En un instante del
tiempo |
Hacía rato que el rancho había dejado de existir para sus ojos, furtivamente vueltos hacia atrás a cada distracción del compañero. A lo largo de ese andar maquinal e incesante que los llevaba hacia los cerros azules, todavía remotos, donde se quebraba la orilla oriental del día, fue viéndole decrecer de una manera implacable, encogiendo su pequeña mancha parda sobre la soledad total de la llanura, hasta que el horizonte se lo engulló de un golpe. Dolióle con un dolor casi físico su desaparición. Fue una congoja extraña, una maciza sensación de abandono pesándole en el pecho, aplomándole obstinadamente la voluntad. Todas las cosas circundantes se le volvieron de improviso hostiles, desapacibles. Y hasta el rostro pecoso de Knut, el noruego, transformó su expresión familiar, abierta y plácida, en un gesto de hermética dureza. Escupió con rabia hacia un costado, levantó un poco más el hatillo sobre su espalda curva y siguió andando. Ahora el rancho, ingrávido, flotaba delante suyo sostenido por la evocación tenaz, casi furiosa. Pero el rancho en sí no era nada. Viejo barro reseco y lacias pajas, grises de tiempo y lluvia. Mustia naturaleza, apenas, entristecida por un añoso dolor de desarraigo. Y la mujer, que; era todo, negaba su verdad carnal a las múltiples corporizaciones del recuerdo. El vestido sí, dejábase reproducir idéntico, con sus florecillas celestes desleídas sobre el áspero fondo gris de la tela ordinaria. Pero el rostro no era ninguno de aquellos mil rostros que de él emergían, sonriéndole con una sonrisa inmóvil, tan distinta de la sonrisa indefinible de Ella. Y tampoco eran los suyos aquellos ojos, que tenían, sí, la misma enigmática forma de almendras y el mismo primaveral color verdi-soleado, pero a los cuales faltaba la íntima luz acogedora de sus ojos. Acaso lo que se asemejara más fuese el cabello undívago, derramado en sensual desarmonía por sobre la curva mórbida de los hombros, extendiendo sus rizos en espirales de noche densa, relampagueada por relumbres eróticos. Empero, carecía de la fuerza de aquel rotundo olor a yemas machucadas, a semillas en eclosión, a eternidad de abierta tierra en gesta, que hiciera flamear victorioso el de Ella por sobre sus angustias y sus miedos trashumantes, nutridos en la trágica certidumbre del pasar, del morir... Revivió detalle por detalle la escena fugaz y simple, igual a tantas escenas anteriores y a tantas otras que habrían, quizá, de sucedería en el tiempo, pero que la presencia de Ella — ¡de Ella, no de esos mil fantasmas apócrifos que ahora la reemplazaban en su memoria! — fijó en el estallido de una emoción indeleble. Knut, el noruego, había llamado tres veces, espaciando apenas los golpes de sus nudillos pecosos en la antigua puerta carcomida, mientras él entretenía su espera mirando las pajas lacias y el reseco barro de las paredes. Ambos llevaban el cansancio de aquella dura jornada estival polarizado en una sed tremenda, que la implacable brasa solar acrecía minuto tras minuto. Y la presencia del humilde rancho junto al camino ardido y polvoriento los arrastró como un imán. Cuando Ella asomó en el hueco de la puerta y se fijaron en los suyos aquellos enigmáticos ojos de menta y sol; cuando lo penetró el olor poderoso de los cabellos, sacudidos en rebelión de eléctrica tormenta; cuando la sonrisa indefinible se abrió como un jazmín de milagro en la caliente morenez del rostro, ya no experimentó fatiga, ni sed, ni ninguna de las torturas físicas que lo doblegaban como un tallo marchito. Oyó, sin entenderlas, las palabras de Knut, que en su lenguaje pintoresco, con su destemplada y lejana voz de nórdico, solicitaba el agua. Vio apagarse en la penumbra las florecidas celestes del vestido y luego encenderse otra vez, tocadas por la intrusa franja solar que atravesaba el rancho. Y el líquido, presente al fin, glugluteando en la garganta ávida del noruego, chorreando por entre la camisa abierta hasta empapar los rojos vellos del pecho amigo, careció de sentido para él. Bebió a su turno, sin embargo, pero de un modo automático, extrañamente ajeno a la necesidad orgánica que satisfacía. Después, la palabra “gracias”, desfigurada por el acento y la voz nasal de Knut. Y otra voz hombruna, alargando su criolla lentitud desde el interior del rancho: "Son linyeras, parece...” Ya cerrada la puerta, él continuó de pie allí, como prisionero aún de la imagen invisible. Y fue preciso que el compañero lo aferrase con su manopla pecosa para reintegrarlo al camino. Ahora iba rumbo a los cerros azules, donde se mellaba la ribera del día. Delante suyo, un rancho avejentado de tiempo y lluvias, flotando en la evocación tenaz. Y en el rancho una mujer distinta a Ella, usurpándole el humilde vestido de desleídas florecidas celestes. La noche los sorprendió a la vera de los cerros, también distintos. Y durmieron con las estrellas en la cara, como siempre, luego de la cena frugal. El de Knut, fue un ancho y sólido sueño cruzado de ronquidos. El suyo, en cambio, estuvo a la vez lleno y vacío de Ella, reconstruida pero nunca igual. Con el alba, volvió a empujarlos su destino contra la orilla del nuevo día. Knut reemprendió la marcha canturreando. Él, cabizbajo, con la irremediable certeza de no ser ya el mismo. Porque en un instante del tiempo y en un lugar del mundo que no se repetirían, una imagen de mujer, tampoco repetida, habíale detenido la alegría de andar. |
Cuento de Serafín J. García
De "Burbujas"
Biblioteca Rodó
Claudio García & Cia Editores - Montevideo - 1945
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/75434
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Serafín J.
García en Letras Uruguay
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