El negrito del pastoreo |
Es sin duda ésta la más conocida de cuantas leyendas circulan por la campaña uruguaya, cuyos habitantes -sobre todo las mujeres- creen a pies juntillas la existencia de su protagonista, como asimismo en la sobrenatural facultad que le permite realizar "hallazgos" milagrosos cada vez que sus devotos se lo solicitan. Esta ingenua creencia, de hondo arraigo popular y vigencia permanente, contra la cual nada ha podido el curso de los años, tuvo su origen en tiempos muy remotos, y desde entonces la tradición oral se ha encargado de irla perpetuando entre nuestros criollos, a lo largo de muchísimas generaciones, y con una fidelidad que mueve a asombro. Cuenta la leyenda en cuestión que durante la época de la dominación española, cuando las primitivas estancias de estas tierras carecían de alambrados divisorios, y su vastísima área estaba delimitada naturalmente por arroyos y ríos, vivió en una de ellas un negrito esclavo, de cuerpo endeble y ojos descomunales, cuya misión era cuidar las ovejas que integraban la hacienda del establecimiento. Durante el día las llevaba de un lugar a otro, a la manera de los pastores europeos y asiáticos, buscándoles, a fin de que se alimentaran mejor, aquellas zonas donde las pasturas eran más jugosas y tiernas. Y antes de que oscureciera las conducía hasta la espesa arboleda donde acostumbraban a pernoctar, al amparo de lluvias y vientos. Cierta tardecita se entretuvo el niño saboreando pitangas y chalchales maduros en el monte, y al regresar lo sorprendió la noche en el camino. Una noche de tormenta, cuyas tinieblas sembraron la inquietud y el miedo en el rebaño. Y también en el corazón del pastorcillo. Entonces, para colmo de males, se le extravió al niño una oveja. Y fue precisamente una ovejita negra como él, la única de ese color que había en toda la majada, y por ello mismo la preferida de su adusto patrón. Cuando éste se enteró de lo ocurrido, mandó al pequeño y azorado pastor en busca del animal extraviado, con la orden terminante de no retornar sin él. La noche se había vuelto aún más tenebrosa. En el cielo no se veía ni una sola estrella. Y los campos que integraban la estancia eran inmensos. Encontrar en tales circunstancias una oveja negra parecía cosa imposible. Sin embargo el negrito regresó con la que buscaba antes del amanecer, extenuado el frágil cuerpecillo, pero los enormes ojos zahoríes más alegres y brillantes a consecuencia del triunfo. Nadie supo jamás de qué medios se valió el pequeñuelo para encontrar la oveja. Según algunas versiones, lo ayudaron las luciérnagas con sus farolitos de luz verdosa. Según otras, fueron las enigmáticas lechuzas -para cuyos ojos la noche no tiene ningún secreto- quienes guiaron sus pasos entre las tinieblas. Y él, por su parte, siempre guardó un hermético silencio acerca de lo ocurrido. Pero lo cierto es que desde entonces, según afirman con ingenua convicción nuestros paisanos, cuantos pierden algún objeto en el campo le encomiendan la búsqueda al servicial Negrito del Pastoreo, encendiéndole un cabito de vela para que así pueda ver mejor entre las sombras nocturnas, pues es siempre por la noche que realiza sus fabulosos hallazgos. |
Serafín J. García
Cuentos viajeros
Selección: Sylvia Puentes de Oyenard
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