Maturrango  

cuento de Serafín J. García 

Nicomedes Pedroza era lo que se dice un hombre inútil. Un "abombao" sin "discurso" para nada, que a juicio de los peones de "El Quebrachal" había nacido el día de San Simplicio.

La más sencilla de las tareas camperas resultaba para él complicadísima. Fracasaba hasta en minucias que haría fácilmente cualquier gurí con dientes de leche. No se le podía encomendar ningún trabajo. Si le mandaban echar las lecheras al corral, volvía del campo sin haberlas encontrado. Si iba a repuntar la tropilla, bastaba que disparase un "sotreta" para que toda la caballada se le dispersara. Si tenía que agarrar una oveja para el consumo, su víctima era invariablemente la más flaca. No enlazaba ni un poste de alambrado, y cuando pretendía echar algún "volcao" lo erraba siempre "como al monte", provocando la hilaridad de los demás peones. Una vez que intentó bolear una yegua cimarrona, dio con las "Tres Marías" en la cabeza de un perro y lo "acostó sin cabecera". Nunca ensillaba bien un mate, y mucho menos un caballo. Cuando se enhorquetaba en algún pingo medio "loro", bastaba el primer amago de bellaqueo para dar con su humanidad en tierra. Si se ponía a arar, los surcos salíanle "como andar de culebra". No sabía diferenciar el pelaje de los animales, ni sacar un cuero sin tajearlo, ni un tiento sin estropear la lonja.

¿Cuál era su orígen? ¿A qué yunta de "pajuates" debía el ser? Nadie lo sabía. Ni él mismo quizás...

Lergó a la estancia una madrugada de julio, envuelto entre los flecos de la cerrazón, que parecían empeñados en zurcir los "cuaternos" de su poncho.

Montaba un turbiano "matao", cuyos huesos pugnaban por romper la piel costrosa, y sobre cuyo esquelético lomo no se veía más "garra" que un cuero pelado de sarna, sucio y mal oliente. Jinete y cabalgadura formaban un binomio tan pobre, ridículo e insignificante, que ni siquiera los perros se dignaron ladrarles. Apenas si algún cachorro curioso levantó la cabeza para vicharlos, y luego, indiferente, reanudó el interrumpido sueño.

Los peones que "yerbiaban" en la cocina, esperando la hora de "agachar el lomo", lo recibieron con "un cimarrón pa calentar las tripas" y "una cabesa'e vaca p'abancarse".

Mientras Nicomedes sorbía en silencio el mate, temblando todavía a consecuencia del chucho cogido en el camino, los otros examinaban con extrañeza su figura grotesca, su cara de luna llena, sus ojos de párpados "bolsudos", su acotorrada nariz y su bigotillo incipiente, en el que temblaban abundantes hilachas de neblina.

-¡Qué animal de pelo extraño! -se decían, conteniendo apenas la risa.

Cuando el capataz entró a ordenar la faena del día, Nicomedes "desembuchó". Quería trabajar en la estancia. Cualquier paga le serviría. Era pobre y andaba muy "quebrao".

-Vamo'a esperar que se levante'l patrón, a ver qué opina -le respondió el capataz-. Yo no'stoy autorisao pa conchabar a naides.

Y el patrón, don Liborio Ruiz, que "sacante sus lunarejas" era "un pedaso'e pan", a pesar de la mala impresión que le causara la facha de Nicomedes, lo aceptó "por la comida".

Tres o cuatro días bastaron para que el nuevo peón diera la pauta de su inutilidad.

-Es un frangiyón que no tiene yeito pa'nada -fue la opinión concluyente del capataz-. No sirve ni pa bombiar quién viene.

Empero don Liborio lo dejó "dir diendo". ¡Costaba tan poca cosa aquel infeliz!... Un plato de "chatasca" o de locro, un caracú con pirón, bastaban de sobra para su sustento. Unos jergones sucios, tendidos en un rincón del galpón, le servían harto bien de yacija. Y si a eso se agregaba que ni siquiera vicios tenía el "disgraciao"...

Por otra parte, prestábase para desahogo de las frecuentes "turcas" del patrón. Podía don Liborio retarlo "como a negro chico" y hasta "arrimarle la ropa al cuerpo", sin peligro de que "hinchara el lomo".

Y si eso no fuera suficiente, había que añadir que Nicomedes constituía un excelente entretenimiento para los ocios de doña Florentina, la patrona, y de Ponciana, su unigénita. ¡Había que ver cómo se divertían las dos mujeres a expensas del maturrango! Sobre todo la "niña", que se pasaba los días enteritos "judiándolo". Porque a decir verdad, aquella Ponciana era la piel de Judas. ¡Las cosas que se le ocurrían! ¡Y con la gracia que llevaba a cabo todas sus diabluras!...

Don Liborio estaba bobo con la "chiquilina". Festejaba con ruidosas carcajadas todas sus "picardías". La atizaba de continuo, dándole alas con su incondicional aprobación.

Y cuando "prosiaba" con los vecinos de su amistad, o "le hacía sala" a algún correligionario pueblero, que lo visitaba "por cuestión de papeletas", no podía sustraerse a la tentación de tejerle alabanzas a su gurisa.

-Távisto -decía invariablemente, a modo de justificación-. Uno hace feo en decirlo, pero la verdá es qu'esta muchacha es el diablo en figura'e gente. Lo qu'eya no inventa no lo inventa naides. La madre a ocasiones se atufa, porque dice que yo la tengo muy consentida. Pero la cuestión es qu'eya también la festeja tuitas las artes. Y'sta bien, ¿no haya usté?. Pior sería que la gurisa juese una simplota que no tuviese gracia pa nada.

Y enumeraba las travesuras urdidas por Poncianita contra Nicomedes, que "caiba" en cuanta trampa le preparaba la moza.

-Figuresé que una ocasión, en el monte, lo hiso treparse a un guayabo ande había un camuatí muy foguiao, con el pretesto'e que le arrancase unas frutas. Por supuesto: las avispas le dejaron la cara como pambaso. T pa pior cuasi se despaleta de un golpe el enfelis... Otra vez le enyenó de hormigas menudas los jergones ande duerme, y el pobre tuvo que salir defavorido y samparse en l'agua, porque los bichos le dieron una surra que lo dejaron mormoso. D'esa güelta anduvo una porretada'e días con el cuerpo en ronchones...

Reía sonoramente, recordando la "diablura", y continuaba:

-Otra ocasión le atracó hojas de ombú en la caldera y lo tuvo tuita la siesta al trote, con un solaso que rajaba. Y hasta tuvo cachasa, una nochecita, de hacerlo meter el brazo en una cueva ande había visto ganarse un sorriyo... ¡Dejuro! El abombao salió de ayí con una jedentina tan grande que hasta los perros lo andaban cuerpiando...

Y terminaba la exposición con su broma predilecta:

-Dicen qu'el qu'hereda no roba, y es la pura erdá. Yo tamién, cuando muchacho, juí muy afeto a las artes. Tá visto que la Ponciana salió al tata...

La moza, que solía escuchar con los ojos bajos los ditirambos paternos, continuaba "judiando" a Nicomedes con mayores entusiasmos cada vez.

El maturrango no protestaba nunca. Por el contrario, parecía que aquello contribuía a encamotarlo cada vez más con la muchacha, a la que no se cansaba jamás de "aponderar". El no "escurecía" que Ponciana era "curtidasa". Pero como buena y generosa "no había con qué empardarla". Siempre le estaba haciendo regalitos, y protegiéndole contra las agresivas "jergas" de don Liborio.

En efecto, así ocurría. Con frecuencia, Ponciana "sacaba la cara" por el "abombao". Acaso en el fondo le quería bien... Acaso movíala a compasión su infelicidad...

Lo cierto es que, con el tiempo, Nicomedes llegó a hacérsele indispensable. Lo utilizaba para todos sus mandaletes y menesteres caseros. Lo defendía empeñosamente del rebenque de su progenitor. Se enfurruñaba de veras cuando alguien que no fuese ella le jugaba alguna mala pasada. Y hasta había insinuado a sus "tatas" el propósito de llevarle consigo cuando se casara, acontecimiento que no tardaría mucho en producirse...

-Pa que vean ustedes como a ocasiones conviene ser sonso -solía decir el viejo Remigio, cuya esperiencia, por todos conocida, justificaba el ascendiente que ejercía sobre la peonada-. Ese avestrús de Nicomedes le ha ganao el lao de las casas a la gurisa, y aura vive echao p'atrás.

Y agregaba con un dejo de ironía que escapaba a la poca suspicacia de los oyentes:

-Y'tuavía hay quien dude de la bondá de las hembras!...

Una noche Nicomedes desapareció de la estancia. Y fue como si se lo hubiera tragado la tierra, porque no se supo nunca qué rumbo había tomado ni se tuvieron más noticias de él.

Su desaparición coincidió con la boda de Ponciana, que esa misma noche se ayuntaba con Aparicio Fonseca, hijo mayor de un fuerte hacendado de la vecindad.

Y cuando pocos meses más tarde, recién "desucupada" la hija de don Liborio, vió el viejo "Remisio" la carita amoratada del crío, se dijo para sus adentros, satisfecho por la confirmación de un "palpite" más:

-¡Hasta pa eso había sido maturrango el tal Nicomedes! ¡Si el gurisito es la cara de aquél abombao!

Serafín J. García 
"Barro y sol" Cuentos - Editado en 1941.

Editado por el editor de Letras Uruguay

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