado de Notre Dame. Acerco mi mano y, sorpresa, abre el pico en gesto amenazador. Mirá vos. (No es la primera vez que lo intenta). El pico es fuerte como el acero. Es la única parte de él que respeto. Y odio.

Pero no tiene suerte, me puse el guante de cuero.

El primer picotazo impresiona por su velocidad, pero no duele.

Siguen más. Da pena verlo así, picando con la cabeza inclinada y la cresta extendida como un abanico. Se oyen los sonidos breves y huecos del pico contra el cuero. Mi mano se cierra alrededor del cuello. Las patas rasguñan la parte de la muñeca que queda al descubierto. No importa. Enseguida se clavan y quedan enredadas en la manga. Lo inmovilizo contra la varilla. Lentamente lo giro, de modo tal que el ojo sano quede mirando hacia abajo y la verruga roja, casi rosada, quede expuesta a la luz. El loro sigue moviéndose, aunque menos, hasta que se queda quieto como si lo paralizara el pudor.

La verruga tiene múltiples repliegues que le dividen la superficie en zonas claramente diferenciadas. En las rayas de esos límites, el color alcanza el del vino tinto. Allí la piel parece más fresca, más nueva, como si el bulto fuera reciente. En cambio en las zonas altas, hinchadas, la piel asume un rosado desvaído, casi blanco, como si estuvieran rellenas de un líquido grumoso y parduzco. Las arrugas y los requiebres rojos me recuerdan de pronto a la cresta carnosa de un gallo viejo; tienen el mismo aspecto de cosa inútil, colgante, de viva repugnancia. Por eso lo voy a seccionar de un solo tajo.

Aproximo con delectación el cuchillito. Un relámpago ilumina la pupila negra recubierta, casi sepultada por la carnosidad que la bordea. A pesar de todo, ese ojo ve. Un pánico animal asoma en ese ojo. La idea es colocar el cuchillo debajo de la bolsa roja, esperar a que se calme la palpitación y luego rebanarla con un movimiento rápido. El relumbrón extraordinario del filo me dice que esto es posible. 

Realmente es un cuchillo filoso. No debe temblarme el pulso. No hay posibilidad de error.

Ubico la hoja en el lugar preciso, casi con ternura. El ave debe sentir el frío; casi no respira. Sólo palpita. Recostada en el cuchillo, la carnosidad tiembla incontroladamente. La quietud hace que la pupila aumente el brillo en forma desproporcionada. Es el pánico: el loro es ganado por la certidumbre y el pavor ya no tiene impurezas.

Pánico puro, directo. La pupila baila de pánico.

El movimiento es imperceptible. El pánico se va apoderando de todo. Aplico cierta presión con el cuchillo, de modo de ajustarlo lo más posible. Ahora la pupila pierde brillo; desaparece el movimiento.

Pasa del pánico al terror. Conforme levanto el filo del cuchillo y lo ajusto primorosamente a la base de la verruga, acto que infla y engorda el borde carnoso del ojo, el terror varía ligeramente y se combina con la desesperación. Inmóvil en el centro aterrorizado de la pupila, el desasosiego se revuelve incómodo, desesperado. Es una búsqueda, una curiosidad lo que origina este desasosiego.

La pupila quiere asomarse al borde carnoso y ver qué es aquello que brilla a escasos milímetros de distancia. Los repliegues rojos se lo impiden, hasta que la punta se refleja en la pupila negra y ya no hay curiosidad. La que, así, queda fija, suspendida en el tiempo, rodeada de certeza. Al borde la locura. El terror tiene esa falta de curiosidad, me digo. Debe ser porque, al experimentarlo, la persona ya se dio por perdida. Ha dictaminado que no hay salida posible. Se entregó, y el terror la envuelve, la hunde en su negrura. Bueno, levanto la hoja, el pedacito de carne será seccionado como una manteca. Basta un movimiento hacia arriba. Hay que obviar el ojo, el único peligro real. Porque si pienso en él, vacilo. El pulso se me llena de incertidumbres. Así que trato de olvidarlo, lo mismo que la cresta retraída a una sola pluma.

Una duda: tal vez sería mejor sostener el bulto entre mis dedos, estirarlo levemente y ahí sí, seccionarlo de un solo tajo. Pero tengo un guante y eso me resta sensibilidad. Y además, si le quitara la mano de encima, es seguro que el loro superaría el estado de terror que lo inmoviliza y se movería, haciendo imposible la nitidez de la operación. "Qué estupidez" pienso. Después de todo, ¿qué me importa si el corte no es limpio, si la carne le queda colgando como un gajo, pendiente de un hilo carnoso y sanguinolento? En estos casos lo peor es dudar. Además el cuchillo es filosísimo. No encontrará resistencia. No hay hueso ni cartílago. Así que respiro y me aproximo a la cacatúa.

Aunque tiene brillo, el ojo ahora es un ojo muerto. No expresa nada. No hay esperanza en él; sólo inmovilidad. Lo olvido y me concentro en la carúncula. Así es como llaman los diccionarios a las carnosidades que le cuelgan a los gallos. Carúncula. El filo asciende con extrema lentitud. Tropieza un poco -el ojo resiente el movimiento igual que el agua de un balde resiente un golpe exterior- y luego el filo avanza hacia arriba sin contratiempos, con una facilidad espeluznante. El colgajo se eleva siguiendo el movimiento del metal, parece sufrir una erección, pero no, es como un flan de carne. El filo avanza imparable y corta con generosidad, con limpidez; poco a poco la verruga, cae, se desgaja de sí misma hasta que el filo llega a la base, al borde carnoso del ojo y comienza a despegar toda esa carne espuria. En este instante es vital la inmovilidad, y el ojo parece saberlo. Aplico un poco más de presión, como cuando la hoja de afeitar tropieza con una dureza inesperada. Se oye un rasguido similar y finalmente la resistencia es vencida. El colgajo se estira y comienza a surgir el filo brillante y rojo, cada vez más rojo, cada vez con menos carne, hasta que emerge limpiamente.

El ave sigue inmóvil. La pupila también, sólo que ahora los bordes son netos, rojísimos. Tiene una expresión de llanto o de irritación.

También la de un ojo que ha recibido una golpiza. De a poco empieza a moverse. Ahora sigue mis movimientos con un encono especial, casi con odio. Lo ignoro y tomo el colgajo entre los dedos. Está todo rojo, como si compartiera el ánimo de su dueño. Ya no se ven las divisiones pálidas, es todo del mismo color. Es más grande de lo que pensé, más gordo. Más blando. Supura una gota de sangre en la punta.

La gota es roja, oscura, espesa, única. No se mueve ni se cae.

Su perfección esférica produce una asombrosa fascinación en el espectador. Uno la miraría durante días. Parece increíble que, con ese tamaño, no caiga. Inflamada como está, se mantiene en la cumbre carnosa. Sé que es irracional, pero experimento una gran atracción hacia ella. Tengo sed. La boca me chasquea de tan seca. Con dificultad, trago saliva. Es un disparate. No lo puedo evitar. Pierdo de vista la carúncula. Sólo existe la gota de sangre. Esférica, brillosa, pulidísima. Perfecta. La sed me reseca la boca. Húmeda, oscura y húmeda. Dios, es muy difícil soportarlo. Aproximo la punta cercenada a mis labios. Los entreabro gustoso, con ambición. Saboreo la delicia de antemano. La gota húmeda está a milímetros (puedo oler el aroma rancio de esa sangre). Junto mis labios. Los preparo para el beso.

Con sólo este acto mínimo siento menos sed. Aproximo mis labios a la punta del colgajo y siento una humedad minúscula, fresca. Muevo la lengua por...

La puerta se abre con violencia. Laura entra y aterrizo en la realidad. Trae la cara llena de desvaríos. La realidad es así de dura.

Sus ojos no miran. O siguen viendo algo que vieron allá fuera. Abre la boca pero no habla. El loro, desde su varilla, emite un graznido inteligible. Me reincorporo en la almohada. Siempre dice que no le presto atención. Suelo ser distraído. Pero esta vez no habla, sólo me mira sin comprender. Conozco lo que va a decir, soy un desalmado, un desamorado, un insensible, que sólo pienso en mis cosas. Opto por adelantarme. Me apoyo en el codo y alargo la mano para que se acerque, para que pueda acariciarle la mejilla. Voy a decirle algo importante, algo cariñoso pero Laura empieza a llorar.

No tengo escape. Tendré que levantarme. Bien.

Me levanto.

 

Pablo Silva Olazábal
xilbar@gmail.com 

De "La revolución postergada y otras infamias", Ediciones de la Balanza, 2005

 

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