Solo el revólver
narración de Clara Silva

Se interna en un basural, perdido el rumbo. Sus pies se entierran en una masa áspera, blanda, espesa. Camina con dificultad, removiéndola, levantando un tufo hediondo y quieto que se le mete en la nariz, en la garganta, haciéndole estornudar. Pasan entre sus piernas huesos, latas, maderas, montones tumefactos que se deshacen bajo sus pies. Siente un roer, un chupetear sordo, un jadear, un pulular de cosas misteriosas, luchando, deslizándose sobre las inmundicias. Mareado por este vértigo turbio, que sube de esa masa de polvo húmedo, hinchado como una vejiga pronta a reventar, se detiene un momento. Levanta la cabeza buscando un poco de aire para respirar, sujetándose el estómago entre violentas arcadas. Retrocede levantando un pie, después otro, pesados, llenos de adherencias, tropezando, a punto de caer, agarrándose a cosas fofas que se le escurren por los dedos. Deshecho, enloquecido, sale de ese infierno. Sus ojos se hunden en la oscuridad. No ven más allá de un metro de distancia. Sin embargo, miran y miran en un esfuerzo punzante para ver. La misma oscuridad. Apretada. Densa. Un círculo de sombras, en el que puede entrar y salir en una vaga e incomprensible ilusión de libertad. Sigue andando. El viento le trae el gruñido de los perros. El rumor de la noche golpea sus oídos. Lo sigue hasta en sus más finos acordes. Se agranda. Se bifurca en dos ramales. De asechanza. De miedo. Tiene la noche en sus oídos. Sus oídos son los ojos que perforan la noche. La auscultan. La interpretan. La noche avanza implacable. La Cruz del Sur desciende lentamente, los brazos extendidos, abiertos, en el límite del mar y de la tierra, palpitantes. Mientras el puñal de Orión brilla intermitente, en la negrura del cielo.

Apresura el paso, casi rítmico, sobre un suelo más firme, el pecho adelante, la cabeza alta entre los hombros, las manos metidas en los bolsillos del pantalón, una, empuñando el revólver. La campera a cuadros cerrada hasta el cuello. Sin furor, sin odio, oteando la noche, explorándola en sus posibilidades de ocultarse, alerta, para tirar en caso necesario, contra nadie, contra todos. Se levanta un viento frío. Le traspasa las mejillas, el pecho, las piernas. Le acosan el hambre, el sueño, la sed. Él esfuerzo de estar despierto, la tensión de sus nervios, dispuestos a jugarle una mala pasada, al menor aflojamiento de la voluntad, que cedería, volteándolo, lo llevan en un impulso ciego, obstinado, hacia adelante. No debe cerrar los ojos. Tiene que tenerlos abiertos, agrandados de atención, ensombrecidos de fatiga. Los sostiene abiertos, entre los párpados hinchados, amoratados, como dos agujas perforando las sombras, entre una confusión de imágenes, de caras que aparecen y desaparecen, de luces que se encienden y se apagan entre las mismas sombras. Ahora atraviesa un camino vecinal, una cinta de tierra zigzagueante, gris, seca, aplastada entre altos y tupidos yuyos y tamarindos. Cada vez más urgente la necesidad de orinar. Saca una mano del bolsillo, mientras la otra aprieta con fuerza el revólver; se detiene, y sobre los yuyos, con un suspiro de satisfacción, se alivia, mientras le sube el vaho caliente de sus propias aguas. No sabe dónde está. No conoce la dirección del viento. Mira el cielo. Pasea sus ojos por la inmensidad del cielo. No conoce la posición de los astros. Confunde Oriente con Occidente. En la “barra”, el “Mulato”, ese sí que sabía; contaba que el gaucho, para orientarse en la noche, coloca su rebenque en el suelo en la dirección que lleva. ¿De qué le serviría esto? Aunque tuviera un rebenque. A menos que el revólver... Y, de qué le serviría, si él sólo gira en su centro de gravedad? ¿Oriente? Occidente? Lo mismo para él. Nada de eso le importa. Sólo quiere encontrar un refugio, una guarida. Una hondonada, para desaparecer, como el zorro en la madriguera, antes que venga el día. Y dormir. Dormir sin sueños. Echar su propio cuerpo como un fardo sobre la tierra, sobre la piedra, sobre cualquier cosa. Pero dormir. Caer en un olvido total, sin tiempo, sin distancias. Dormir sin día, sin noche. Dormir.

De pronto, sus oídos atentos, obstinados, recogen a la distancia, todavía finísima, tenue, imperceptible, del grosor de un cabello, la bocina de un auto. No sabe de dónde viene. ¿A sus espaldas? ¿Atrás? ¿Adelante? ¿A los costados? La oscuridad es una red, es un círculo de presagios con estrellas, con sapos, luces malas. Y él está en el centro de ese círculo, esgrimiendo un revólver. Dueño y prisionero del revólver. El rumor va creciendo (o crece su ansiedad) en proporciones angustiosas, alarmantes, por instantes, por grados, por segundos, por milésimas fracciones de distancias. Es casi un alarido reventando en sus oídos. Empieza a correr. Ciego. Sin rumbo. Jadeante en medio de la soledad. A correr hacia adelante, sin pararse, dentro del círculo de las sombras. La ansiedad le corta la respiración. Tropieza con las piedras, removiendo las hojas secas que crujen bajo sus pies. La boca entreabierta deja pasar agitada-mente el aire a sus pulmones, con un resoplido animal saltándole el corazón. Su palpitación es tan fuerte que pierde la noción de los rumores. No sabe bien de dónde vienen, a dónde van esos rumores que la noche agranda y alimenta. Si de su corazón o de las hojas, o de las piedras, o de las bocinas distantes. Lanzado así, con la fuerza incontrolable de su cuerpo, atraviesa el campo, hundiéndose a cada zambullida en el mar de la oscuridad. Tropieza. Y va rodando en un revolcón, enloquecido, puteando, por un talud entre tunas, espinos y lagartijas. Las ortigas le pinchan la boca, las mejillas, una mano. Porque la otra mano, en la caída, no abandona el revólver sujeto en el bolsillo. Los dedos acalambrados apenas lo sostienen. No siente casi su frío metálico. Está consustanciado con él. Es su vida. Un apéndice de su cuerpo. Una fiebre de su alma. Con él se abre paso a través de las sombras. De las paredes. De los hombres. Es su estatura de hombre. Su tajante libertad. Su fuerza. Su derecho. Su derrota. Su libertad y su prisión. Con el revólver ordena su mundo. La injusticia brutal de ese mundo. Preguntas y respuestas. La rabia. La venganza. La razón y la sinrazón de su existencia se formulan solas, en el abrazo de muerte, en el fulgor, en el estampido seco, el humo, la pólvora quemándole los dedos.

Se expresa con el revólver. Es un proceso rápido, magnético, de voluptuosa, morbosa pasión viril. Es un instante de orgasmo brutal. El deshago, la eyaculación violenta en el acoplamiento súbito, impaciente, de su cuerpo y el revólver. El ojo entrecerrado, el brazo se extiende y la mano apunta; ¿a qué?, a todo; porque todo, hasta el aire que respira, que le roza la cara, es su enemigo; y aprieta el gatillo. Y en el estampido seco, la pólvora dilatándole la nariz, la cabeza atravesada de relámpagos, se siente vivir en la furia que desencadena, afirmarse sobre la tierra. Dominarla. Todos retroceden. Tiemblan. Todos hablan de él. ¿Un héroe? ¿Un resentido? ¿Un monstruo? ¿Un paria social? Su cara sale en las grandes planas de los diarios. De frente. De perfil. Los noticiosos trasmiten su nombre. Su familia. Sus vicios. Su ambiente. Sus taras. Se hacen mesas redondas sobre la delincuencia infantil. Se discuten lo» códigos penales. Interpelan a los ministros. Las madres tiemblan. Los niños lo admiran. Lo imitan en sus juegos. Su revólver es la huida, el desahogo. La oscura regresión hacia la sangre, hacia el desquite. Hacia el encuentro con su hombría. Mezcla de celo y rabia. Desmayo y crueldad en el riesgo de su mano apuntando, los dedos ennegrecidos de pólvora. Idéntico desmayo. Idéntica crueldad, mezcla de celo y rabia. Su cuerpo apuntando la carne de la mujer, de una mujer. Derribándola, sus dedos temblando de deseo. Apretando. Entre sangre, orgasmo y extravío. Su caída. Su desmoronamiento, arrastrándolo entre su furor aplacado y su desdén creciente.

De pronto se encuentra en un camino. Siente bajo sus pies el duro pavimento de hormigón. Está bordeado de árboles frondosos, que forman sobre su cabeza una bóveda densa y sombría. No pasa a través de ella ni el fulgor de una estrella. Se recobra. Apoya la espalda en el tronco frío y áspero, reposando inmóvil, apenas consciente de sí mismo. La cabeza levantada hacia el cielo de hojas. No sabe dónde está. El tiempo se ha reducido a un silencio que tapia sus oídos, destruyendo toda realidad, toda contingencia. Una sensación de descanso lo invade. La tensión baja. Un relajamiento total de sus nervios, una docilidad mansa, casi una entrega de niño o de mujer, desamparado. Todo parece en un instante, en la mínima fracción de un instante, fundirse en una lágrima, en un suspiro. Una ternura que sube, tal vez del agotamiento, tal vez del desamparo, tal vez de la fatiga, tal vez de la sed, de la soledad, del abandono. Una supervivencia de la niñez, buscando en la oscuridad algo cálido, impreciso, sin forma, pero extraordinariamente vivo, extrañamente eterno. Después se da vuelta y junto al tronco negro, áspero, rugoso, orina otra vez largamente, con desahogo animal.

La mañana está casi en el cielo. Bajo el ramaje tupido de los árboles, la noche sigue apretada, interminable. A veces un soplo, una brisa helada, agita la aérea cortina y por el encruzamiento de sus hojas deja ver un pálido, ceniciento resplandor. Con la mano libre —la otra la lleva dentro del bolsillo apretando el revólver— se sube el cuello de cuero de la campera hasta las orejas. Se golpea la cara, las piernas, para entrar en calor. Tiene unos deseos rabiosos de fumar. Por los labios secos, agrietados por el frío, se pasa la lengua ansiosa, humedeciéndolos. La tortura de un cigarro es cada vez mayor, más apremiante, casi insoportable por su agudeza. Pero al mismo tiempo le es también casi insoportable abandonar la mano adherida al revólver. Un supersticioso temor, una fatalidad instintiva, una convicción desesperada, le impiden, le paralizan todo movimiento que no sea el de seguir en la ciega búsqueda, husmeando la tierra, escarbando el espacio, igual que un topo, la encrucijada de la noche. Sigue caminando. Caminando por el centro de la calle marginada de árboles. Nervioso. Frenético. Cauto. Alerta. Sin pensamientos. Una red de nervios punzándolo, hormigueándole la piel. Sólo caminar. Caminar. Poner distancias inmensas. Kilómetros de noche. Kilómetros de fatiga, de sudor, de asco, de miedo, a través de los cuales se lanza con furor pálido, impotente, mientras la jauría va enredada entre sus talones, oliéndolo, husmeándole el rastro.

El camino blanco, desierto, se extiende delante, largo, interminable. Se va desenvolviendo ante sus ojos, en una sucesión de sombras, vaivenes, árboles, reflejos, cercos. No tiene fin. Está siempre en el mismo punto del árbol, de la sombra, del vaivén. A pesar de que sus mocasines no hacen ningún ruido, apenas rozan el pavimento de hormigón, un perro lo siente pasar y ladra furiosamente.

Ya la mañana penetra por la densidad de las hojas entrecruzadas. Pequeñas agujas de luz blanca, lechosa, perforan el aire. Van dibujando el árbol, los troncos gruesos y ásperos, las redondas copas que forman sus ramas. La piedra. Y su sombra, creciendo, aparece a su lado, en el profundo cambio de la noche indecisa, fluctuante. De pronto se ilumina una ventana. De pronto se apaga. Y él sigue corriendo, lanzado en el silencio, en vertiginosa espera de una suerte del juego, en el que no le queda nada más que arriesgarlo todo, la nada. Suda a mares. A pesar del frío que le traspasa la piel, tiene la camisa empapada pegada a la carne. Y la calle sigue y sigue, una trampa, más que una meta cerrada por los árboles, apareciendo, desapareciendo bajo sus pies, borrándose en la brumosa franja del sueño. La meta se acerca. ¿Cuál meta? Parece muy próxima. Un esfuerzo más, una brazada más sobre la ondulante línea de las hojas. Pero se pierde en el balanceo de sus piernas. Confunde el ser, el estar, el hambre con la sed, la muerte con el sueño. Esta siempre en la misma distancia. En el fondo de la vida. La necesidad de fumar se le hace cada vez más intolerable. Se detiene. Se sienta en el borde de la acera, pone el revólver sobre sus piernas levantadas y enciende un cigarrillo. Ante el placer de este contacto entre sus labios agrietados por el frío y la sed, cierra los ojos. De esta bocanada de humo, lentamente aspirada, que su garganta devuelve con fruición. La exhala pausadamente, con un alivio extraordinario de todo su ser, un abandono doloroso, desamparado. Suben los anillos de humo. Suben por las hojas. Se trepan a los árboles, en una liviandad perezosa. Una niebla lejana, flota en el aire sin viento. El revólver se le va de entre las manos, cae de sus rodillas y rueda. Rueda zanja abajo, sin ruido, dando pequeños tumbos. Quiere estirar la mano para agarrarlo, pero sigue rodando sobre los troncos, sobre las hojas verdes, blandas, sin ruido. Y un quejido débil, frágil, apenas audible. Un quejido que va naciendo del vientre negro de la noche, se abre paso entre el humo, entre las hojas, entre los árboles. Parecido al llanto de un niño o al maullido lastimero de un gato. Algo extraño, confuso, ambiguo. Su oído quiere separarlo de aquella niebla, darle una dirección, localizarlo en su recuerdo. Pero el quejido, parecido al llanto de un niño o al maullido lastimero de un gato, va creciendo. Creciendo sin edad. Sin sexo. Ahora ya abarca toda la noche, todos los árboles, toda la niebla. Hasta convertirse en un llanto prolongado, espasmódico, sacudido por hipos y el ruido de la nariz sorbiendo los mocos y las lágrimas. Y una voz ronca, ardiente de vino, vociferando. Y el crujido de la cama, agarrada por dos manos que la sacuden con violencia. Y los “ah” y los “oh” de la boca convulsa. Y una silla que cae con estrépito. Y otra vez el llanto prolongado, sumiso, implorante. Y el pie brutal que cae, que cae sobre la carne indefensa.

 

Cuento, narrativa, de Clara Silva
De "Aviso a la población"

Bolsilibros Arca
Talleres Gráficos de A. Monteverde y Cía S. A.
Montevideo, octubre de 1967

 

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