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La revolución postergada
Pablo Silva Olazábal
xilbar@gmail.com 

El repiqueteo del teléfono me despertó bruscamente: me levanté a tientas en la penumbra pero un mareo súbito me hizo regresar al asiento. Un resplandor blanquísimo hirió mis ojos, así que agaché la cabeza hasta tocar las rodillas. Ahora la oscuridad era casi total: estiré mi mano derecha, en un movimiento similar al de cuando espantamos una mosca y toqué una pierna. Estaba quieta, flexionada sobre la otra pierna. Rocé el pantalón que la cubría: la tersura y dureza de la tela resistieron el contacto de mis dedos. La raya almidonada, perfecta, no se enteró de la exploración que continuó, pierna arriba, hasta rodear la rodilla, ubicada a la misma altura de las mías. Con un poco más de luz, la hubiera podido ver a escasos treinta centímetros de mi cara. El contacto duro y frío de mi codo con el metal y la madera del posabrazos que separaba los dos pares de rodillas me indujo a conjeturar con fundamento que me hallaba en un cine.

Levanté la cabeza y, enfrente, una mujer gigantesca de pelo negro, con un cuerpo de curvas cerradas a punto de estallar dentro de un camisón blanco -destinado no tanto a cubrirlas como a contenerlas-, contestó el teléfono. El peinado, pasado de moda e incongruente con la ropa de dormir, se alzaba como una torre sobre los ojazos negros y la boca oscura, carnosa e ilimitada de la diva. Su rostro, en blanco y negro, ocupaba casi toda la pantalla y, al igual que el lunar junto a sus labios, me resultó tan conocido que no me preocupé cuando me fue imposible recordar su nombre. Era lo de menos.

Comenzó a hablar por teléfono -más bien ahora hacía mohines con cara de desgraciada- en un idioma que identifiqué como italiano.

"Debo estar en un cineclub" deduje pues no es habitual que este tipo de filme sea exhibido en el circuito comercial. Asimismo inferí que, dado lo escaso de la acción, era natural que me hubiese dormido.

"Seguro que no soy el único -reflexioné- mucha gente va al cine a ver cualquier bodrio y se duerme, sobre todo cuando la película es en blanco y negro y con un barniz intelectual".

Miré de reojo a mi vecino y, sorprendido, me encontré con una espectacular rubia de cabello cortísimo, casi nazi, que contemplaba extasiada la pantalla. "La típica excepción" pensé y lo relacioné con el también excepcional planchado de sus pantalones, algo decididamente raro hoy en día. Enfrente la escena del teléfono continuaba, esta vez con un plano tomado desde el techo: la mujer acostada en la cama susurraba monosílabos al auricular. 

Lo importante fue que tanto el camisón como las sábanas eran blancas, por lo que el plano me brindó la luz suficiente como para admirar a mi abstraída compañera. Observé su perfil y, debo confesarlo, sentí una poderosa atracción hacia ese rostro claro y recto. Seguía la película con una concentración tal que parecía no estar allí, lo que agregaba a su natural belleza la idea de hallarse inconsciente o hipnotizada o, simplemente, inerme ante la voluntad de cualquier extraño que acertase a pasar por allí. Esto, claro, era una idea, pero no pude evitar estirar la mano para retomar el contacto, aunque sólo con el dedo índice, con su rodilla (sentía que éramos viejos conocidos). Sus ojos, abiertos hasta la exageración, no perdían ninguno de los escasos detalles de la escena telefónica. Cuando, con exquisita suavidad, la yema alcanzó su destino, la fascinación que los inundaba no varió un ápice.

"A tal punto enajena el cine la mente de las personas" sentencié, mientras describía pequeños círculos sobre la tela del pantalón. Como los ojos ni siquiera parpadeaban, decidí acompañar el movimiento con el resto de los dedos. Tampoco esta vez se inmutó. Tenía la rodilla redonda, apretada por la tela; la circunvalé con delectación, demorando la mano en la esfericidad perfecta de su forma, que preanunciaba con certeza unos muslos prietos y duros.

En el exacto instante en que mi palma húmeda comenzaba a ascender por ellos apareció la palabra "Fine" en la película y se iluminó toda la sala. Durante una embarazosa eternidad pensé -con terror- cómo explicaría una escena tan equívoca, sobre todo con la cantidad de gente mal pensada que hay en el mundo. Imaginé los insultos y hasta una eventual bofetada de la rubia. Tomé la decisión de no devolvérsela; lo mejor en estos casos es demostrar una actitud flemática y levemente sorprendida.

Pero en ese instante la joven saltó del asiento y, en posición de firmes, empezó -al igual que el resto del público- a cantar el himno nacional. Exhalé un suspiro de fastidio, casi una protesta. Había recordado que estábamos en una fecha patria, probablemente alguna batalla o un desembarco. Me levanté con lentitud y con disimulo, -tengo mala memoria para las letras- moví la boca como si cantara.

Busqué entre los bolsillos algún caramelo que me endulzara el fastidio y el futuro inmediato. Mi mano tropezó con un bulto más o menos esférico dentro de la gabardina que llevaba puesta. Quedé paralizado. Dos razones explicaban el pánico: recordé que no poseía una gabardina de este tipo, larga y raída, por lo que de seguro pertenecía al Rengo, mi compañero de pieza, un sujeto deleznable, con delirios de anarquista y frecuentador de grupos de extrema izquierda. Y segundo -y más preocupante- el bulto en cuestión hacía tictac.

Postergué el contacto directo con la fuente de mi incertidumbre y circunvalé el objeto por fuera del bolsillo. Era circular, similar a un tambor, de un peso considerable y, efectivamente, hacía tictac.

Comprobé asimismo que el desaseo general del Rengo no se limitaba a su físico: la tela de ese sector de la gabardina estaba impregnada por un algo que no logré identificar -supuse que sería mermelada o margarina- y que me dejó pegoteados los dedos de la mano derecha.

En la sala los espectadores atacaban, enfervorizados, el tercio final del himno. Los pechos de la rubia adquirían volumen y sobresalían por el escote del trajecito, henchidos de un considerable sentimiento patriótico que los llevaba más allá del perímetro previsto por la costurera.

Me intrigó otro hecho inexplicable: enfrente la película había regresado: la italiana proseguía su conversación telefónica, esta vez en primer plano, con el rostro bañado en lágrimas y dramáticamente contorneado por la luna negra, implacable, del auricular.

Probablemente se trataba de un resumen o trailer: sólo se oía la música. El patetismo de la imagen logró emocionarme. Me arrepentí de no comprender el argumento, a tal punto que mi vista se nubló.

Ya poco importaba si esto del himno era el resultado de una descoordinación entre el operador del cine y el dueño de la sala o si la rubia...

"¡Aceite!" La palabra impactó mi cerebro como si fuera la alarma de un incendio. "Con lo pelado que anda siempre el Rengo, es imposible que la mancha sea de comida". La conclusión emergió con la contundencia de lo simple: el líquido que humedecía mis dedos era aceite. Me pregunté qué clase de artefacto podía perderlo en esa cantidad y me negué, repetidas veces, a considerar la posibilidad de una bomba. Anunciando el final del himno, el grito de "tiranos temblad" me sobresaltó. Volví a observar a la rubia, y la idea de que el público de la sala era militar y policial me recorrió el espinazo y se me enfrió en la nuca. Miré alrededor y, efectivamente, todos lo eran: me hallaba en alguna sesión cinematográfica del Círculo Policial o Militar; los pequeños brillos inconfundibles de los escudos metálicos que salpicaban la sala no dejaban lugar a dudas. Las sienes me dolían, sentía el paladar cada vez más pastoso y el sudor me inundaba las axilas. Por un extraño fenómeno el tictac aumentó de volumen y se sobrepuso a los demás sonidos. Se destacaba incluso ahora, cuando todos repetían fervientes y entusiastas, "oh sabremos con gloria morir". Maldije al Rengo en voz baja, mordiendo cada letra del insulto que se merecía. El tictac se impuso a través de mi cuerpo, superando incluso ruidos tales como el latir de la garganta o de las sienes. Un tictac monótono, excluyente, casi irónico. Deseé lo que cualquiera en mi situación: que todo no fuera más que un sueño, un mal sueño.

Pese a que el himno no había concluido, me senté. Despacio, con cuidado, me quité la gabardina y la deposité en el asiento vacío de al lado. La rubia, disgustada con mi actitud, miró con furia pero sin dejar de cantar. Cansadísimo, finalizada la operación, me levanté a duras penas. Incliné la cabeza en señal de saludo y musité "permiso", sin dejar de mirar al frente. La rubia me ignoró con desprecio. El himno llegaba al final. Cabizbajo y mortificado por la necesidad de preservar una apariencia que transmitiera calma, caminé con una exasperada lentitud por el pasillo, sintiendo esa mezcla de vergüenza y felicidad que experimentan los supervivientes.

El prolongado "riing" del despertador se escuchó en toda la sala.

Todos -incluyendo al acomodador- unieron el odio en la mirada que descargaron sobre mí. No tuve más remedio que volver sobre mis pasos a buscar el maldito reloj.

 

Pablo Silva Olazábal
xilbar@gmail.com 

1 de mayo de 2000

De "La revolución postergada y otras infamias", Ediciones de la Balanza, 2005

 

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